Camilo Gil Ostria
Algo en ella
desconcertaba de una forma extraña. Su pelo era largo, de un dorado tan claro
que si se contaba con mucha luz parecería que en realidad era blanco. Tenía un
alma vieja –algo que me parecía increíble en una mina– no era necesario pasar
más de cinco minutos con ella para saberlo. Su mirada, esa mirada traspasaba
tus ojos –a veces eso hacía que te sientas incómodo– para llegar finalmente a
tu cerebro, donde ella te leía libremente.
Un lunes –tipo seis
de la tarde– ella tocó mi puerta. No tenía más de doce años en aquella época –yo
tenía veintidós–. Le abrí, vestido únicamente con mis boxers, medio dormido, esperando poder decirle a alguien que se
marchará para seguir con mi sueño. Solía dormir de tarde, escribir temprano en
la mañana, salir en la noche a fiestas, mi madre siempre decía que mi vida era
un desorden... aguafiestas.
La gente mencionaba
que yo era sociable, sin embargo pensaban lo contrario a la verdad, la gente me
da asco… Pero, ¡¿cómo esperan que sea amable con ellos si a veces son tan
imbéciles?!
–Mi padre murió…
–dijo ella. Me quedé congelado, nadie nunca me había enseñado cómo reaccionar
cuando alguien te dice eso, puse una cara de estúpido por unos segundos. Luego le
pedí que pase.
Le dije que me
esperara, que iba a vestirme, dijo que no, que no quería pasar ni un solo
segundo sola, que sentía que el fantasma de su padre la seguía. Era una simple
niña, se notaba en el temblor de sus labios –en una tarde tan cálida como esa–
que tenía miedo, mucho miedo. Entonces me quedé así. Se sentó a mi lado, luego
de un momento empezó a hablarme:
–Murió a las seis
de la mañana, a esa hora le doy su pastilla para el dolor, a las nueve le doy o
mejor dicho le daba una para la digestión y en el almuerzo otra para su tos.
–Su voz era suave, al hablar miraba únicamente al piso, donde mi alfombra de
tonos blanquecinos; manchada con café, quemada con cigarros, aromatizada por
vodka y quién sabe que más; reposaba–. Él ya era viejo. Era su hora de partir,
todo le dolía, siempre se quejaba de la vida, yo tenía que ir como su esclava,
de un lado a otro, preparar el café, traer el periódico, leérselo, y ¡ay de mí
si encontraba una novela que le gustaba! Me tenía leyéndosela horas hasta
terminarla.
Hizo una pausa,
levantó su mirada para mirarme a los ojos. Ya no parecía amenazadora, ahora era
como un gato, cuya pata se había roto, merecía cuidados, también los aceptaba.
Pero mostraba tener fuerza para luchar si era necesario.
–Tú le gustabas, no
sé por qué, pero siempre decía: “Ese Jeremías, siempre escribiendo, haciendo lo
que le gusta, amando el arte como Dios manda, ese hombre llegará lejos”, seguía
diciendo: “Él sería un buen esposo para ti”. Yo siempre le decía que ya no
estábamos en la época donde los padres escogían la pareja de sus hijas, le
reclamaba que debería dejar de ser tan anticuado, le recordaba que si me dejara
salir, talvez ya habría encontrado un novio.
Hizo otra pausa,
esta vez volvió su mirada a la alfombra, me avergoncé un poco del fuerte olor a
alcohol, tanto en mi departamento, como en mí mismo. Entonces me levanté, pero
no salí de la sala en la que estábamos –en la que muchas veces había caído
borracho– talvez por eso no protestó. Encendí un incienso olor a vainilla para
disimular los otros olores y prendí la única luz del cuarto. Posé mi vista en
un hermoso cuadro que había comprado años antes, era un gran cartucho rosado,
con un fondo morado casi negro, resaltaba de una manera hermosa sobre mi pared
blanca, el toque de suciedad en la misma hacía –aunque nadie me creía– que ese
pedazo de arte se luzca más. La obra; justo encima del sillón plomo en el que
Natalia se sentaba; era mi pequeño orgullo.
Entonces volví mi
mirada a la niña, me senté justo a su lado, ella se acercó más a mi cuerpo,
totalmente congelada; para estar con sus blue-jeans
y su polera negra, de manga larga; en realidad me sorprendía. Sus ojos,
rojos por tanto llorar, no dejaban de ser bellos. Al poco tiempo de estar en esa posición, ella continúo con su
relato:
–Pero quizás él
tenía razón. –Su voz era suave, casi un susurro, ella pasó en una caricia su
pequeña mano por mi pecho, hasta llegar a mi abdomen, un escalofrío recorrió mi
cuerpo y la miré sorprendido–. Lo siento, pero no creo que el fantasma de mi
padre deje de perseguirme, a menos de que seas… mi esposo.
–Nata –dije
acariciando su mejilla, intentando controlar lo que pasaba ahí, sin herir sus
sentimientos, pero al mismo tiempo sin encadenarme a una relación que era
prohibida por ley– sé que tu padre era mucho para ti, pero los fantasmas no
existen, y si existieran no creo que el de tu padre, o cualquier otro, te
persiguiera para que seamos novios –reí de la forma más real que pude, mientras
su mano se paseaba libremente por todo mi cuerpo–. Si yo fuera tu padre y
volviera del inframundo no sería para que tengas pareja, sino para que no…
¿Entiendes?
Su tono de
respuesta fue más débil que antes, su voz se quebró y tartamudeó unas cuantas
veces.
–Nnono, tú no
entinedes, no entiendes, le hihice una promemesa a mi padre.
–¿Qué promesa? –Mi
tono ya no era muy gentil, jamás creí en los fantasmas, pero no por eso quería
estar enredado en la promesa de una niña con un muerto. Mi imaginación era
bastante fuerte, las pesadillas que vendrían después de eso no parecían muy
agradables.
Su mano acariciaba
mi nuca, luego mi oreja, un suave toque en el mentón, luego por el borde de mi
cuello, hasta llegar a mi espalda.
–Le prometí… –se
interrumpió unos segundos, tomó un buen bocado de aire, el incienso se consumía
poco a poco– que me casaría contigo…
Silencio, ella
quitó su mano de mi cuerpo, mi única luz pareció parpadear –aunque talvez solo
era mi mente jugando conmigo– nadie se atrevió a agregar nada. La miré a los
ojos, ella lloraba, pero de una forma tan calmada, tan silenciosa… que si no
hubiera mirado su hermoso rostro pálido, no hubiera caído en cuenta de que
lágrimas caían por él. Odié verla así, con mi dedo índice detuve la caída de la
lágrima, luego frote su hombro, intentando calmarla.
–Natalia –volví a mi
tono relajado– eso ni siquiera es legal, eres una menor de edad.
–El matrimonio
–respondió con un tono lleno de confianza– es solo una formalidad. En la
práctica es la unión que tienen dos personas, una unión física-espiritual.
“¡¿Me estaba
pidiendo sexo?!”, fue lo primero que pensé, sin embargo no quise decir lo que pensaba
en voz alta, aunque talvez ella ya lo sabía, ella siempre sabía... Solo la miré,
intentando creer que una creatura tan inocente –pequeña y que parecía tan pura–
podría pedirme eso.
–Lo siento –dije,
alejándome un poco de ella– pero el matrimonio, sea cómo dices o en una
iglesia, se basa en el amor. Yo, lastimosamente, no te amo.
Sentí que algo se
rompía en su mirada, intentó darme la espalda. No lo logró, el sillón no era
tan grande; pero solo mostrándome un lado de su cara, dijo:
–No seas tonto… –disimuló
su tristeza con una sonrisa fingida, dio otra pausa larga para tomar aire– sé
que me amas, al menos de una forma física, y ese amor que sientes por mí se
puede volver en mucho más.
La chica era linda,
pero ¿amor? Ni en sueños.
–Sé que tienes
miedo, que deseas que me “case” contigo –giré mis ojos, luego de decir la
última frase con sarcasmo casi imperceptible– que te ame, quizás que algún día
tengamos una familia. Pero no quiero eso, como decía tu padre soy un escritor
comprometido con mi arte, necesito mi soledad, mi espacio. Una esposa no te
deja tener eso.
–Solo necesitamos
hacerlo una vez…
Sí, eso sin lugar a
dudas era hablar de relaciones coitales. La niña era una loca, o quizás sus
hormonas saltaban de un lado a otro, como cientos de boli-gomas lanzadas a un
cuarto pequeño, algún momento tendrían que dejar de rebotar.
–No –fue mi
respuesta, en un tono tan amigable que casi no creí que fuese yo el que
hablaba, con mi mano derecha acaricié, nuevamente, su hombro intentando
calmarla– no necesitamos hacerlo, tú necesitas hablar con algún especialista –quizás
un psicólogo o un psiquiatra– sobre tu padre. Yo necesito ir a una fiesta,
tomar suficiente, olvidar esta tarde.
–Por favor… –fueron
sus únicas palabras.
Me paré,
indicándole que la acompañaría a la puerta. Ella en un impulso desesperado jaló
mi ropa interior hacia abajo, dejándome completamente desnudo.
–¡Ya basta! –le
grité enojado, ella se quedó mirándome, de pies a cabeza una y otra vez, como
hipnotizada. Subí mi ropa lo más rápido que pude, pues mis instintos sexuales
empezaban a despertar. La jalé del brazo, Natalia se paró finalmente por
voluntad propia y dijo:
–La maldición de mi
padre caerá sobre ti, pues ya he hecho todo lo posible por casarme contigo. –Su
voz empezó a tartamudear de nuevo desde este punto–: Aahoora, susufre las
consecucuencias…
Natalia se marchó.
Al principio, como
cualquier ser racional, no escuché sus amenazas. Esa tarde había sido demasiado
extraña como para volver a dormir, entonces me duché y fui a un bar cercano. Yo
solía ir a discotecas, bailar con chicas lindas y llevarme una a mi casa para
tener un buen cacho, pero ese día no estaba de humor, solo quería licor. Mientras
peor era su calidad, mejor era para mí.
Entré por una puerta
de madera que simulaba las antiguas puertas de las cantinas del viejo oeste de
Estados Unidos, cuyas películas era tan famosas –especialmente las de Clint
Eastwood– y que disfruté tantas veces con un buen tarro de pipocas. Me senté en
el bar y pedí mi trago favorito, exactamente por ser muy barato en ese lugar:
–Un shot de vodka por favor. –Luego de
pensarlo un momento agregué–: Mejor que sean dos.
El encargado del
bar me miró, preguntó si había tenido un día difícil, le dije que no. No tenía
ganas de hablar con nadie, peor con un curioso que se encargaba de escuchar
historias deprimentes de borrachos todo el día. Me sirvió con rapidez, con la
misma, o incluso más, acabé con los pequeños vasos. Luego pedí dos extras. Volví
a acabar con ellos como Speedy Gonzales,
luego pedí una cerveza. Me dediqué a escuchar la música, intentando no enfocarme
en lo que pasó en la tarde. Había un fuerte olor a vómito inundando el lugar,
suerte que mis sentidos estaban confundidos, además de acostumbrados a ese tipo
de vida.
Acabé con mi
cerveza, la música era bastante antigua, un folk extraño –pero chévere– aunque
al tiempo llegó a marearme. En fin, pedí una cerveza más y fui a tomarla junto
a la puerta, donde el aire era limpio y la música casi no se escuchaba.
Para empeorar la
cosa, no podía dejar de pensar en Natalia desde que la vi por última vez, no
podía dejar de pensar en sus suaves manos pasando sobre mi pecho, en su voz, en
su dulce sonrisa, en su intento infantil –aunque excitante– de verme desnudo.
Salí, viendo las
aceras desiertas, pero en la calle pasaba un auto detrás de otro a velocidades
incomprensibles –peor en un estado como el mío–. Entonces una extraña figura,
de mi lado de la acera, empezó a acercarse, al principio no le presté mucha
atención, pues pensé que era un extraño cualquiera, pero de pronto escuche la
voz de Natalia en mi cabeza.
–Él, que ves
caminando con decisión, él, esa sombra de extraña procedencia, él, es mi padre.
Un temblor sacudió
mi cuerpo. Intenté fijar mis ojos en la figura, pero con la misma decisión con
la que venía, justo antes de que pueda verlo bien, giró hacia la derecha, y
como si fuera obra del destino los autos dejaron de pasar. Él cruzó la calle y
se marchó, jamás pude ver quién era en realidad…
Entonces volví a
entrar al bar, pedí otra cerveza. Luego pensé que era suficiente y fui a
escribir a casa. Llegué como un rayo, totalmente mareado, con ganas de
escribir, luego no recuerdo exactamente qué pasó, pero desperté a las ocho de
la mañana tirado en la sala.
Desperté y fui
directamente a vomitar, luego me recompuse un poco, serví un vaso de agua y
tomé mitad, me dirigí a mi habitación con vaso en mano –derramé un poco del
agua por culpa del dolor de cabeza–. Mi habitación; con una cama, una mesa de
noche, una silla, un basurero, un escritorio con una máquina de escribir y
muchas hojas; era mi lugar favorito.
En lugar de una
alfombra blanca, la alfombra es café, por lo que la suciedad no se nota tanto,
pero el olor a alcohol y a vómito es muy fuerte, se pega a las cosas para nunca
salir. No le di mucha importancia. Me senté, había una rima escrita en la hoja…
Te mataré,
o te amaré,
pero jamás te dejaré.
Otro escalofrío, me
paré de golpe e inmediatamente me pregunté quién había escrito eso, luego pensé
en que era una de las peores rimas que había visto en mi vida, quién la había
hecho no se debería dedicar a ser poeta. Podía haberlo escrito yo –no lo creía
posible, yo era un buen poeta– ayer en esas horas que en realidad no recordaba,
o alguien podría haber entrado a mi departamento. Lastimosamente había una
tercera opción, una en la que ni siquiera quería pensar. El padre, cuya
maldición me perseguía, lo había escrito, dejándome un mensaje de la hija.
Me di la vuelta y vi
a alguien correr por mi sala. El miedo que afloraba en mi interior se volvió terror,
terror puro y verdadero. Me levanté de mi escritorio y busqué algo para
protegerme. Escogí el cuarto equivocado, hubiera deseado estar en la cocina
llena de cuchillos, desde donde el intruso posiblemente acechaba en ese momento.
Pero en mi
habitación no había cosas útiles, usé lo que tenía a la vista, pues era mejor
que nada: Mi vaso de agua, claro que antes lo terminé.
Miré con cautela
por la puerta de mi habitación, la sala parecía vacía, pero estaba seguro de
haber visto algo moverse, entonces pensé que mis sospechas eran correctas. El
intruso estaba en la cocina, como para confirmar esto, se escuchó el estruendo
de un sartén caer.
Bien agarrado de mi
vaso y atento como si Belcebú en persona me estuviese siguiendo, di unos pasos
por la sala, justo para poder ver que la puerta de la cocina estaba abierta,
miré a través de ella y no me pareció ver nada fuera de lo normal.
Di unos pasos más
hacia la puerta, miré desde el marco de la misma y mis dudas fueron aclaradas,
no había nadie. Tampoco encontré ningún sartén en el suelo, o prueba de que
hubo un intruso en mi departamento. Talvez mi imaginación jugaba conmigo,
quizás… Pero era muy difícil para mí creer eso, porque estaba seguro que vi a
alguien moverse en mi sala. Bueno, superé todo eso y marché a hacer lo que era
importante: escribir.
Lo hice todo el
resto de la mañana, apenas escribí dos planas, bueno, en realidad escribí unas
diez, pero solo dos servían. Era alrededor de las tres de la tarde y obviamente
tenía hambre. Me levanté, salí de mi departamento, lo primero que hice fue
tomar un gran trago de aire fresco, luego me dirigí a una pensión en la que
suelo almorzar y que siempre guardan un plato para mí; eso es lo bueno de no
cambiar de pensión por ser bastante barata.
Caminé hasta el
lugar, no eran más de dos cuadras y me hizo bien, sentí como se relajaba mi
cuerpo. Entré por su única puerta de vidrio, que tenía colgado un cartel que
rezaba: “abierto”.
El lugar era más
bien sencillo, me senté en la barra donde el mesero –ese Fabián era un amor de
persona– atendía. Además de la caja desde donde se podía ver la cocina, no
había gente a mis lados, pues la mayoría se sentaban en las mesas familiares
del fondo. Un fuerte olor a carne me llamó y dije:
–Fabián, ya sé que
es el almuerzo… –hice una pausa para esperar que él se acercara– parrillada.
El muchacho, de no
más de diecinueve años, sonrió. Asintió con la cabeza, también tomó mi propia
sonrisa como una orden, pues al poco tiempo trajo un plato bien servido de
carne, arroz con queso acompañado de ensalada.
Comí con avidez,
tenía hambre. Desde el día anterior no había comido nada, típica vida de
artista. Terminé y pedí que trajeran el postre, un delicioso arroz con leche.
Lo terminé en menos tiempo del que tardaron en traérmelo, estaba tan rico que
había valido la pena. Pagué mi cuenta, me despedí de todos los que trabajaban
ahí, pues ya los conocía de memoria y sin decir nada más salí del lugar.
Esa calle era normalmente
bastante vacía, pero en esos momentos estaba bastante perturbadora, pues
parecía totalmente desierta, con una excepción...
Al frente mío: el
padre.
Lo reconocí
inmediatamente, pues él era una de esas personas que uno nunca olvida,
totalmente calvo, de rasgos finos, tez blanca como la de la hija. Sus gafas de
sol y su terno gris. Sin lugar a dudas era él. Me miró fijamente unos segundos,
dijo algo que en realidad no alcancé a escuchar y justo enfrente de mis ojos
desapareció. Fue como si el aire se lo llevara, o como si él se volviese aire y
¡bum! Ya no está. Al principio no pude creerlo, insistí que era mi imaginación,
la maldecí por ser una de escritor, deseé no tenerla e incluso me amenacé con
el suicidio, algo que jamás cumpliría. El mismo mesero que me atendió minutos
antes salió de la pensión y preguntó:
–Oye, ¿todo bien? –le
agradezco que haya hecho esa pregunta, pues me sacó de mis pensamientos, asentí
con la cabeza, le di una buena propina, me marché a casa, sin mirar a los
lados, ni siquiera miré mi camino. Solo a mis pies, pues ellos no podían ser
demonios que volvían de la muerte para que me case con sus hijas, ¿o sí?
Finalmente volví a
la poca seguridad de mi casa, como si sirviera de algo cerré todas las puertas,
ventanas, todas las posibles entradas –y salidas– para así sentirme un poco más
seguro, me desvestí, y dormí.
Como a las cuatro
de la tarde algo me despertó.
Todas las cortinas cerradas,
la penumbra inundaba mi habitación. No se podía ver absolutamente nada. Me
levanté, esta vez tomé precauciones –guardé
un cuchillo en mi mesa de noche, lo agarré con fuerza de su mango y salí de mi
cuarto– claro que antes prendí las luces. Toda mi casa, excepto mi cocina que
no tenía cortinas –y mi cuarto cuyas luces acababa de prender– estaba en completa
oscuridad, no podía ver nada en la sala. Algo tocó mi pie izquierdo. Di un
salto a causa del terror, sentí como mi corazón se agitaba un poco, forcé toda mi
capacidad visual para ver qué me había tocado. Era mi ropa del día anterior,
entonces di cuenta de mi propia estupidez, reí, luego me acerqué a la pared,
donde el interruptor de la luz de la sala y la prendí. Un sonido llamó mi
atención. Yo estaba asustado como la mierda.
No sé qué era en
realidad, se escuchaba cerca de mí, en la misma sala. De pronto una voz en mi
mente dijo:
–No temas, solo soy
tu futuro suegro… –dejé caer mi cuchillo.
Lancé un grito al
aire, sentí como el corazón se aceleraba hasta casi llegar al borde de la
explosión, pero podía ver toda la sala, y no había nadie.
Entonces una figura
de un hombre –o de “mi futuro suegro”– se materializó enfrente de mí a pocos
centímetros de mi cara, sonriendo de oreja a oreja como un desquiciado. Mi
corazón, a punto de estallar, se sentía fuertemente en mis oídos, como una
puerta siendo tocada con fuerza.
Toc-toc, toc-toc, toc-toc, toc-toc…
A velocidades
impresionantes, el espíritu que se había formado estiró su mano; esa mano de
dedos blancos y afilados, con uñas largas que parecía que en cualquier momento
te sacaría un ojo; a punto de tocarme, yo lo miraba impresionado, no podía
moverme, el miedo era mi perdición, entonces me di cuenta que en realidad
alguien tocaba la puerta de mi apartamento.
Toc-toc.
–¡Ábreme! –gritó
Natalia, el espectro desapareció, todo fue un poco más claro para mí, entonces
reí de mis imaginaciones absurdas y marché a abrir la puerta.
Cuando abrí, el
susto seguía en mí, entonces vi a Natalia, con sus típicos blue-jeans y una polera, de mangas cortas, blanca. Se acercó un
poco a mí y por su baja estatura me obligó a agachar mi mirada. Yo admiraba sus
bellos ojos, ella los míos.
Con su decisión
típica preguntó:
–¿Ya tienes
suficiente de la maldición? –sonrió un poco– ¿o quieres más?
La agarré de la
mano, cerré la puerta, la llevé a mi habitación. Ahí, nos casamos. Luego de
casarnos por primera vez le pregunté, mientras fumaba un cigarrillo:
–¿Te gustó casarte
conmigo? –en su desnudez ella respondió que sí, mientras apoyaba su cabeza en
mi pecho. Luego agregó:
–Ahora estaremos
juntos hasta que la muerte nos separe. –Al principio un escalofrío amenazó con
hacerme retumbar, pero lo controlé. Le di un beso en la frente. Superé su frase.
Y nos casamos una,
dos, tres… muchas veces más ese día.
Camilo, este entretenido relato es del 2015; me pregunto si, desde ese tiempo a la fecha, habrás realizado correcciones de estilo al mismo, de ser así sería estupendo que lo publicaras de nuevo.
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