Teresa Kohrs
Estoy bajo el agua buscando
desesperadamente algo. El sol ilumina el fondo de la piscina. Algunos rayos de
colores muestran un camino donde por fin lo veo… es un niño pequeño, de dos o
tres años, su cabellera es tan negra que parece brillar, tiene las piernas y
brazos delgados, su piel es casi transparente. Nado con fuerza, el aire se me
acaba. Siento que voy a perder el sentido pero sé que tengo que llegar a él,
tomarlo entre mis brazos y salvarlo. Con esfuerzo me acerco lo suficiente. Mis movimientos
afectan el agua haciendo que el cuerpecito del niño se gire hacia mí. Unos
grandes ojos de color verde muy claro, abiertos de par en par, me reciben. El
susto que esto me provoca hace que pierda el control provocando una ingesta de agua
que llena mis pulmones. Despierto con un grito de angustia. El corazón me retumba
a un ritmo alarmante. Salto de la cama dando pasos temblorosos hacia la puerta.
Mis manos no responden. Finalmente logro girar la manija. Un destello de luz me
ciega y el olor a desinfectante irrita mi garganta. Tosiendo me recargo en la
rugosa pared que lastima la piel, esperando a que mi vista se acostumbre. Con
una mano en el pecho y pies descalzos comienzo a caminar. El eco de mis pisadas
es lo único que se escucha. Cuando llego a la estación de enfermeras doy media
vuelta, sigo andando pasando frente a mi recamara hasta la salida de
emergencia, una y otra vez, tranquilizando mi respiración, regresando mi ritmo
cardiaco a la normalidad.
No siempre despierto
igual. La pesadilla se repite aleatoriamente, aparentemente sin causa alguna. Algo
me dice que es parte del mal que me tiene encerrada en este lugar, aunque el
recuerdo es lejano. Durante noches como esta me siento cercana a la muerte. Estoy
convencida de que en la siguiente ocasión mi corazón finalmente se detendrá.
Cada vez que sucede me pregunto lo mismo. ¿Quién es ese niño? ¿Por qué siento
esa urgencia de salvarlo? ¿Por qué es que nunca llego a tiempo?
El doctor Reyes, psiquiatra
encargado de mi caso, tenía sus teorías. Con su templada voz y aire de
superioridad se remonta a mi niñez, el abandono de mi madre, el inusual trabajo
de mi padre, las varias y diferentes madrastras, etc. Sobre todo, ese momento
en el que la vida fue tan complicada que decidí, a los catorce años, terminar
con ella. Cuando esto sucedió, mi padre al que jamás veía, no tuvo más remedio
que ponerme un poco de atención. Al igual que cuando mi madre nos abandonó, no
supo qué hacer. Su mujer en turno decidió por él, quitarse de encima a la hija,
la joven cacariza de cabello despeinado y ojos apagados. Ella personalmente
empacó algunas cosas en una maleta y manejó por varias horas para depositarla
en un sanatorio.
A mí aparentemente me
daba igual, yo sólo quería morirme. En ese lugar casi lo consigo. Las medicinas
que me dieron desde el primer día lograron que volara, que olvidara todo, mis
miedos, angustias y sobre todo los sueños. Dormía profundamente a veces por
días enteros. En mis tiempos lúcidos, lo único que hacía era escuchar la
monótona voz del doctor Reyes, comer un poco, y sentarme en la banca del jardín
permaneciendo inmóvil por horas.
El tiempo se pasaba
entre murmullos de enfermeras, gritos de otros pacientes y la vibración
producida por los focos de luz blanca. Siete años desfilaron en esa incolora
existencia, aparentando estabilidad. Todo cambió con la aparición del doctor Roberto
Duarte, que aunque le llamaban así, en realidad no era médico, sino terapeuta. Llegó
con tanta energía que su sola presencia lograba generar nerviosismo entre los
miembros del personal y los pacientes.
La primera vez que lo
vi fue en el jardín mientras, sentada en esa misma banca bajo la sombra de un gran
árbol, observaba los patos nadar en el lago de un lado al otro. Perdida entre
la niebla de las medicinas, escuché un comentario. Entre sueños me giré para
verlo, bata blanca, cara, cuerpo, y así de fácil se borró de mi memoria. Días
después, una tarde, durante la hora de sesión con el hipnótico doctor Reyes, mi
vida cambió.
Sentada en un incómodo
sillón azul claro dentro del pequeño consultorio de paredes blancas y cuadros
baratos, noté al aspirar el característico olor a cloro que la bruma en mi
mente parecía estar algo disipada. Esa sensación de ansiedad a la altura de mi
vientre hacía su primera aparición en mucho tiempo. De pronto necesité aire. Busqué
una ventana, pero sólo encontré una rejilla de ventilación cerca del techo. Me
aferré a esa pequeña entrada de oxígeno observando desesperadamente algún
indicio de su funcionamiento. Secando el sudor de mis manos en la túnica de
algodón blanco que todos los residentes teníamos que usar, me sobresalté al
escuchar un clic de la puerta.
Tardé un poco en
registrar el cambio, pues en lugar del doctor Reyes, estaba frente a mi otra
persona. Con ese pequeño despertar en mi estado mental, no pude evitar mostrar sorpresa.
Tampoco logré disimular el recorrido de mis ojos por cada detalle del intruso,
al tiempo que respiraba boquiabierta. El tipo era alto, delgado, con una enérgica
presencia, de piel blanca, casi transparente, pelo negro y ojos de un color
claro, grises o verdes, que sostenía sin parpadear sobre mí. Entre sus manos llevaba
unos papeles que yo sabía eran mi expediente.
En vez de sentarse
detrás del antiguo escritorio de madera, como era la costumbre del doctor
Reyes, este hombre al que llamaban doctor se paró frente a mí y dejó los
papeles sobre la mesa. Reclinándose observó mi rostro. Estaba tan cerca que
pude percibir en su aliento un fresco aroma a menta. Su mirada aumentó mi
agitación. Pánico como el que nunca había sentido, ni siquiera durante mis
pesadillas, se apoderó de mí y me dejó paralizada. La única parte de mi cuerpo
que se movían eran las manos que se aferraron al borde del sillón, mostrándose
blancas por la presión. Permanecí quieta, en tensión, respirando con dificultad,
escuchando tambores en mis oídos, hasta que el joven doctor tuvo a bien
alejarse y poner distancia entre nosotros. Se recargó casualmente sobre el escritorio.
—No
tengas miedo Elisa —le
escuché decir con una voz áspera que no imaginé—
me gusta verte reaccionar. Como podrás notar hemos reducido la dosis de tus
medicamentos. Es importante que estés consciente durante nuestras sesiones, de
otra manera no podría ayudarte.
Con una expresión
velada de satisfacción se dio la vuelta, finalmente sentándose donde debería,
detrás del maldito escritorio, cuya silla rechinó produciendo un sonido
irritante.
—Ahora
sí —dijo suavemente
mientras tomaba los papeles de la mesa y abría el fólder que los contenía—. ¿De qué quieres que
hablemos?
Pasado el peligro, un
sentimiento de furia se alojó entre mis dientes. Las palabras que no permití
salir se restregaron en ellos haciéndolos rechinar. ¿Quién se cree este…
doctor, o lo que sea? ¿Con qué derecho se burla de una enferma? Apretando mis
labios en una línea recta, crucé los brazos sobre el pecho atrapando la larga
trenza color miel con la que sujetaba mi cabello. El doctor Reyes, ante una
respuesta como esa, me hubiera dejado ir, o quizá hubiera hablado y hablado y
luego me hubiera dejador ir. Pero no… este exasperante individuo abrió la boca
para expresar lo que nadie se había atrevido a decirme.
—Veo
que estás haciendo un berrinche —dijo
ladeando su boca en una mueca, mostrando un pequeño hoyuelo que apareció en su
mejilla, logrando que se viera aún más joven—
pero me temo mi querida, que eso es algo que no puedo permitir.
Más enojada todavía, apreté
mis brazos fuertemente sobre el pecho, bajé la vista al brillante piso amarillento
y comencé a golpearlo con la punta del pie.
—Aquí
dice que fuiste internada por un intento de suicidio hace siete años… píldoras —levantando la mirada
suavizó su tono áspero, a uno que percibí como una lija sobre la piel, como un
masaje con arena—
tu madre te abandonó a los ocho años, pero me temo que a esa edad sus palabras
de odio y sufrimiento ya te habían lastimado… es probable que esas píldoras
nocivas que te tragaste representen esas mismas palabras tóxicas con las que
ella llenó tu corta vida.
En ese instante algo se
rompió dentro de mí, fue un sonido alto y claro, como una rama partiéndose en
dos. Mi visión se nubló y sentí nausea. No pude evitar levantarme del asiento
bruscamente caminando hacia él. Fue un movimiento instintivo. Por un segundo tuve
una visión en la que mordía su cuello como un animal rabioso. El reaccionó rápidamente
dándole la vuelta al famoso escritorio y me encontró a medio camino abrazándome
con firmeza. No era un acto amoroso, ni tampoco algo sexual, sino más bien se
sentía como si me estuviera aferrando a un salvavidas, seguro como un pilar en el
que me podía sostener y recargar sabiendo que no se caería por más que empujara.
Apoyé mi oído en su corazón. Aspiré su aroma a jabón y menta, colgándome
desesperadamente de su fortaleza. Cuando me di cuenta de mis acciones, lo solté
tan rápido que perdí el equilibrio. Casi termino en el suelo. Escrutando su
mirada comprendí que el momento del cambio estaba cerca y que este hombre no
permitiría que diera un paso atrás, ni tampoco dudaría en cacharme durante una
caída. Caminé hacia la puerta tambaleándome, resistiendo el impulso de mirar
atrás. Él no me detuvo.
Durante las primeras
sesiones la resistencia a salir del caparazón era tanta, que se me atoraba la
quijada y no podía articular palabra. Me abrazaba a mí misma hecha un ovillo
sobre el sillón azul. Lo único que quería eran mis pastillas y dormir. Necesitaba
regresar a ese lugar seguro en el que viví por siete años, sin dolor,
indiferente a la soledad y el rechazo.
Más adelante, cuando
lograba tocar algún sentimiento, sollozaba sin parar. A veces en silencio, como
un perrito asustado, pero otras, lloraba gritando como un engendro del mal. En
esas ocasiones terminaba tan drenada que tenían que llevarme en silla de ruedas
a mi cuarto para luego dejarme dormir un día entero.
Poco a poco el dolor se
fue convirtiendo en enojo. Cuando este aparecía, el doctor Duarte colocaba un
gran cojín frente a mí. Lo golpeaba una y otra vez, con tanta furia que una ocasión
llegué a romperlo. Borlas de algodón de todos los tamaños volaron llenando el
pequeño consultorio, cubriéndome de blanco. La escena fue tan surrealista que
pasé del enojo a la risa.
Semanas después las terapias
tomaron otro tono. Sin darme cuenta mi autoestima comenzó a mejorar. Esta nueva
seguridad me permitía salir de aquel cuarto con ganas de ahorcar al doctor,
dando un portazo.
Finalmente, después de casi
un año, sentí la valentía y confianza de abrirme con él. No siempre fue fácil,
pero a través del tiempo, logramos un vaivén cómodo que me permitía avanzar en
el conocimiento de mí misma.
En una de tantas me
mostró un papel que sacó de mi expediente.
—Esto
lo hallaron a un lado de tu cama, aquel día que tomaste las pastillas, estaba traspapelado y llamó mi atención… léelo —me dijo, con esa suave
gravedad en su tono.
Yo lo tomé con firmeza,
pues no recordaba de qué se trataba. Con la voz baja que siempre me caracterizó
comencé a leer.
“Me
muestro al mundo con la coraza lastimada,
como
un escudo que ha sido golpeado varias veces en combate.”
No pude seguir,
la voz se me atoró en la garganta. Cerré los ojos apretándolos, buscando esa
fuerza interior recién descubierta. Regresé la mirada al papel. La coraza se
refería a mi piel. A esa edad tenía la cara tan lastimada por los brotes de
acné que a veces se veía desfigurada. Odiaba verme al espejo. Constantemente
sufría de dolor en los lugares donde los brotes estaban más enterrados. Me
encerraba en mi cuarto por horas y evitaba contacto con los demás. Me dolía ver
sus expresiones de rechazo al verme. Mis manos comenzaron a temblar. Inhalando
continué leyendo en un tono de voz tan bajo que no sé si él alcanzaba a oírme.
“Ha soportado embates, empujones y caídas.
La fuerte coraza todo lo puede, se magulla, se desfigura, pero nunca cede.
Como una buena armadura protege al
corazón, repele toda amenaza y avanza con cautela.
Pobre corazón, muestra su cara golpeada,
y cree que así nadie la querrá acariciar.
Lloro por ti… mi pobre corazón.”
Levanté los ojos, dos
grandes lágrimas rodaron por mis mejillas. Temblando ligeramente le devolví el
papel. Exhalando, descompuesto como nunca, lo colocó con cuidado sobre el
escritorio. Cuando regresó su mirada me aferré a ella. No recordaba haber
escrito esas palabras, pero mucho de lo sucedido en esa época estaba tan
escondido en mi mente que no era una sorpresa.
Un escalofrío me
removió. Sentí como si algo muy pesado cayera de mis hombros al piso, como si instantáneamente
me hubiera convertido en un ser etéreo, viviendo una novedosa sensación de
ligereza y libertad. La alegría que me asaltó fue tal que en dos pasos estaba
abrazando a ese hombre, el pilar que me dio este regalo, pues en unos minutos demostró
que yo ya no era aquella niña y que la coraza no existía más.
Al reducir las dosis de
mis medicamentos, los sueños regresaron con fuerza. Estos fueron los que finalmente
ahuyentaron a mi madre, quien además de ser infeliz en su relación con mi padre,
que le era constantemente infiel, me tenía miedo. Algo dentro de los sueños la
asustaba, pero yo era tan pequeña que no me daba cuenta. Cada día, me acercaba
a contárselos. Cuando tuve edad para comprender, supe que habían sido estos los
causantes de que nos abandonara. Por supuesto, me culpé a mí misma.
Después de su partida, comenzó
el desfile de mujeres en la casa, pero yo aprendí la lección. Jamás hablaba de
mis sueños. En el colegio se burlaban de mí porque casi siempre me presentaba
despeinada y sucia. A mi padre no le importaba mi apariencia, a sus mujeres
menos. Yo lo intentaba, pero en ocasiones no encontraba uniforme limpio, o un
par de calcetines que fueran iguales. Al principio lloraba todos los días, pues
quería tener amigos, después, era yo la que no permitía que nadie se me
acercara. Así lo prefería, hasta aquel día en el que mi aspecto y la soledad
profunda en la que vivía me llevaron al límite. Fue cuando pasó lo que pasó.
Pasaron varias semanas
antes de animarme a confiarle al doctor Duarte sobre mis sueños. El me sugirió
anotarlos. Al principio el miedo me hizo rechazar la propuesta, pero finalmente
accedí. Me di cuenta que los sueños, una vez escritos, no podían hacerme daño,
sino al contrario, se volvían tangibles, tanto que hasta podía llegar a
controlarlos.
—¿Sabes
que hay un nombre que define a los estudiosos de gente como tú? —me dijo un día Roberto,
mi doctor y amigo— se
llama parapsicología.
Al ver que yo
simplemente encogía los hombros continuó su explicación con esa voz que me
anclaba.
—Se
le considera una pseudociencia, pues los científicos no la reconocen como tal,
pero a partir de tu caso —me
dijo con una media sonrisa, tocando con su dedo mi nariz— he leído algo al
respecto.
De pronto se puso
serio, se detuvo. Tomándome de los brazos me giró para quedar de frente. La vulnerabilidad
de su expresión encendió alarmas en mi mente. El recuerdo del dolor causado por
el rechazo de mi madre quiso aparecer, sin embargo logré mantenerlo bajo
control.
—Uno
de tus sueños, el del niño que no logras rescatar…
No dije nada, sólo asentí,
poniendo toda mi atención pues por un instante, parecía que yo era la terapeuta
y él mi paciente.
Exhalando, se pasó los
dedos entre el pelo dejándolo parado en ciertos puntos, ademán que no le conocía
pero que expresaba una cierta agitación. Colocó sus manos en la cadera y un
poco encorvado me confesó —desde
la primera vez que lo escuché sentí una gran inquietud… me parece que ese niño…
soy yo.
Me quedé petrificada,
como perdida en el limbo. Recorrí con la mirada cada centímetro cuadrado de su
rostro, concentrada, frunciendo el entrecejo. Aquella imagen del niño apareció
en mi mente. La comparación con el hombre parado frente a mí fue inevitable. Su
cabello similar, más no idéntico. La misma forma de cara. Los labios carnosos aunque
diferentes, pero fueron esos ojos, tanto el color como su profunda expresión,
los que lo delataron.
Cuando lo reconocí, una
sombra pasó brevemente por su rostro antes de bajar la vista. Por unos segundos
estudió la forma de su zapato ocultando una intensa emoción. Después, como
tomando valor volvió a subirla al tiempo que yo tapaba mi boca abriendo
desmesuradamente mis ojos marrones.
—Eres
tú —le confirmé con un hilo
de voz al tiempo que destapaba mi boca—
eres tú —repetí sonriendo con un
rubor poco característico en mis pálidas mejillas que ahora sólo dejaban ver
alguna que otra cicatriz.
—Ven,
acompáñame —me
dijo mientras tomaba mi mano colocándola en su antebrazo. Seguimos caminando juntos
bajo el sol del hermoso jardín que rodeaba el sanatorio. Paseando uno a lado
del otro, me contó su historia.
Antes de su nacimiento,
su hermano Alejandro de tres años de edad, murió ahogado en una alberca. La
similitud con mi sueño fue imposible de ignorar. No quiso decirme nada hasta
saber si en verdad existía una relación. Decidió investigar acercándose a uno
de sus mentores quien lo llevó a ver a un especialista. Después de algún tiempo
de trabajo terapéutico, Roberto pudo visualizar el papel que él desempeñaba
dentro de su sistema familiar.
Cuando él nació, después
de aquella tragedia, sus padres y hermanos mayores lo aceptaron inconscientemente
como el familiar que perdieron. Roberto era físicamente igual a su hermano
fallecido y emocionalmente los vino a salvar del dolor de la pérdida. Hasta ese
día había estado viviendo en el lugar de su hermano. Entre otras cosas, esto
repercutió en su vida impidiéndole formar una relación de pareja estable.
Explicó que, con ese
sueño en particular, se demostraba el gran alcance que tenía mi don. Las
imágenes que le compartí hablaban claramente del ahogo que él sufría sin ser
consciente de ello. Tan sólo con sacarlo a la luz, Roberto pudo darse cuenta y
retomar el control de su vida.
Me dijo que mi madre no
alcanzó a entender la bendición que mis palabras representaban, percibiéndolas como
algo maligno. Por primera vez en mi vida me sentí apreciada y pude voltear a
ver mis sueños desde otra perspectiva.
Roberto terminó por
expresarme abiertamente su agradecimiento tomando cálidamente mis mejillas, besando
una de ellas. Nuevamente terminamos abrazados. La cercanía que compartimos en
esos minutos iba más allá de una simple amistad.
Tiempo después obtuve
el valor necesario para salir del sanatorio e intentar una vida normal. De
alguna forma logré establecer una precaria relación con mi padre, el cual me
ayudó con mis estudios hasta que tuve la posibilidad de mantenerme por mí
misma.
Fue difícil dejar a Roberto.
Lo que sentía por él era muy profundo, pero no estaba claro de qué tanto era
debido a nuestra relación terapeuta-paciente y qué tanto era verdadero. Su
apoyo y amistad fueron determinantes en mi recuperación. Quería estar convencida
de poder caminar por mí misma. Roberto confesó sentirse triste por nuestra
separación pero sabía que así debía ser.
Casi tres años más
tarde, nos rencontramos en un café en el centro de la ciudad. En esa época yo trabajaba
desde casa en la traducción de textos. Aunque ahora me creía con mayor
autoestima, era consciente que nunca sería una persona sociable, por lo que
este tipo de proyectos eran ideales para mí. Había cambiado, no sólo
emocionalmente sino también físicamente. Ahora llevaba mi cabello suelto,
peinado en ondas que caían hasta los hombros. Las cejas delineadas resaltaban lo
largo de mis pestañas, y aplicando un poco de maquillaje la piel de mi rostro
se veía saludable. Otros hombres se fijaron en mí, algunos me invitaron a
salir, pero con ninguno me sentí segura. Roberto, mayor que yo por diez años,
ahora parecía más centrado. Esas pequeñas arrugas alrededor de sus ojos acentuaban
esa cualidad. Ya no trabajaba en el sanatorio, ahora daba clases en la
universidad.
—El
tratar diariamente con pacientes puede ser muy desgastante —comentó con esa media
sonrisa que tanto me gustaba.
Ninguno de los dos
teníamos pareja. Ese vínculo que siempre estaba presente entre nosotros continuaba
existiendo, fuerte y luminoso. Siguiendo esa intuición que poco a poco se había
convertido en una amiga, me permití salir con él para conocerlo en un contexto
completamente diferente, sabiendo que sólo el tiempo tendría la última palabra.
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