viernes, 11 de mayo de 2018

Lo que no quería olvidar

Constanza Aimola


Juana de Arco, Frida Kahlo o la Madre Teresa, era lo que quisiera ser y cada día
una persona diferente. Absorta en su mundo, Libia convive con el Alzheimer, los médicos luchan contra los síntomas y sus hijas se afectan con sus actitudes.




Se niega a vivir acompañada y cambiar de lugar de residencia, una casa pequeña y oscura de construcción suiza del siglo antepasado. Allí ha vivido los últimos cincuenta años y aunque se queja del frío, la humedad y la poca luz, dice que la sacarán de ese lugar con los pies para adelante.

Toda su vida adulta estuvo oscurecida por la sombra de esta horrible enfermedad. Durante la adolescencia de sus hijas, tenía episodios en los que se mezclaban los sueños y la realidad. Al despertar, de forma sobresaltada preguntaba por mascotas que no tenían o por familiares que habían muerto, inclusive levantó en varias ocasiones a sus hijas para ir a la universidad en la madrugada, en una ocasión dormía después del almuerzo, se incorporó y les dijo que iban a llegar tarde al examen ICFES, una prueba que en Colombia les hacen a los estudiantes de último grado de secundaria. En este momento podía parecer chistoso, estas actitudes eran comentadas en las reuniones familiares y amenizó las cenas durante años, sin saber que eran quizá los primeros síntomas, los que empezaron a ser más evidentes el día que sus sueños lograron colarse por el umbral de la realidad.
Al pasar el tiempo estos síntomas se convirtieron en una constante en su vida, se perdía con frecuencia, tenía vacíos de tiempo y espacio, la encontraron varias veces en la esquina de su casa revisando papeles viejos dentro de su monedero, facturas y listas de mercado, cuando le preguntaban qué hacía se quedaba quieta con la mirada perdida en el horizonte y duraba varios minutos para reaccionar. Pagaba con billetes de mayor denominación, se le olvidó contar y ya no reconocía los billetes, por esto inclusive fue víctima de fleteo porque era una presa fácil, cuando algunas personas se daban cuenta de lo que le sucedía se aprovechaban.
Sentía que la cabeza le daba vueltas, que el mundo se le derrumba, que se iba para adelante cuando caminaba, se mareaba fácilmente, se siente trastornada. Su familia y vecinos le decían que no era nada, que tal vez eran cosas de la edad, que tal vez tenía el azúcar o la tensión alta, que no se preocupaba, sin embargo y aunque los síntomas del alzhéimer suelen confundirse con otros tipos de enfermedades, incluso de demencias, en junta médica y después de varias evaluaciones el diagnóstico fue confirmado. Libia padecía en grado avanzado esta enfermedad y los síntomas empezaron desde la edad adulta temprana, era lo que indicaban las imágenes de los estudios con resonancia magnética en la que se veía fuertemente desgastado su encéfalo.
Es de inmediato medicada, con pastillas para la depresión, además de unos parches que controlan los síntomas, sin embargo no hay nada que prevenga que la enfermedad se detenga.
Un mañana alrededor del mediodía, se tomó un brebaje de hierbas y gotas de valeriana y se recostó a ver el noticiero. Se quedó dormida y cuando se despertó se dio cuenta que su esposo no estaba a su lado en la cama, había salido de viaje de cacería de perdices y no había regresado, era la primera vez que esto pasaba, en todos los años de matrimonio.
Llamó a su hija menor llorando y muy alterada:
Su papá no ha llegado, anoche se fue para cacería y mire la hora que es y no llega, estoy muy preocupada, creo que algo muy malo le pasó.
Mamá, ¿cómo así?, no me diga eso, ¿qué está pasando?
Más molesta aún:
¿Cómo así que qué está pasando?, que estoy preocupada, que su papá no llega y usted sabe que él no hace esas cosas. ¿Por qué me habla así?, respéteme.
Mamita, tranquilícese, se quedó dormida y tuvo una pesadilla, ¿está en la cama?, siéntese y despiértese bien.
Yo no necesito hacer eso, si no me quiere ayudar pues hasta luego.
El corazón de Fabiana estaba roto.

Mamita, mi papá está muerto.

Libia empezó a llorar en voz baja
No me diga eso, perdón, perdón es qué tal vez me confundí, olvide todo, voy a pensar, adiós. —Colgó el teléfono.
Fabiana llamó a su hermana y le contó, casi no podía hablar, esta era la evidencia de que Libia estaba iniciando una etapa fuerte de esa enfermedad que aún no era diagnosticada.
Libia tiene setenta y cuatro años, hace diez que vive sola después de que su esposo murió de cáncer y su hija menor se fue a vivir a otra ciudad. La hija mayor salió de casa muy joven y el contacto era poco. Visiblemente deprimida y perturbada, intentaba vivir día a día con los síntomas de una enfermedad desconocida y que según quienes la rodeaban era más la somatización de una enfermedad mental. Años más tarde sus familiares y amigos entendieron que era más bien la necesidad de desconocer su presente y querer repetir una y otra vez su pasado, ese que le gustaba más, el de dama elegante de sociedad, con altos peinados, ropa costosa y elaborada, joyería y una casa que parecía sacada de un cuento de hadas, en la que la porcelana y la cristalería eran las protagonistas de una vida de lujo.
Resueltas a por fin saber cuál era la enfermedad que aquejaba a su madre, las hijas de Libia la llevaron a una clínica especializada a la que fue remitida por la geriatra, una joven doctora que se ganó el corazón de Libia, quien sufría de miedo cada vez que tenía que ir al médico, quien lloraba porque los médicos eran toscos y la regañaban, encontró en esta doctora alguien que la comprendía y la ayudaba a vencer sus miedos.
Pasaron algunos días después de una evaluación que ocupó un día entero, el diagnóstico fue el que esperaban, alzhéimer, en una avanzada etapa. Desde ese momento fue abrumadora la cantidad de médicos que tuvieron que visitar, ya que además de tratar a Libia por su enfermedad primaria, los doctores tenían que prever y manejar los efectos colaterales de la fuerte medicación que recibía con el fin de disminuir los síntomas principales: mareos, dolor de cabeza, depresión, cambios de ánimo y alteraciones en el sueño.
Inyecciones en el ombligo para prevenir la osteoporosis, medicamentos para la gastritis, la tensión, el colesterol y el hipotiroidismo, la repisa del baño de Libia estaba más surtida que la farmacia de la esquina. Ese estante que se le vino encima mientras arreglaba la cortina de la ducha, una vieja tela amarillenta, descolorida y maloliente, tuvieron que cogerle puntos y aplicar una inyección para la gangrena por las heridas que le causó el viejo y oxidado escaparate.
A los diecisiete años, Libia conoció a su esposo, un inmigrante francés que vino a buscar nuevos horizontes cuando estaba pasando por una situación difícil en su país. Se conocieron en la oficina inmobiliaria de propiedad del padre de Libia, a donde este personaje fue a pagar la renta de un pequeño apartamento en el centro de la ciudad.
Libia iba a ayudar a su padre después de salir del colegio y los fines de semana, sus visitas empezaron a ser más constantes cuando se conoció con Philippe, quien era mayor que ella catorce años, aunque no se notaba mucho la diferencia porque a Libia la obligaban a usar ropa de mujer adulta, corsés fuertemente ceñidos a su cuerpo, medias veladas, tacones y vestidos elegantes. Philippe era mucho más informal, inclusive parecía algo descuidado con pantalones sucios, un saco viejo de lana, boina y un cigarro a medio consumir en la comisura de sus labios.
Philippe era un viejo duro de cazar, no quería tener compromisos y entre sus planes no estaba tener hijos, por lo que la relación avanzó muy despacio, tuvieron que pasar tres años para que la invitara a tomar un café. Para entonces Libia ya había terminado el colegio y estudiaba secretariado, al mismo tiempo que tomaba clases de cocina y de etiqueta y glamur. Se besaron en el trayecto de la cafetería a la casa de Libia, desde ese momento no dejaron de estar juntos ni un solo día.
Se casaron después de cinco años de noviazgo, tuvieron su primera hija después de nueve años y la segunda cuatro años más tarde. Muchos aspectos de su vida eran planeados delicadamente, esto permitía que lo que pasara en su vida no fuera fortuito, repentino o dejado a la suerte. Pareciera que la relación pudo ser conflictiva por su necesidad de controlar, sin embargo vivieron felices durante muchos años, nada opacaba la dicha de estar juntos, Philippe trabajaba y Libia cuidaba las niñas.
Todos los días a la misma hora Philippe se levantaba, afeitaba su espesa barba mientras tarareaba una canción francesa, se bañaba rápidamente con agua tan caliente que el humo se veía salir por encima de la puerta de la ducha. Mientras tanto Libia preparaba las loncheras de las niñas, las despertaba dulcemente, las alistaba y las llevaba al colegio.
Durante toda la mañana Libia preparaba la comida y hacía las demás labores del hogar, por la tarde recogía a las niñas en el colegio les daba los alimentos, hacían las tareas, les ponía la pijama y a las siete en punto las llevaba a la cama para que durmieran. A esa misma hora llegaba Philippe de trabajar, le servía la comida, hablaban de lo que había sucedido en el día, reían un poco y se iba a la cama. Tuvieron esta rutina con leves variaciones por veinte años, cuando la hija mayor se casó y se fue de la casa. Después de esto el mundo de Libia empezó a derrumbarse como un castillo de naipes, su otra hija se fue a viajar para estudiar en diferentes países, terminó su carrera profesional y comenzó a trabajar, Philippe murió y finalmente se quedó sola.
Se negaba a dejar las rutinas que había tenido por tanto tiempo. Seguía preparando los alimentos y los servía para su esposo en la mesa, en la que permanecía por largo rato, en silencio, con la cabeza baja y llorando sin poder detenerse.
Para sus hijas esta situación era triste y problemática, sin embargo cualquiera actitud que tenían o solución que planteaban era percibida por Libia como un ataque y falta de consideración.
El tiempo pasaba y las actitudes de Libia eran cada vez más preocupantes, aunque su hija mayor vivía cerca de ella y le dio dos hermosos nietos con el fin de darle propósito a su vida, vivía en negación y quería permanecer sola en su oscura casa.
Horrorosas situaciones empezaron a presentarse un frío y lluvioso septiembre. Salió sola a la calle, con la disculpa de que debía ir a la peluquería y comprar algunos víveres. Sombrilla en mano, gabardina, tacones altos y ropa elegante se dirigió al salón de belleza La Dama de Oro, el que finalmente nunca visitó. Se había perdido, pasaron diez horas insoportables para sus hijas y su hermana, su única familia. Nadie la había visto, se la había comido la tierra.
Fue muy triste para sus hijas tener que regresar a casa sin ella, con un montón de hojas con su foto, arrugadas, mojadas y con la tinta corrida. No podían tener ni una pista de ella y es que se negaba a usar la pulsera de identificación porque no combinaba con su estilo y era para ella un vulgar accesorio.
A las dos de la mañana, su hija menor recibió la llamada de un hospital ubicado relativamente cerca, al que acudieron de inmediato. Nadie la conocía porque estaban confundidos, pues no habían recibido la visita de Libia sino de la reina Isabel, bueno, era lo que le entendían en un lenguaje confuso, con vocabulario extraño entre español y francés.
Después de este día la salud de Libia se afectó considerablemente, su terquedad aumentaba y no quería vivir con ninguna de sus hijas o estar al cuidado de una enfermera. Un día que amaneció con ganas de resanar y pintar ella misma una humedad en el techo de su habitación, sufrió una fuerte caída y se rompió la cadera, teniéndola que someter a una dolorosa y complicada cirugía. Cada día decía cosas más incoherentes y era un personaje diferente de la historia. Empezaba a no poder reconocer a sus hijas, quienes debieron tomar la decisión de internarla en un hogar geriátrico y sanatorio mental, especializado en el tratamiento de enfermedades como la de Libia.
En ese lugar parecía enajenada, volvió la depresión severa y ya vivía en su propio mundo. La ansiedad y los sentimientos de inutilidad persistían.
Un día mientras deambulaba por los pasillos, se encontró con el rey de España, con quien inició una relación a sus ochenta y nueve años. A los enfermeros y doctores les resultaba muy inocente y linda esta relación, por lo que les patrocinaban de todo. Les organizaban cenas románticas, secundaron a Honorio con un gran evento para la declaración de su amor y pedida de mano e hicieron una gran fiesta de matrimonio.
Un año más tarde fueron encontrados muertos, acostados en una misma cama. Tenían puestos hermosos vestidos rojo con dorado y una gran corona falsa con rubíes, que habían utilizado para una dramatización en un evento de la familia organizado en el hogar de ancianos. Este es tan solo un relato de alguien que vivía su pasado más lejano y que renunciaba a su presente, así terminó la historia de quien por muchos años pudo ser la mujer que quiso, dejó perder en el tiempo lo que odiaba y pudo recordar lo que no quería olvidar.


 Ilustraciones por: Luisa Fernanda Vaca

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