Eliana Argote Saavedra
Aquella tarde bajo
el tibio sol de julio, Santiago esperaba a Sofía a la salida de la universidad.
Las puertas estaban atestadas de alumnos, el olor a smog era irritante, los cobradores
de microbús gritaban intentando conseguir pasajeros, pero nada lo molestaba, tenía
la mirada perdida, había tomado una decisión. No advirtió la presencia de la
muchacha cuando ésta se acercó rozándole apenas el brazo. ¿Espera usted a
alguien?, preguntó ella con una sonrisa traviesa; espero a una flaca… que está
como quiere, respondió él acercándose hasta casi tocarle los labios.
Eran jóvenes y
vehementes, tenían una relación de casi dos años que comenzó en las reuniones
clandestinas a las que ella asistía. Santiago llevaba sus estudios de sociología
muy en serio porque siempre había querido abrirse paso solo y demostrarle a su
padre que todo ese mundo que le describió no era sino una farsa creada por
gente incapaz de comprometerse, que no ama nada, que vive siguiendo un
lineamiento pre-establecido que le permite caminar con seguridad para repetir
la historia de sus padres.
El mundo que amaba
Santiago era el mundo real donde la gente se expresaba, decía no cuando debía decirlo, y levantaba la
cabeza aunque aquel que pretendiera humillarlo fuera más fuerte o más poderoso,
el mundo donde los paradigmas eran destruidos por las ideas. Allí conoció a
Sofía.
La primera vez que
la vio, ella lideraba una reunión estudiantil donde pedía ayuda para un grupo de mineros que reclamaban la
reapertura de la mina en la que trabajaban, necesitaban un lugar para quedarse.
La explanada estaba inundada de olor a fritura, producto de la cercanía a la
cafetería que a esa hora ofrecía hamburguesas a los estudiantes reunidos en
círculos. El bullicio intenso se detuvo de pronto, alertado por el sonido agudo
del micrófono; allí, detrás del podio apareció ella con la naturalidad del más
experto ponente, solicitando atención. Por primera vez le resultó difícil
seguir el curso de una exposición tan interesante, no podía dejar de mirarla,
había tanta fuerza en la forma en que expresaba sus ideas; ella se sintió
vigilada, cuando se encontró con la mirada del muchacho lo observó fijo durante
un buen rato y al terminar su alocución se dirigió a él con aplomo; se acercó
tanto que pudo sentir su respiración; Santiago se turbó y dejó de sonreír; este
no es lugar para conseguir chicas, le dijo; si no te interesa lo que se dice
aquí, regresa por donde entraste. Lo siento, no quise incomodarte; se disculpó él;
volteó para alejarse pero ella lo sujetó del brazo; ¿qué buscas aquí?; vine a
escuchar, me interesaba el tema pero, cuando te vi…, olvídalo; agregó y se
marchó. Al día siguiente, al salir de clase la encontró apoyada en la baranda
de la escalera; así que sociología, dijo ella mientras lo miraba de pies a
cabeza; ropas de marca, blanquito, y preocupado por lo que pasa fuera de tu
mundo, tú sí que eres un caso raro, dijo colgándose de su brazo. Aquel día,
sonrieron, conversaron y se hicieron amigos; fue tal la compenetración de sus
personalidades que sin darse cuenta se volvieron necesarios uno para el otro;
luego, los constantes roces, las palabras que se quedaban en el aire con alguna
segunda intención, las miradas que a veces se alargaban más de lo necesario,
hicieron lo suyo.
Una noche mientras
repasaban para un examen, él se quedó mirándola fijo; estaba enamorado de ella,
pero tenía una duda clavada en la mente;
en aquella época los grupos terroristas estaban asentándose, los mandos
eran señalados con prudencia, ella había sido requerida muchas veces para
ocupar un cargo de importancia, decían que era una líder natural y tenía las ideas
muy claras; hablaban de las pruebas a las que habían sido sometidos los
posibles mandos, de cómo ella había demostrado no tener escrúpulos; eso no
podía ser cierto, quería preguntarle, pedirle que confiara en él; pero mientras
la observaba, cada duda iba desapareciendo. Sus ojos negros, el cabello lacio
cayendo sobre los hombros descuidadamente, aquel movimiento de labios que lo
tenía mareado y a la vez lo hipnotizaba, no podía escuchar una palabra. Sofía
se sintió turbada, ocultó su labio inferior humedeciéndolo con actitud de
chiquilla traviesa que se ruboriza al ser descubierta; los dos sabían que algo
estaba pasando porque de pronto el respiro se fue agitando hasta que estuvieron
tan cerca que una boca apretó a la otra aprisionándola, conquistándola.
Habían pasado dos
años de romance cuando Santiago le pidió que se casaran; ¿sabes a lo que te
estás enfrentando?; ambos Sofi, no sólo yo, mi padre no se va a quedar
tranquilo, también tú debes estar preparada para lo que venga.
Ella asintió con
resignación, sabía que se trataba del señor Ordóñez y toda su maldita
influencia, del hombre que obtenía lo que quería al costo que fuera.
Una semana después había
un movimiento inusual en la Compañía de exportaciones Ordoñez. El señor
Jiménez, jefe de crédito y padre de Sofía, se preparaba para exponer el informe
mensual a la gerencia, luego de dos días de aquella charla tan desagradable con
Alfonso, dueño de la corporación y padre de Santiago; donde este, luego de insultarlo
de todas las formas posibles, y amenazarlo con “refundirlo en algún anexo de
provincia”, llegó a proponerle un ascenso si impedía que “la insignificante de
su hija” se case con Santiago. Jiménez se acercó a la secretaria para
solicitarle que lo anuncie. Ella no lo vio llegar, discutía con un hombre de
traje que la miraba de modo altanero.
“No necesito una
cita, vengo de parte del señor Ordoñez; pero señor, respondió ella algo incómoda,
hay otras personas que llevan buen rato esperando; ¡limítese a hacer su trabajo
y anúncieme!”
Jiménez se acercó
para intervenir pero en ese instante la puerta de la gerencia se abrió y
apareció Alfonso Ordoñez; ¡mi nuevo jefe de crédito!, dijo al impertinente, ¡adelante
hombre! Qué gusto; y volviéndose a la secretaria levantó la voz recriminándole: ¿Por qué no lo anunció usted?
¿Acaso no es su trabajo?
Ella no sabía dónde
meter la cara, estaba avergonzada por la forma en que la habían tratado;
Jiménez se quedó parado sin saber qué hacer, la indisposición de la muchacha
pasó a un segundo plano ante las palabras de aquel hombre, muchas de las
personas que esperaban eran clientes y conocían su cargo; se sintió humillado. Allí
estaba la respuesta a la pregunta que lo martirizara durante los últimos días,
desde que su hija le anunció que había decidido casarse con Santiago. La
secretaria se acercó y lo tomó del brazo; señor Jiménez, justamente iba a
llamarlo; no se preocupe Rosita, imagino para qué. ¿Están listos los pasajes?; ¿pasajes?,
no sé de ningún pasaje; ¿pero no me iba a hablar usted del traslado?, su jefe
es una persona demasiado importante para ocuparse de asuntos menores, así que
la habrá informado a usted acerca de mi traslado.
Ella se puso
nerviosa, era evidente que el viejo no estaba enterado, ¡qué situación tan
desagradable! Pensó; señor, acérquese por favor.
El hombre sintió un
pequeño adormecimiento acechándole el pecho y extendiéndose por la nuca. Se
acercó lo suficiente para escuchar a la secretaria que hacía esfuerzos por
bajar la voz: me ha pedido el señor Ordoñez que le avise que su liquidación
está lista, lamento tener que darle esta noticia. ¿Liquidación? ¿Cómo que
liquidación?; la voz de Jiménez se debilitaba, estaba aturdido por la noticia
pero aún más porque sentía el hormigueo apoderándose de la mitad de su cuerpo,
se tambaleó un poco y la muchacha lo ayudó a acomodarse sobre una silla. ¿Quiere
usted que llame al doctor? Está muy pálido, por favor déjeme avisarle a alguien.
Jiménez la cogió
del brazo con la poca fuerza que tenía. No, por favor ya se me va a pasar y no
lo lamente usted, no es su culpa. Luego de un rato se levantó y fue lentamente
hasta su oficina. Desde allí pudo escuchar a Alfonso despedirse de su nuevo
jefe de crédito.
Pasaron apenas unos
minutos cuando apareció nuevamente Rosa con los papeles. Los firmó y le pidió
que guardara discreción al respecto porque lo único que quería era marcharse a
casa y estar con su familia. Ya en el auto no podía soportar las ganas inmensas
de llorar, aquel sentimiento de desprotección mezclado con impotencia por la
injusticia de la que había sido objeto, lo tenía absorto en una sola idea: ¿Cómo
voy a decirle esto a mi familia?
Con el documento
aún en la mano con la que sujetaba el volante y la cabeza apoyada sobre el mismo
brazo, trataba de tranquilizarse. Encendió el vehículo y pisó el acelerador. No
vio que un auto venía por el lado derecho a gran velocidad, sólo sintió un
golpe seco que al instante le nubló los sentidos.
Fue Sofía quien
recibió la noticia, no podía hablar, escribió un mensaje a Santiago y fue al
hospital a encargarse de las gestiones para el velatorio. El olor intenso a
desinfectante le provocó una arcada, se sentó al pie de la escalera y allí la
encontró el muchacho, tenía la mirada perdida, recordando imágenes que no
lograba entender: su madre alejándose de ella, arrastrada hacia la puerta por
su abuela, a la que solo había visto en fotografías viejas; el padre
marchándose; la abuela con el porte distinguido y la mirada fría, vigilándola
de cerca; el miedo que le inspiraba, su soledad, la casa inmensa; el padre
despertándola a besos, diciéndole que nadie jamás volvería a separarlos, el
corredor oscuro y la madre oculta en el jardín recibiéndola en sus brazos; la luz
de una vela sobre la mesa donde solo había tres panes y un vaso de leche; los
rostros llorosos pero llenos de amor de sus padres. Una lágrima escapó de sus
ojos haciéndola reaccionar y vio a Santiago a su lado; se refugió en sus brazos
y lloró todas las lágrimas contendidas hasta ese momento.
Un empleado del
hospital le entregó una bolsa; señorita, estos son los efectos personales de su
padre. Todo estaba en el auto en el momento del accidente.
Sofía tomó el
paquete, sacó una a una las ropas que aquel día el viejo Jiménez llevaba
puestas. Los anteojos destrozados por el impacto, la billetera; iba a guardar las
cosas nuevamente cuando vio en el fondo algo blanco, era un sobre.
¿Qué es esto?, se
preguntó mientras lo sacaba. Lo abrió y comenzó a leerlo. A medida que lo hacía,
el llanto iba dando paso a la indignación. Se levantó con el papel aun en las
manos, Santiago se levantó tras ella. ¿Qué sucede?, ¿es algo malo Sofi?; no respondió,
sólo le entregó el papel con rabia y fue a pararse junto a la ventana; ¿liquidación?,
pero ¿Qué es esto?
Santiago fue a buscar
información, cuando regresó, también estaba indignado. Dicen los paramédicos
que tu padre tenía este papel en las manos, dijo; que el choque ocurrió en la
salida del estacionamiento de la compañía. Las personas que presenciaron el
accidente, han declarado que salió sin mirar y un auto que venía a velocidad lo
impactó. Sin duda este papel fue la causa de lo que pasó.
Sofía lo escuchaba
sin mirarlo, todo lo que él decía lo había supuesto ella. El muchacho la tomó
de la mano y la llevó hasta su casa. Anochecía, cruzaron el amplio jardín por
el sendero empedrado, iluminado por los faroles dispuestos sobre los bancos de
fierro forjado, Sofía observaba todo con desdén: las islas de flores, el pasto
perfectamente recortado, la fuente donde el agua caía desde las manos de una
efigie de mujer. Al verla los empleados se miraron asustados. ¿Cómo se había
atrevido el joven a traer a su novia a la casa? ¿Qué iba a decir don Alfonso?
Apenas pasaron unos
minutos cuando el señor Ordoñez bajó a la sala iluminada por un gran juego de
luces que caía desde el segundo piso, haciendo relucir las columnas de mármol
que enmarcaban la estancia. Al ver a la muchacha se puso furioso; llévate
inmediatamente a esta señorita, dijo intentando contener su cólera. Santiago le
extendió el documento de cese de Jiménez sin decir palabra, pero Sofía se lo
quitó, se acercó a Alfonso; seguro reconoce usted esto, es la liquidación de mi
padre, dijo alcanzándole el papel; y estirando la otra mano le entregó el
certificado de defunción; y esto es su obra, usted es el responsable, supongo
que estará satisfecho.
Quería gritarle
tantas cosas, golpearlo hasta que alguna lágrima saliera de aquellos ojos para comprobar
si al menos el dolor físico era capaz de conmoverlo, pero no pudo; algo en su
interior detenía sus fuerzas. Volteó hacia Santiago con una expresión que él no
conocía pero que lo asustaba, y salió sin decir más.
Fueron inútiles los
intentos de Santiago por retenerla. La siguió hasta el jardín pero estaba tan
lleno de rabia que volvió a la casa; allí gritó, estrelló el puño varias veces
contra el sillón de cuero donde estaba su padre, hojeando el diario como cada
noche, inmutable; le arrancó el diario de las manos exigiéndole que hable pero
solo consiguió una mirada fría; algún día me lo vas a agradecer, fue todo lo
que dijo Alfonso antes de retirarse a su habitación. Al día siguiente, salió el
muchacho con lo que llevaba puesto, rumbo a la casa de Sofía, decidido a no regresar
jamás.
Era temprano pero
ya el mercadillo estaba lleno de comerciantes que comenzaban a armar sus
puestos de venta, avanzó hasta el final de la calle y entró al edificio donde
vivía Sofía. Los ladridos de la pequeña “mota” alertaron a la madre de la
muchacha, que salió presurosa; Santiago, dijo con la voz quebrada, dónde está
mi Sofi, qué le hicieron. Entraron al departamento, la pequeña sala comedor
lucía desordenada, impregnada de olor a nicotina, en un sillón reposaba un
montículo con ropa de la muchacha, libros y algunos de los regalos que él mismo
le había entregado; sobre la mesa de centro, un cenicero rebosaba de colillas
de cigarro a medio consumir. ¿A dónde ha ido?, preguntó él; no lo sé, desde que
llegó estuvo hablando por teléfono con la luz apagada, yo me quedé dormida, sé
que alguien vino porque ella no fuma y mira, dijo señalándole el cenicero; cuando
desperté ya no estaba; agregó la mujer; solo me dejó esta nota; indicó
entregándosela a Santiago que leyó con avidez las pocas líneas donde la
muchacha se despedía de su madre, pidiéndole que la perdonara, que su presencia
solo la haría sufrir y que se haría cargo de su manutención.
Pero aquella
mañana, cuando salió Santiago, una mirada más húmeda que el cielo de julio lo
observaba desde la ventana. Era Estela, fue ella la única que no pudo aceptar
su partida. Sentada sobre el silloncito de mimbre se arrullaba en sus recuerdos
mientras creía sentir nuevamente aquellos brazos tan pequeños que no alcanzaban
a rodear su cuello pero la envolvían por completo con una necesidad genuina de afecto.
Los cincuenta años bien
llevados hasta entonces se agolparon sobre su rostro formando surcos profundos
y su mirada otrora inquieta y vivaz estaba perdida en ¡Quién sabe!, qué parajes lejanos.
Debido a la escasa
presencia de la madre de Santiago, desde que Estela llegó a aquella casa se
convirtió en el centro de la familia, era callada, confiable, bastante tímida
con los extraños pero con Santiago no dejaba de hablar jamás; lo llevaba siempre
de la mano cual si fuera la madre y así la veía el muchacho pues no había
conocido alguien que cumpliera ese rol con una dedicación semejante.
¡Mi muchacho!,
exclamó de pronto volviendo a la realidad. La casa parecía tan grande, tan
fúnebre. Se levantó, sacó del clóset la pequeña maleta con la que llegara veinte
años atrás y la apretó contra el pecho mientras recorría con la mirada cada
espacio.
Hizo un inventario
de su vida y descubrió que todo le había sido dado en calidad de préstamo, acogida
de pequeña en la casa de unos familiares, relegada a recibir con una sonrisa lo
poco que quisieran darle; cuando creció y pudo conseguir un trabajo dejó aquel
hogar y casi simultáneamente cayó en los brazos de un hombre que le prometió una
familia, pero al poco tiempo descubrió con amargura que este hombre tenía hijos
y esposa, y solo le podía dar su atención hasta que se cansara. Lo supo porque
ante el primer reproche recibió como respuesta una golpiza, la misma que le
sirvió como anuncio de desalojo, fue esa la razón por la que congenió tan
pronto con Santiago, pero no era su hijo, solo estaba “prestado” como todo, y
este préstamo había llegado a su fin así sin más, sin un aviso de vencimiento,
sin una liquidación de amor por todo el amor invertido, sólo tendría que cerrar
la página y comenzar de nuevo.
Cogió algunas cosas
y partió. Todo el camino en tren intentó disipar los recuerdos, reemplazarlos
con el paisaje fastuoso que se sucedía ante sus ojos, enceguecerlos con el
eterno albor de los cerros, hundirlos en la profundidad de los precipicios que
se mostraban provocando sobresalto entre los pasajeros cuando el chofer hacía
alguna maniobra repentina; lo intentó todo pero un pensamiento martillaba sus
sienes y terminó vencida por la preocupación y dando rienda suelta a sus
conjeturas…
Santiago está en
peligro, pensó; dijo que odiaba a su padre, y esa mirada… ¿Qué será capaz de hacer ahora que la señorita
se ha ido? Su rostro se contrajo en una expresión de angustia y apretó los ojos
para ahuyentar ese pensamiento, ¿a quién va a pedirle ayuda?
Hacía tiempo Santiago
nombraba insistentemente a un muchacho que conoció en una de sus clases, decía
que era extremadamente desconfiado y se
expresaba todo el tiempo de las autoridades de la universidad y del gobierno en
forma despectiva. Había asistido a una de sus famosas reuniones nocturnas y
clandestinas donde se hablaba de un tal presidente Gonzalo, de combate, de
sierra y extrema pobreza.
Santiago llegaba
maravillado a contarle estas cosas y ella con sus ojos ignorantes y amorosos
podía percibir un corazón enamorado de esas ideas que sonaban tan peligrosas,
de pronto el futuro de su muchacho había quedado reducido a la nada.
No tenía un destino
trazado, bajó del tren luego de casi un día de camino cuando vio un par de
niños cubiertos apenas con harapos, que pedían comida a los pasajeros; tal vez aquí pueda ser útil, pensó. Se perdió
por una calle estrecha de casas pequeñas y apiladas, buscó un lugar para
quedarse y lo consiguió a través del párroco de la comunidad, le contó lo que
había vivido; aquí necesitamos alguien que cuide a los niños y los ayude con
sus tareas, dijo este. Así fue como poco a poco asumió el rol de madre
sustituta de los niños que se quedaban en la parroquia mientras sus madres
trabajaban. Allí permaneció cinco años, las noticias llegaban a ella por medio
de los periódicos, fue así como se enteró que Alfonso se dio a la bebida y
descuidó la empresa, de un terrorista cuyos rasgos coincidían con los de su
muchacho, muchas veces se habló de la muerte del “árabe”, seudónimo con el que lo
conocían, su corazón no tenía paz.
Durante esos años, Santiago
se había unido a una columna terrorista, pasó hambre y dolor, su odio le dio
fuerzas para luchar en una guerra que sentía suya. Jamás llegaría a enterarse
que su amada Sofi era el mando sanguinario y cruel que ordenó la intervención
en aquel pueblo escondido, el día que recibió un disparo por proteger a un
niño; fueron los pobladores quienes le contaron que horas después de la
intervención del ejército, cuando decidieron esconderlo, llegó ella con otra
columna y bajo su orden llevaron a siete campesinos a la plaza principal para
ejecutarlos en presencia de todos, acusándolos de informantes. No tuvo
compasión, le dijeron, pero la maldita pagó por lo que hizo, murió en manos de
su misma gente; ¿la traicionaron?,
preguntó Santiago con sorpresa; uno de los que mandó ejecutar era
hermano de un terrorista, ella le ordenó que lo mate pero se negó; muchos de
sus combatientes eran muchachos que habían sido secuestrados, ella se encargaba
de formarlos, les hacía criar perros como mascotas para luego matarlos, bastó
que uno se amotinara para que los demás lo sigan, hubo un enfrentamiento entre
ellos, ninguno logró sobrevivir.
Con la abundancia de
noticias Estela cayó en depresión, el cura, al verla con tal angustia, le
solicitó que viaje a un campamento donde había huérfanos para cuidar. Es usted
una excelente madre doña Estelita, allí hay muchos niños necesitados de cariño,
viaje usted, le aseguro que no se va a arrepentir.
Asintió en silencio
y al día siguiente muy temprano abordó el autobús; esos años, rodeada de gente
que no tenía tiempo para sentir tristeza porque la enfermedad del hambre los
iba matando lentamente, se había sentido útil.
Llegó por fin a un campamento
donde un alboroto de niños recién peinados la observaba. Observó uno a uno: su
delgadez, las ropas, los cuerpos pequeños, los piececitos ampollados, pero nada de eso pudo conmoverla tanto como
sus miradas.
Mamita Estela, dijo
un hombre algo viejo que se acercó a darle la bienvenida, volteó hacia los
niños y les dijo: Ella es la mamita Estela, de la que ya les he hablado.
Los niños se
acercaron a ella. Bastó una caricia de su mano hacia uno de ellos para que los
demás la rodearan entre abrazos y risas, era la mamá que les habían prometido.
Una vez
establecida, el cura se encargó de ponerla al día acerca de las actividades de aquella
comunidad, le contó acerca del alma detrás de todo, un buen hombre que se ha dedicado
por entero a esta obra, dijo, pronto llegará, le dará gusto conocerlo.
Había pasado un mes
y Estela era ya el centro de los afectos de los más pequeños. Esa tarde
mientras el campamento se inundaba con el aroma del guiso que preparaban para
el almuerzo, los niños corrieron hacia la entrada para dar la bienvenida al
maestro que acababa de llegar, uno de los pequeños tropezó y el hombre se
acercó a consolarlo.
¡Mamita Estela!
Comenzaron a gritar los demás; el maestro se incorporó al escuchar ese nombre, su
corazón dio un salto repentino y un vacío pareció llenar su pecho. Vio una
silueta de mujer mientras se acercaba y le recordó a alguien de su pasado. Se
sujetó de la muleta que lo ayudaba a sostenerse y que manejaba con una destreza
increíble, pero que ahora parecía temblar ante su peso; ella también levantó la
cabeza y no pudo evitar que un grito se ahogue en su garganta mientras sus ojos
dejaban escapar unas lágrimas; allí estaba su niño, su pequeño convertido en
hombre, llevaba la barba crecida y el cabello largo, atado con una cuerda; lo
miró lentamente, sus brazos fuertes, alto, con esa muleta formando parte de su
cuerpo. Quiso correr a abrazarlo porque su corazón lo había reconocido aunque
luciera tan distinto, pero sus piernas no le obedecieron.
Maestrito,
maestrito, ella es la mamá Estela, dijeron los niños mientras tomaban del brazo
al maestro con gran familiaridad.
Santiago se acercó,
Estela lucía más pequeña de lo que podía recordar pero su corazón la había
reconocido también, apoyó sobre un muro la muleta y se sentó cerca de ella
apoyando la cabeza sobre el regazo que se estremeció al sentir ese calor que
tanto añoraba, con sus dedos toscos y grandes secó sus lágrimas y la abrazó
apretándola contra su pecho para no permitir que ni siquiera el espacio más
pequeño los separase nuevamente, para que sus almas pudieran comunicarse y
contarse en un lenguaje callado sus tristezas, para que los miles “Te amo”
fueran expresados directamente y ni siquiera el viento osara disiparlos. Luego
volteó hacia donde estaban los niños y les dijo:
Sí, es la mamita
Estela…. es mi madre.
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