viernes, 26 de junio de 2015

Rubí y las Torres Gemelas

Bérnal Blanco


ERA EL AÑO 2001 y Rubí se encontraba asignada al departamento de bomberos de Brooklyn, el distrito más poblado de Nueva York. Para entonces mi amiga acumulaba mucha experiencia debido a la cantidad de aventuras vividas.

Ella había sido parte de un grupo de cinco máquinas extintoras ensambladas once años atrás en otra ciudad de los Estados Unidos llamada Detroit. Las cinco estaban nuevecitas cuando fueron vendidas a departamentos de bombero de distintos países. Rubí fue la única que se quedó en su país, trabajando para la ciudad de Brooklyn.

Su maquinista, un bombero joven que apenas daba sus primeros pasos en el mundo del fuego, resultó ser intrépido y muy valiente. Se llamaba Christopher, hijo de una familia cubana que había migrado a los Estados Unidos cuando él era adolescente. Chris, como le decían sus amigos, había nacido en La Habana, hablaba una mezcla de inglés con español, era alto y musculoso.

La mañana en la que él conoció a Rubí quedó como enamorado de aquella unidad extintora tan moderna. El cubano aprovechaba toda oportunidad para demostrarle a sus jefes que era capaz de encargarse de ella. Trabajó mucho con ese propósito hasta conseguirlo.

Fue así como ambos empezaron a vivir grandes aventuras. Por supuesto que otros bomberos debían conducir el camión cuando Chris estaba ausente o descansando. Sin embargo él era el responsable de que no le faltara nada, de cuidar que todos sus sistemas funcionaran bien y que estuviese muy limpia. Como sabemos, si hay algo que caracterice a los bomberos es su disciplina por mantener la limpieza de los camiones. Rubí se veía impecable siempre en su sitio dentro de la estación. 

Chris hacía muy bien su trabajo y Rubí la pasaba de maravilla. Cuando había tono de emergencia, él la conducía a gran velocidad por las calles de Nueva York. Todo el mundo tenía que hacerse a un lado y darles paso mientras se dirigían a cumplir su labor. 

La gente cree que lo único que hace un bombero es apagar fuego pero ellos hacen muchas otras cosas, como por ejemplo rescatar personas atrapadas dentro de sus autos después de accidentes de tránsito, o que han caído en pozos profundos, o que se encuentran en peligro a grandes alturas. También atienden a los animales que han ido a parar adonde no deben. Rubí, Chris y sus compañeros habían atendido esos y muchos otros tipos de emergencias por años y gracias a la experiencia conformaban un escuadrón ejemplar.

Rubí aprendió a ser muy valiente al lado de su maquinista, pero también precavida y cuidadosa. Conoció además que la solidaridad de los miembros del equipo es la mayor fortaleza de un escuadrón de bomberos. Gracias a esas cualidades, a pesar de vivir constantemente en riesgo, nunca nadie salió lastimado. 

En el 2001, el bombero de Brooklyn había cumplido treinta y cuatro años. Él, ni nadie en el mundo, podía imaginar la catástrofe que la vida le tenía preparada la mañana del once de septiembre de aquel año. 

§

ESA MAÑANA DE martes, a las 8:30, CHRIS y dos de sus compañeros se encontraban atendiendo una emergencia menor en una tienda de mascotas en el centro de Brooklyn. Los dueños habían liberado a todos los animales por temor a que murieran en sus jaulas, quemados por el fuego. Así que además de apagar las pocas llamas producidas, los bomberos procuraban atrapar a los animales que huían por el vecindario.

No sabían que mientras tanto, a las 8:46, un avión acababa de estrellarse contra uno de los edificios de lo que todos conocían como el Centro de Negocios Internacional. Allí habían dos rascacielos altísimos, uno al lado del otro… y se llamaban las Torres Gemelas. Mientras corrían detrás de los animales, los tres bomberos recibieron la orden de trasladarse inmediatamente al centro de negocios. Subieron al camión, abrocharon sus cinturones y partieron a toda velocidad. La sirena de Rubí, a máxima potencia, lastimaba los tímpanos de los peatones e indicaba a los conductores cercanos que debían hacerse a un lado.

Rápidamente llegaron al famoso puente de Brooklyn desde donde observaron lo que sucedía. Solo unos minutos antes, justo a las 9:02, otro avión había chocado contra la segunda torre y el caos reinaba en la ciudad. Nadie sabía explicarse aquella tragedia. Nueva York parecía una gran fábrica y las torres simulaban ser sus enormes chimeneas: dos columnas de humo gigantescas se dibujaban contra el azul del cielo. 

Con mucha dificultad lograron hacerse paso entre los autos que viajaban despacio y los que se habían detenido a observar. Los casi dos kilómetros del puente resultaron interminables para los bomberos quienes, finalmente, lograron esquivar el tráfico y continuar. A las 9:20 estacionaron a Rubí a una cuadra de la que llamaban la torre norte. El caos les impidió acercarse más. Bajaron de la cabina, tomaron radios, linternas y cuerdas y corrieron hasta la base del edificio. Los jefes de los bomberos y de la policía se encontraban allí ayudando a evacuar a la gente que salía, pero también dando instrucciones a quienes como Chris llegaban a recibir órdenes.

A los compañeros de Chris se les ordenó entrar al edificio norte con la misión de ayudar a evacuarlo junto a más de ciento cincuenta bomberos que habían llegado antes. Debían subir por las escaleras y guiar a la mayor cantidad de gente hacia la salida. 

A Chris, como maquinista, se le ordenó traer del camión todas las cuerdas y linternas que allí hubiese. Posteriormente debía permanecer junto a Rubí, preparado en caso de  tener que utilizarla. Sin embargo los incendios de las torres estaban a tal altura que resultaba imposible tratar de apagarlos desde tierra.

Él obedeció las órdenes, pero hubiese preferido que se le enviara adentro, al edificio. Instaló su tanque de aire y guindó su mascarilla del hombro. Por el intercomunicador se mantenía informado del avance de sus compañeros y de la gran confusión que vivían: miles de personas bajando por las escaleras provocaban que el trabajo de los bomberos resultara muy complicado; el humo oscurecía todo y habían muchos escombros; los ascensores no funcionaban.

De pie, a un lado de Rubí, contemplando las grandes columnas de humo, Chris veía a la gente salir del edificio, venir hacia él y luego perderse calles atrás, como quien en una pesadilla corre y corre escapando de un ser invisible que está a punto de alcanzarle. Los rostros reflejaban horror y desesperación. Una mezcla de polvo y lágrimas hacía pensar que sus caras habían sido salpicadas de lodo.

Desesperado por querer ayudar ante la desorientación de las personas, optó por ir a su encuentro para alejarlas del peligro. De esa manera fue y vino una, dos… y muchas veces más, ayudando sobre todo a personas de mayor edad que caían exhaustas en su carrera por alejarse del caos que se vivía y que tropezaban con los escombros de avión y de las estructuras que habían caído por todas partes. 

Mientras se ocupaba de esa actividad transcurrió media hora. Y entonces, a las 9:59, ocurrió lo que nadie imaginaba que podía suceder. La torre sur, como si fuese una gran montaña de paletas de helado, se desmoronaba frente a la incredulidad del mundo entero. En solo segundos, el piso más alto colapsó contra el de abajo y estos dos juntos cayeron sobre el siguiente y así sucesivamente todos los pisos se desintegraron. Una nube inmensa de polvo se esparció por cuadras enteras, cubriendo todo de oscuridad. El otro gigante, la torre norte, había absorbido la lluvia de piedras, cristales y cuanta cosa cortante puede salir disparada de un edificio que se demuele y gracias a ello Chris, Rubí y la gente a su alrededor lograron sobrevivir.

En medio de la oscuridad el bombero cayó de rodillas. Colocó la mascarilla en su cara, la ajustó lo mejor que pudo y abrió la salida de aire del tanque. Aspiró profundo dos grandes bocanadas. Sintiéndose recuperado se levantó y, a tientas, trató de continuar su tarea. Minutos después el polvo empezó a disiparse y una visibilidad tenue volvió: de la torre aún en pie continuaba el descenso de cientos de personas que al salir descubrían una ciudad que en instantes se había pintado de gris.

Sin detenerse un instante, continuó su trabajo con gran intensidad. A las 10:28, mientras guiaba a un grupo de personas y pasaba frente a Rubí, sucedió lo que temía: la torre norte también colapsaba. Observó cómo los pisos más altos se desplomaban en medio de otra nube que venía cayendo. Volvió la vista a su querido camión, como despidiéndose… y echó a correr con todas sus fuerzas. Segundos después sintió el huracán de polvo envolviéndolo. Por su mente pasaron recuerdos de su esposa y de su hijo pequeño y sin detener su carrera pensó que aquél sería el final. Luego fue la lluvia de piedras y escombros la que ametralló su espalda. Los golpes lo empujaron al suelo cayendo pesadamente… perdiendo el conocimiento. 

La siguiente imagen que vive en su recuerdo es la de una sala fría de hospital, llena de enfermeros, atendiéndole.

§

CHRIS SORBIÓ SU café; se le veía triste. El bombero había llegado a Litoral, un mes atrás, trayendo a Rubí en un barco. Ahora se encontraba impartiendo capacitaciones a papá y a sus compañeros. Con acento cubano mezclado con inglés, trató de continuar la historia.

—Peldí a mis amigos ese día. Fue muy fuelte. ¡No e fácil brother! —dijo, rascando su cabello corto.

—Paremos aquí. Sabemos lo duro que te resulta recordar. ¿Por qué mejor no hablamos de otra cosa? —sugirió papá.

—No. ¡Hay que echar pa’lante! Tengo que contal cómo telmina todo, polque Abril ha estado muy atenta a lo que decimo. ¿Veldá princess?

—¡Ajá! —Fue lo único que atiné a responder, preocupada por verlo mal. 

Pero era cierto: yo no había perdido detalle y además me interesaba mucho conocer todo acerca de Rubí y de dónde venía.

—¿Por qué no vamos al corredor? Allí está más fresco —sugirió mamá.

—¡Vamo pa’llá! —dijo la voz grave del cubano, un poco más animado.

Los mayores, llevando su taza de café con ellos, se sentaron en la banca del corredor y yo subí a la hamaca donde me gusta mecerme por las tardes. Corría una brisa apenas perceptible y una luna llena enorme me saludó al recostarme.

Chris continuó su historia. Nos contó que días después del caos otros bomberos identificaron a Rubí y llamaron a la estación de Brooklyn para que fueran a recogerla. Ella, al igual que su maquinista, había sido atacada por gran cantidad de piedras y escombros y se le habían hecho muchos rayones y abolladuras.

—Cuando volví a la estación —continuó él, con sus ojos negros clavados en la penumbra del jardín— me encontré con mi unidad extintora. ¡Qué alegría sentí! Corrí, me subí a su cabina y le dije: «¡Asere qué bolá!», que es como lo cubano saludamo al amigo. Y sentí que el camión me devolvió el saludo. ¡De veldá! —dijo, sonriendo.

Mis papás y yo estábamos emocionados. Luego Chris nos contó que los bomberos no quisieron pintar al camión, a pesar de verlo un poco feo, porque las marcas que le quedaron les permitían recordar a todos los compañeros caídos en la tragedia de las Torres Gemelas.

—Fran, pol favol, no quiten las malcas al camión.

—Nunca lo haremos Chris. Te lo prometo.

—Yo también le voy a decir a Rubí que no se deje que la pinten nunca —interrumpí, con mis ojos clavados en la luna.

—¿Qué tú dice? —me preguntó el bombero de Brooklyn.

—Nosotros después te lo explicamos —le aclaró mamá, sonriéndole.

—¡Chévere! —respondió, no muy convencido.

Entonces salté de mi hamaca y sorprendiéndolos con el cambio de tema pregunté:

—Chris: pero ¿por qué los aviones chocaron contra las torres?

—Esa plegunta, princess, mejol que tu papá la conteste. ¿Okey? —me dijo, acercándome su rostro moreno, con ternura.

—Eso también después te lo explicamos —dijo mamá, ahora dirigiéndose a mí.
La conversación continuó un buen rato más y luego papá llevó a nuestro visitante al hotel donde estaba hospedado.

—Mami, ¡qué raro hablan los cubanos! ¿Verdad? —le dije, cuando desde la acera las dos los veíamos alejarse en el auto.

—Raro no, Abril… es solo que hablamos diferente. Y eso no es malo, por el contrario, es muy bueno.

Tomadas de la mano recorrimos, lentamente, el caminito empedrado del jardín y después entramos a la casa.


Chris se quedó un par de semanas más enseñando técnicas de rescate. Luego regresó a Nueva York, finalizando así las tareas de donación de equipo que su ciudad había hecho al cuerpo de bomberos de Litoral. Rubí fue parte de esa donación y gracias a ello desde entonces es mi amiga, la unidad extintora más valiente del mundo.

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