miércoles, 16 de mayo de 2018

El señor calavera

Luis Rivera



Fue un vuelo de ocho horas desde Chile hasta Atlanta. Mi espalda me está matando y la fila en migración parece interminable. No pude dormir y menos trabajar, como era mi intención. Los aviones los fabrican ahora con asientos cada vez más incómodos. La comida parece plástico recalentado y lo único que valió la pena fueron las tres películas que vi. Lloré, reí y temblé del miedo en el mismo vuelo con cada una de ellas. Detesto los aeropuertos norteamericanos. Recojo mi pelo antes de pasar con el oficial para la revisión de documentos. Sin razón aparente, siempre me pongo nerviosa momentos previos a esta entrevista. Tres preguntas, biométricos, un par de sellos y listo. Dos horas y media después de aterrizar —ya cerca de las nueve de la noche—, estoy en la calle esperando un taxi, muerta de frío. Cinco grados centígrados bajo cero con viento incluido son demasiados para mí. Envuelvo mi cuello con una bufanda, cierro el broche de la chaqueta y me coloco el gorro de lana que a última hora puso en la mochila mi madre, al despedirme en el aeropuerto. Bendita sea ella.

—¿A nombre de quién está la reservación, señora? —pregunta amablemente un simpático joven, con anteojos grandes y de pelo parado. 

—Rosemary Mondragón, de Lácteos Pradera —contesto exhausta, añorando esa bañera con agua caliente que me espera en la habitación, si logro que este niño guapo agilice mi registro.

—¿Cuántas noches estará con nosotros, señora Mondragón?

—Solo una, mañana salgo temprano con un grupo hacia Athens.

Estos hoteles son inmensos y siempre logran impresionarme. Subo la vista desde el vestíbulo y no puedo terminar de contar los pisos que se emergen, imponentes. Tomo mis cosas y me dirijo al elevador.

—¿Qué piso? —pregunta sin mirarme un robusto caballero, con chaleco de cuero negro y una barba descuidada, teñida con canas. Asumo que también está hospedado en el hotel.

—Piso sesenta y cuatro, por favor. —Recorremos en silencio el largo trayecto. Observo al intrigante pasajero con una extraña curiosidad. Él tiene su mirada perdida a través del vidrio en el trayecto ascendente. Logro captar que porta en su mano izquierda, en el dedo medio, un anillo grande de plata con la forma de una calavera. «Vaya joya tan rara, este país está lleno de locos…», pienso, mientras sacudo el escalofrío que me causó.

Al día siguiente —deseando más horas de sueño— termino de empacar y bajo al vestíbulo, sin tiempo para desayunar. «Maquillarse es más importante que comer», diría mi madre. Me veo al espejo antes de cerrar la habitación, desconociendo a esta señora de cuatro décadas que tengo enfrente. ¿Dónde se ha ido el tiempo? Al salir del ascensor, diviso a mi grupo —ya congregados cerca de la barra de café con bocadillos— todos con maletas a reventar, aglomeradas sin orden, interrumpiendo el tránsito. Es fácil identificar latinoamericanos. Estamos siempre cerca de las regalías, somos ruidosos y viajamos con mucho más de lo que necesitamos. Sonrío con pena ajena, dudosa de acercarme, viendo alrededor como el resto de la gente esquiva incómoda el tumulto. Encuentro al catedrático que organiza el curso y me acerco para presentarme. Me saluda, besa y abraza como si nos conociéramos de toda la vida. Es mexicano que reside en Estados Unidos y para él, todo lo que huele al sur de la frontera provoca nostalgia y ternura. Me informa que ya el bus está por llegar y que debemos salir en diez minutos.

El grupo es lo más heterogéneo posible. Por el resumen que enviaron por correo electrónico de los participantes, contabilicé que procedemos de doce países diferentes, predominando los suramericanos. Veo niñas que no deben de superar los veinticinco años, señores que rebasan fácilmente los cincuenta y todo lo que se le ocurra en medio. El curso es de carácter técnico en procesamiento de proteínas, por lo que me ha sorprendido que atraiga un conjunto tan diverso de profesionales. Serán interesantes los próximos días que estaremos juntos.

Se estaciona el autobús. Todos al mismo tiempo buscan atravesar la puerta giratoria con sus maletas. Se genera un pequeño caos peatonal, ya que parecen temer que el autobús partirá sin ellos. «Tranquilos y con paciencia, muchachos. ¡No empujen que se lastimarán! ¡Para todos hay espacio!», suplica el coordinador al ver que por poco arrollan a dos señoras ajenas al grupo. Cada uno —muerto de frío— entrega su maleta al saturado conductor y aborda el autobús. Al llegar mi turno, me ubico junto a una guapa colombiana.

—Belkis Soraya, mucho gusto de conocerla —me recibe con una sonrisa de concurso de belleza.

—Igualmente. Yo me llamo Rosemary.   

—¡Rose! ¡Como en el Titanic! Gusto de conocerla, Rose —exclama mi nueva amiga, sin darme oportunidad de rectificarle que mi nombre es Rosemary. Esa broma del Titanic me ha disgustado desde el día que salió la película en el año noventa y siete.

—Chicas: ¡les presento a Rose! —grita Belkis con tono agudo, dándose la vuelta y dirigiéndose a un par de chicas en el asiento de atrás—. Rose: le presento a Patricia y Luisa. Ambas colombianas y paisas como yo, a mucha honra.

—¡Hola, Rose! —declaman al unísono —con una voz escandalosa— mis otras nuevas mejores amigas. Se dejan ir conversando de que es primer viaje que hacen a los Estados Unidos, mientras yo termino de acomodarme.

De todos los asientos del bus, me fui a sentar con las más escandalosas. Tengo edad para ser la mamá de estas tres. Pero bueno, a sacarle provecho al destino…

Durante mi niñez y juventud, siempre fui la callada del grupo. Nunca formé parte del clan popular, del centro de atención. Pero tampoco me hizo falta. Era feliz en el segundo plano. Esa clasificación social trascendió a mis años universitarios. Las parrandas y los romances eran para los demás. Mi sitio estaba en casa, estudiando y acompañando a mis padres. Por eso, creería yo, fue que me encontré al marido más aburrido del mundo, uno que se acoplara a ese microcosmos en el que yo orbitaba. Duramos juntos lo que tardó en nacer nuestro único hijo. Unos meses después, ambos civilmente interrumpimos la pantomima en la que se había convertido nuestra rutina matrimonial estéril. Él se marchó sin dramas; yo dediqué mi vida a la crianza de Emilio y Lácteos Pradera. Hubo después unos cuantos intentos de acercamiento de pretendientes, pero yo saboteaba a cualquiera desde la primera insinuación. Esa pasión en mí se apagó, o —lo  más probable— nunca existió.

Ahora, por esas cosas del destino, voy en un bus cruzando el sur de Estados Unidos, cantando a toda voz con este trío de colombianas, como nunca lo hubiera hecho en mi juventud. Media hora después de haber iniciado el viaje terrestre, habían instalado un parlante inalámbrico y un brasileño se convirtió en el DJ, combinando ritmos bailables actuales con canciones ochenteras. Fue el viaje más alegre que he realizado. Bailé en el pasillo del bus con mis nuevas amistades, riendo y gritando como si estuviéramos en un concierto. Pronto todos los demás pasajeros estaban volteados en nuestra dirección, aplaudiendo y coreando. Los varones nos sacaban en turnos para no cansarnos, decían ellos. No me reconocía a mí misma saltando y bailando con todos. Yo era el centro de la atención. Me fascinaba.

Llegamos en la noche a un pequeño hotel en la zona rural de Georgia. Sus instalaciones se habían detenido en el tiempo, cerca de mediados del siglo pasado. Las llaves eran convencionales de metal y no con banda magnética. Los teléfonos tenían marcación de disco, con tremendo auricular. No había red inalámbrica ni televisión por cable. Uno tenía que dejar la llave en el lobby si salía. Tardaron una eternidad en poder registrarnos a todos. Después de la cena, que también tardó mucho por la cantidad de gente, varios nos fuimos al bar. Tenían un grupo que tocaba música en vivo. Habían pocos clientes locales. Nuestra comitiva fue una invasión total. Los dos meseros presentes vieron como la barra y la cocina colapsaron en pocos minutos. Pero nadie tenía prisa. Comenzamos a consumir —al estilo de náufragos recién rescatados— las cervezas, luego los licores y posteriormente el tequila. Bebíamos como si no hubiera mañana. Bailamos la música country que tocaba el grupo, la mayoría sin saber la manera correcta de hacerlo. Seguía envalentonada por los tequilas y la euforia de atención que estaba recibiendo. «¡Ahora entiendo lo que se siente la popularidad que nunca tuve!», meditaba mientras veía a todos bailar a mi alrededor.

De repente lo vi en la esquina. Por poco y derramo mi trago. Jamás esperé volver a cruzar su camino. Me miraba a través del salón, penetrante, mientras daba sorbos a su copa, como esperándome. Me paralicé por un instante, invadida por mis habituales inseguridades. Pero me repetía a mí misma: «Tranquila, niña, aquí nadie sabe quién fuiste. Ahora eres Rose. Y al que no le gusta, ¡qué se aguante!». Sin recato, caminé hacia la esquina de la barra, donde se encontraba ese desconocido con el que me había cruzado en el elevador la noche anterior. Todas me aplaudían a mis espaldas. «¡Cómaselo entero, tigresa!», me vitoreaban.

—¿Me debo preocupar porque me anda siguiendo, caballero? —le dije sin preámbulos, totalmente desinhibida, con tono elevado para sobreponerme al rugir de los altoparlantes del concierto. Me asusté de mi propia mala crianza, pero no retrocedí. Él no lo esperaba. Su sorpresa fue evidente; mantuvo la compostura.

—El que está preocupado soy yo. Pero primero es lo primero. Mucho gusto, Adionir da Silva, al servicio de usted —respondió, con un coqueto acento portugués y una voz ronca como de fumador, muy cerca de mi oído.

—Tiene razón, Adionir. Mi nombre es Rose —dije tajante mientras terminaba mi trago y sonaba mi vaso en la barra, señalando al cantinero que lo volviera a llenar.

Observaba sin disimulo su cabellera teñida de canas, con grandes ojeras, sin duda causadas por muchos desvelos y abusos al cuerpo. Tenía marcadas líneas profundas en su frente y alrededor de sus ojos. Sus dientes, separados como castor y manchados de nicotina, adornaban una sonrisa muy peculiar. Poseía brazos gruesos y ásperos, que denotaban labor física cotidiana. Sus manos tenían las uñas más largas de lo debido, un poco sucias, gruesos vellos y ese anillo. Era de plata barata, grande y abultado, contenía la forma de una calavera con corona de plumas indígena. Me detuve hipnotizada mientras Adionir hablaba de algo y él lo notó al instante.

—Veo que le ha gustado mi anillo.

—Me llama la atención, nunca había visto uno tan raro y feo.

Reí a carcajadas. Creo que fui demasiado directa con alguien que venía conociendo, pero no pude contenerme. Traté de cambiar el tema, ya que no se contagió de risa como yo lo esperaba. Seguimos platicando casual, disfrutando la música y con la intriga de la novedad. De repente, lo vi sacar un frasco de su chaqueta, derramando un tipo de licor en su copa.

—¿Y qué toma, señor calavera? ¿No le gusta el licor de este bar?

—Es un licor de mi tierra, artesanal. No hay marca comercial, porque su contenido no sería legal en muchos países. Le llaman bataka.

—¿Ah sí? Me gustaría probarlo entonces —respondí mientras vaciaba lo que quedaba en mi vaso. Lo coloqué a su alcance, y él —celosamente— me sirvió dos medidas.

—Con cautela, señorita. Este trago no es para cualquiera.

Con mi ego lastimado, respondí:

—Yo no soy cualquiera, señor calavera.

Desde que lo acerqué a mi nariz, sentí repugnancia. Pero no me dejaría intimidar. En la pista mis amigas bailaban y saltaban; me hacían señales discretas de aprobación, aunque yo dudaba en lo que me estaba metiendo. Logré repetir la dosis una vez más. Luego, inventé una ida al baño para comprar tiempo y tratar de recomponerme. Al regresar, Adionir había partido. El cantinero me indicó que él canceló mi cuenta completa. Contrariada, salí al estacionamiento para ver si lograba alcanzarlo, pero no tuve suerte. No supe si estaba hospedado en el hotel o no.

Una hora después llegué a mi habitación, muy pero muy mareada. Como pude, tomé una ducha, lavé mis dientes y me instalé en una de las dos camas. Tenían un edredón para el frío, abundantes almohadas, me sentía como en las nubes. Tomé dos aspirinas con un poco de agua, buscando anticiparme al malestar de la mañana y sintonicé en mi celular una estación de música clásica, la que normalmente escucho para dormirme. Me temblaba el estómago aún por el trago que le robé a Adionir. Cerré los ojos, arrepentida de los abusos de la noche, incrédula de los extremos a los que había llegado. Escuchaba a Vivaldi hasta que caí dormida.

Corría por el campo frío, descalza. Solo tenía puesta una camiseta que llegaba hasta mis rodillas. Nada más. El suelo magullaba mis pies, pero no podía detenerme. Lo llevaba protegido entre mis brazos. Mi respiración estaba exhausta. Tropecé un par de veces, eso lastimó mis rodillas. Pero me levantaba. Tenía que esconderlo. Lograba salir del campo abierto y entraba al bosque. Habían más piedras, raíces y hojas en el suelo. La luna me alumbraba cada vez menos por la densa cubierta. Volteaba y lo veía venir al acecho, era mi Adionir. Pero su cara era una calavera y su sombrero una corona de plumas indígena. Las botas sonaban pesadas contra el suelo. Seguí tan rápido como pude, hasta que vi varios árboles que formaban el perímetro de un círculo y supe que ese era el lugar. Ingresé y me arrodillé en el centro. Recogí mi cabello y coloqué la caja dorada a mi lado. Subí la mirada y veía la luna llena en todo su esplendor, alrededor de ella las puntas de los pinos como espadas. Comencé a cavar un agujero con mis manos, tenía que esconderlo rápido. La tierra estaba compacta y mis uñas desgarraban la superficie. Sin pensar en el dolor, enterraba mis dedos y removía la capa vegetal, hasta llegar al suelo húmedo por la escasa capa de nieve. Sentía que no lograba profundidad y a lo lejos se escuchaban las botas firmes en persecución. Logré perforar un agujero apropiado y coloqué la caja de madera en él. Apresuradamente la cubrí de nuevo con tierra y hojas, tratando de desaparecer mis huellas, que delatarían el escondite. Salí de la arboleda y continué mi huida en dirección al río. Al llegar, no medí el riesgo. Me lancé de inmediato. Era tan profundo que me cubría hasta la altura del pecho. El agua estaba casi congelada. Mi cuerpo no podía moverse tan rápido como mi mente se lo ordenaba. Crucé y, consumida por el esfuerzo, me arrastré para sacar mi cuerpo del agua. Temblaba convencida de que no podría dar un paso más, que llegó el final. Me acurruqué en dirección al sonar de las botas. Vi venir al señor calavera con fuego en sus ojos. Saltó sobre el pequeño río y aterrizó con un estruendo a mi lado izquierdo. Yo no podía moverme del pánico. Me tomó del pelo, elevando mi cabeza, acercando mi oído a sus labios y murmurando con una voz ronca, diabólica, me dijo: «Esta vez has logrado escapar. Pero ya pronto volverás, Rose…».

Desperté de golpe, con un grito desgarrador. Sentí alrededor de mí, tenía almohadas y sábanas calientes. Me tomó unos segundos ubicarme. Con mi mano izquierda, fui palpando hasta encontrar la lámpara central y encendí la luz. Me contuve de gritar cuando vi la cama manchada de sangre. Mis manos estaban rojas, los puños lacerados. Las rodillas rayadas con sangre; los pies tenían heridas como de piedras que perforaron la piel. Por un momento me paralicé creyendo que seguía en el sueño, pero rápidamente comprobé que ya estaba despierta. Con mucho dolor, caminé hasta la ducha. Con agua caliente lavé mis heridas. «¿Qué diablos fue lo qué pasó?», me repetía. Vi la hora, eran las cinco de la mañana. En el invierno norteamericano, amanece mucho más tarde. Cuando se detuvo la hemorragia, volví a acostarme en la otra cama, aterrada.

No lo pensé mucho. Llamé a la aerolínea buscando un vuelo a Santiago para hoy mismo. El próximo que yo podría alcanzar salía a las dos de la tarde. Tenía que salir de este lugar. Empaqué y en una hora estaba esperando un taxi que me llevaría hasta Atlanta. Volteaba sobre mi hombro atemorizada de ver a Adionir. Usaba guantes para ocultar las heridas de mis manos. Todo el camino hasta al aeropuerto lloraba, confundida sobre lo que estaba sucediendo. En el camino le escribí un correo electrónico al coordinador, explicándole que por una emergencia familiar tuve que regresar a Chile de inmediato. Buscaba mantener mi mente ocupada para no dormirme.

Pasada la medianoche estaba llegando a mi casa. Dejé las maletas en la sala. Subí al cuarto de Emilio. Estaba dormido en su cama, abrazado de su almohada, con el televisor encendido. Me descalcé, apagué el aparato, besé su frente y le cerré la puerta. Llegué a mi habitación. Procedí a ducharme. Curé mis heridas con pomadas y me cambié a ropa de trabajo. Debía hacer lo que fuera para engañar al cuerpo de que no debía tener sueño. Me senté en una silla a un costado de la cama. Encendí todas las luces. Me aterraba dormirme y volver a soñar. De repente, en mi celular se encendió la estación de música clásica…

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