Elena Villafuerte
Ana
Paola era, esencialmente, una mujer práctica. Aún antes de casarse sabía que en
la vida de Armando habían existido y existirían otras, pero, ¿no son así todos
los hombres? Lo importante era que ella sería su esposa.
Ana
Paola había tenido la boda perfecta, la luna de miel en Europa, la primera
plana en una revista de sociales. Después vinieron los hijos: el varón, el
primogénito que Armando tanto deseaba, y las dos niñas. Su vida se convertía en
todo lo que ella hubiera deseado, y si de vez en cuando tenía que voltear para
otro lado, Ana lo hacía tranquilamente; su estabilidad y la de sus hijos bien
lo valía.
Pasaron
el periodo de acoplamiento como pareja, después como padres; tras diez años de
matrimonio, se conocían perfectamente, no les quedaban sorpresas. Armando nunca
había sido apasionado, pero sí detallista. No resultaba raro que llegara con
flores para la casa, jamás olvidaba un aniversario. Era un excelente padre que
además, mostraba gran dedicación a su trabajo: viajaba, tenía comidas de
negocios dos o tres veces por semana. Los sábados y domingos por lo general
estaba en casa, convivía con los niños, jugaba tenis. Mientras tanto Ana Paola
se dedicaba a sus hijos, se mantenía pendiente de la escuela, los llevaba a
clases de baile y natación; organizaba comidas y cenas, fiestas infantiles,
cafés con sus amigas.
Pero
en el último año algo había cambiado. Al principio Ana Paola no se preocupó
demasiado, pensando que probablemente fuera una relación pasajera como tantas.
Hasta que se dio cuenta de que Armando mismo se comportaba distinto. Ya no era
el hombre siempre atento de otros tiempos; se impacientaba con mucha facilidad,
en especial con ella. Los viajes eran más frecuentes, se volcaba en su trabajo
con un entusiasmo renovado. Los fines de semana desaparecía, a veces a torneos
de tenis, a veces a largas comidas “de negocios”. En ocasiones se mostraba
ensimismado, o sonreía en respuesta a algún pensamiento. La situación se hizo clarísima
cuando Paola cambió su cómoda pijama por un camisón escotado, pretextando el
calor insoportable del verano, y Armando sólo dijo:
-
Está bonito. ¿No has visto el control de la televisión?
No
fue muy difícil sacar conclusiones.
Por
las noches, escuchando los ronquidos de su marido, se torturaba pensando que
quizás la otra fuera más joven, con mejor cuerpo, más bonita. Con la angustia empezó
a adelgazar, perdió la sonrisa. Sabía que enfrentar a Armando sería inútil; una
cláusula no escrita de su matrimonio, tácitamente aceptada por ambos, era que
mientras nada faltara en su casa, ni a sus hijos, ella jamás se metería en la
vida de él, no le cuestionaría ni exigiría.
Comenzó
a acechar a su marido. Aún antes de casarse, Ana Paola conocía la fascinación de
Armando por la privacidad y las contraseñas; con los años se fue percatando de
que resultaba prácticamente una obsesión. Ingresar a su computadora o su
teléfono equivalía a penetrar en la red de información del FBI. Pero la
paciencia dio sus frutos, y finalmente logró interceptar un mensaje. Daniela.
¿Así que se llamaba Daniela? Mordiéndose los labios de rabia respondió
airadamente, dejando claro que quien escribía era la esposa de Armando y que por
favor dejara a su marido en paz. Para
Ana Paola fue todo un shock recibir como contestación la sugerencia de que se
vieran para discutir el tema, y hasta la propuesta de fecha y lugar. Se pasó
dos días construyendo distintos escenarios, elaborando apasionados discursos
mentales en los que humillaba a su rival… no, decirle rival era darle
importancia. A la otra.
Esa
mañana Paola llegó al parque decidida a aclarar la situación de una vez por
todas. Esto ya no se trataba de voltear hacia otro lado, sino de demostrar que
no estaba dispuesta a que una de tantas mujeres le causara problemas en su
matrimonio. Caminó por el andador de cemento hasta el lago y miró alrededor.
Los patos se amontonaban en torno a una mujer que los alimentaba con migas de
pan. Más allá un par de universitarios se comían a miradas bajo un árbol, y en
la pista de tartán se divisaba un grupo de gente que corría. Unos cuantos se
rezagaban, agotados. Ana Paola se sentó a esperar en una de las mesas de
cemento con sombrillas de palma que tan previsoramente habían dispuesto los
diseñadores del parque para hacer picnics.
La
mujer de los patos terminó con el pan y comenzó a caminar hacia el andador. Ana
Paola se quedó mirándola con curiosidad. Era muy alta, vestida con jeans
entallados y una blusa sport abierta en el cuello. El cabello le caía en ondas
por la espalda, cuidadosamente peinado, con un enorme fleco al estilo de los años
sesenta o setenta (Ana recordó que su peluquero le había comentado que estaba
regresando esa moda). Grandes lentes de sol le tapaban media cara y terminaban
de darle un aspecto que llamaba la atención. Quizá fuera la mezcla extraña de
sensualidad y sofisticación, totalmente inapropiada para un parque; balanceándose en tacones de diez centímetros
con la naturalidad que da la experiencia, resultaba evidente que no se los
quitaba nunca. Ana Paola sabía que ella hubiera ido a dar al suelo a los tres
pasos, debido al terreno irregular y al pasto, que ocultaba toda serie de
agujeros de tuza y nidos de pato. Pero aquélla mujer caminaba como flotando
sobre el suelo, con un contoneo de caderas envidiable. Dejó la bolsa vacía de
pan en el bote de la basura y volteó hacia donde estaba Paola. De pronto cambió
de dirección, dirigiéndose hacia ella.
Ana
sintió que se le iba la respiración. La mano de la otra mujer, de dedos largos,
con nudillos demasiado grandes, levantó los lentes oscuros. Unos ojos cafés,
maquillados a la perfección, observaron a Paola con interés.
-
¿Ana Paola?
-
Sí –respondió con asombro. La voz, la nuez de la garganta… No podía ser- ¿Daniela?
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