Marco Absalón Haro Sánchez
Aquella mañana de septiembre de cierto año, el cielo de Quito
presentaba un azul intenso y pocas nubes se amontonaban en los contornos del
gran Pichincha. Del mismo modo se observaba la majestad del Carihuairazo o del
Cotopaxi cuyos penachos se incrustaban en gasas de algodón. La frescura del
ambiente obligaba a los transeúntes a vestir atuendos abrigados. Mientras que
Ramiro, acompañado de sus familiares por línea paterna, fue acercado al
aeropuerto Mariscal Antonio José de Sucre. Abandonaría el país que le vio nacer
a media tarde; pero debía tomar pasaje una hora antes para cumplimentar sus
documentos de viaje. Una vez dentro, luego de haberse despedido de su parentela
y haber entregado su equipaje al personal de servicio del aeropuerto, se
disponía a tomar algo para apaciguar su estómago que le recordaba no haber
desayunado. En tanto se servía un pequeño bocadillo con su respectivo refresco,
se deshizo del bolso que colgaba de su pecho y se proponía a revisarlo para
constatar que nada le faltaba; pero…
–¿Es usted el señor Ramiro Carvajal?
–interrogó uno de los dos agentes que le abordaron intempestivamente.
–Sí… señor –repuso muy sorprendido; pero como
nada tenía que ocultar ni temer, lo hizo con la mayor tranquilidad posible.
–Bien –dejó caer el mismo agente y ordenó–
acompáñenos.
–¿Qué… qué ocurre? –balbuceó Ramiro sin
entender.
–Usted lo sabrá –ironizó el elemento de
seguridad– andando o tendremos que usar la fuerza con usted.
–Enséñeme las muñecas –ordenó el otro agente–
debo esposarle para cumplir con las formalidades del caso.
Ramiro no tuvo más remedio que obedecer y
dejarse esposar. De seguido fue conducido fuera del aeropuerto y echado en la cárcel,
a espera de resultados.
Pronto sus familiares se enteraron de que
estaba preso y acudieron a visitarle en el centro de reclusión provisional.
–¿Qué pasó, ñaño –intervino Cristina, su
hermana melliza– por qué te han detenido?
–No tengo ni la más remota idea, hermana
–repuso un cariacontecido Ramiro.
–Pero dicen –prosiguió la mujer– que te han
detenido por traficante.
–¿Qué dices, hermana –casi gritó Ramiro– yo,
traficante? Pero si no he hecho nada fuera de lo normal.
–Así escuchamos decir, Ramiro –terció su
padre– nosotros siempre te hemos inculcado buenas maneras y te hemos enseñado
el camino del bien. Yo, de mi parte, no creo que estés metido en esa vaina y
estoy convencido de tu integridad moral ante la sociedad o las leyes de nuestro
país y del mundo.
–Papá –repuso Ramiro, algo nervioso– yo
también estoy seguro de que no he cometido nada fuera de lo común y ordinario.
No entiendo el porqué de estar detenido.
Por el corredor de la prisión se acercaba un
hombre grueso y fortachón, era el alcaide, acompañado de dos o tres policías y entraron
en la sala de visitas. El ruido de sus pasos se detuvo frente al detenido y su
comitiva.
–Buenos días –dejó caer en tono seco– el
detenido Ramiro Carvajal será juzgado el próximo lunes…
–¿De qué se le acusa, señor alcaide –inquirió
uno de los hermanos menores de Ramiro– y por qué le han detenido?
–Bueno, verán –volvió el tono seco del
alcaide– esto tiene que ver con el tráfico de estupefacientes. Esa vaina es
muy, pero muy jodida. Mientras no se demuestre lo contrario el detenido seguirá
siendo culpable y en la cárcel.
–¿Qué? –vociferó el padre de Ramiro poniéndose
de pie, esto hizo que los policías se pusieran alertas– mi hijo no tiene nada
que ver con esas porquerías. ¡Joder!
–Eso lo determinará el juez que llevará su
caso –soltó el alcaide sin mover un solo músculo de su cara enjuta y gomosa–.
Es todo cuanto puedo decirles, adiós.
–¡Ah…! Una cosa –advirtió el alcaide mirando
al reo con desprecio– en caso de ser cierto lo del tráfico de sustancias
ilegales, que se vaya preparando para permanecer varios años bajo la sombra. A
ver si no le crecen telarañas a su alrededor.
Dicho esto se alejó escoltado por los
policías mientras un manto de desolación y desamparo se cernía en los corazones
del acusado y sus familiares.
A partir de entonces Ramiro sintió que sus
alas se cortaron y que el o la causante de su desgracia estaría riéndose a
carcajada limpia. En cuanto pudo contactó con Carmen que esperaba su regreso a
los Estados Unidos. Ella tampoco lo podía creer porque le conocía y sabía que
él no era capaz de hacer algo así. Carmen volvió a sentir que su cerebro empezó
a nublarse como solía suceder cada cierto tiempo hasta llegar al extremo de no
saber lo que hacía. Tal como cuando fue raptada por un mal hombre llamado
Genaro, el cual sin importarle su avanzado estado de embarazo le llevó consigo
a no sé dónde, sin haber trascendido los límites territoriales del Ecuador.
El juzgado quinto de lo penal de Pichincha
estaba ubicado en el corazón de la urbe capitalina, frente al parque del centro
colonial. Era un magnífico edificio chapado al estilo barroco y tenía la apariencia
de los antiguos parlamentos romanos. Las paredes de granito mostraban su
verdadera cara y no una embadurnada de cualquier pintura. Por una de aquellas
gigantescas puertas iba a desaparecer Ramiro custodiado por policías bien
armados. Antes de entrar al edificio pudo contemplar una escena momentánea en
el techo del mismo: estuvo graznando un cuervo, de pronto se le acercó un
águila y lo despedazó con sus potentes garras. Ese momento el detenido sintió
un fuerte empellón que lo obligó a entrar de una vez; pero quedaron grabadas
esas imágenes en su retina. No ignoraba que era una señal para su vida.
Se abrió ante sus ojos un espacio con muchos
bancos y en el centro había un escritorio enorme con un martillo a su costado,
listo para golpear contra su correspondiente tabla. En pocos minutos se llenó
de gente y se tornó en pesado, más aún cuando una mujer de complexión rellena y
de mediana edad tomó su lugar para presidir el juicio. Así mismo, vio entrar un
hombre de estatura normal y traje oscuro con un portafolio de cuero marrón. En
tanto, otro hombre vestido del mismo modo que el anterior se colocó a su lado
para brindarle seguridad y protección. Este último le hizo una venia
perceptible solo para él.
Dio comienzo al juicio en medio de un
sepulcral silencio; pero Ramiro trajo a su mente la muerte inaudita del cuervo
en las garras del águila, iba a lanzar un largo suspiro cuando…
–¿Conque, usted iba a pasar unos días de
vacaciones en Italia –inquirió el fiscal con aplomo– mientras su mujer e hijos
le aguardaban tranquilamente en Estados Unidos?
–Eh… no –titubeó el acusado– vacaciones
propiamente dichas no. Es verdad que mi mujer e hijos me esperan en los Estados
Unidos; pero mis negocios en varios países de Europa no pueden esperar y al
pasar por Italia quise visitar a un conocido de antaño.
–¿Entonces, cuando entró –continuó apaleando
el fiscal– con su equipaje al aeropuerto Mariscal Antonio José de Sucre lo dejó
a cargo del personal de servicio y buscó un sitio donde aguardar el tiempo que
le restaba para tomar el vuelo?
–Así es, señor fiscal –aprobó Ramiro, un
hombre que no tendría más de cuarenta– y cuando salía de tomar algo me
detuvieron.
–Pero cuando estuvo supuestamente «tomando
algo» –añadió rápidamente el fiscal– personal de seguridad le tanteó los bolsillos
y un bolso que llevaba terciado al hombro, sitios donde hallaron la sustancia
prohibida…
–¡Protesto! –chilló el abogado defensor.
–Denegado –determinó la jueza y ordenó– siga
con el interrogatorio, fiscal.
–…En bolsitas de cinco, diez y veinte gramos
–agregó.
–No es cierto –soltó Ramiro sin inmutarse en
lo mínimo– que hallaron la sustancia ilegal entre mis ropas o el bolsito que
llevaba conmigo, sino en el equipaje que acababa de entregar al personal de
servicio.
Ramiro y Genaro se conocieron muchos años
antes en las aulas de la secundaria, ambos hicieron grandes migas y practicaban
varios deportes; pero en el campo cognitivo el primero le llevaba marcada
ventaja al segundo y solía echarle una mano en resolver sus tareas escolares, a
pesar de que a veces Genaro no podía ocultar su enfado por la innata sabiduría
de su amigo y parecía que tramaba algo terrible en su contra. Ramiro no era
alto ni grueso de complexión física, de rostro ovalado y lampiño; pero era un
aprovechado perceptor en las áreas principales de estudio. Su blanca tez y el cabello
moreno recordaban la hispanidad de su origen. En cambio Genaro señalaba el
cruce de razas con su piel color de cobre y velludo por excelencia, pero alto
como una mata de coco. Al terminar el bachillerato, acudieron al llamado de su
leva para realizar el servicio militar obligatorio en lugares distintos, ahí es
cuando se separaron. Ramiro fue reclutado en un batallón de la provincia
costeña de Esmeraldas y Genaro, en uno del oriente ecuatoriano. Al año ya estuvieron
de regreso de la mili y Ramiro se enfrascó en los estudios superiores; mientras
que Genaro entró a la policía, ya que siempre quiso ser un superhéroe para
castigar a los malos. El primero en graduarse fue este último. En la ceremonia
y celebración Ramiro fue presentado ante Carmen y Paola, dos gemelas amigas de
Genaro; quienes aceptaron el amor de cada uno. Tan idénticas que era difícil
reconocerlas en la primera ojeada, salvo que Carmen solía tener unos raros
accesos de ansiedad en los que llegaba incluso a perder la noción del tiempo y
las cosas. Dos años más adelante se licenció Ramiro en Ciencias Administrativas
y pasaron por el altar este par de parejas. Enseguida de desposarse enfermó Paola,
la flamante esposa de Genaro, y dejó de existir sin haber logrado vencer a la
leucemia. Genaro no pudo digerir correctamente su pérdida y en un arranque de
locura se apoderó de Carmen y la obligó a marchar con él; pero antes tuvo que
drogarla para vencer fácilmente su voluntad a despecho de su estado de gravidez.
A partir de ese momento no se supo nada de ellos. Ninguno daba razón de su
paradero. Ramiro y la familia de su mujer movieron cielo y tierra para
encontrarla; pero todo resultó infructuoso. Ante este dolor premeditado,
Ramiro, se refugió en los estudios de postgrado; para defender su tesis
doctoral debió hacerlo en la
Perla del Pacífico y no dejó sin indagar sobre la suerte de
su querida Carmen. Siempre que levantaba la mirada al cielo se cruzaba un
águila planeando sobre él y no se marchaba hasta dar dos o tres vueltas
consecutivas mediante un raudo vuelo. Como un azar del destino, cuando entró en
una tienda para comprar un refresco, escuchó decir que un hombre alto, fibroso
y de barba de muchos días vivía solo en una casita del Malecón; pero que siempre
adquiría efectos como para alimentar a una familia no menor de tres miembros. A
quien le gustaba vestir con una gorra camuflaje y una chamarra verde oliva.
«¿No será Genaro de quien se habla?», se preguntó Ramiro y tomó interés en el
asunto. A la mañana siguiente lo espió y confirmó que realmente era él; llamó a
la policía y lo detuvieron con las manos en la masa. Portaba gran cantidad de
cocaína camuflada en fardos de tabaco. Profundizaron el allanamiento de la
morada del detenido y hallaron un búnker subterráneo al que se entraba por una
trampilla que había en medio de la sala, debajo de la alfombra. Cuando entraron
allí no lo podían creer: vivía encerrada una mujer con un crío de un par de
años.
Genaro fue trasladado a Quito, juzgado y
condenado a equis años de prisión por tenencia de sustancias ilegales y secuestro
de personas, con agravante de alevosía. En tanto que Carmen volvió junto a
Ramiro y le presentó al hijo de sus entrañas, quien era propio de los dos.
Pasaron los años y Genaro fue puesto en
libertad condicional debido a su buen comportamiento. En resumidas cuentas
estuvo una década privado de libertad en el desaparecido Penal García Moreno de
la capital ecuatoriana y debía cumplir el tiempo restante bajo la inspección
del juzgado de lo penal de la provincia de Pichincha.
A la semana de salir libre averiguó sobre el
estado de Ramiro, a quien quería «agradecerle» el hecho de haber permanecido
tanto tiempo detrás de rejas; ya que merced a su «soplonada» fue detenido por
la policía de Guayaquil, a partir de ese momento empezó su calvario. Se enteró
de que él era jefe administrativo de una corporación internacional dedicada a
la creación y apoyo de nuevas empresas. Asimismo, supo que él vivía en New
Jersey, a donde había llevado a Carmen y su hijo luego de ser liberados, y
estaba volcado de lleno en la expansión intercontinental de la corporación a la
cual representaba y que esa mañana saldría con vuelo hacia Italia, desde el
aeropuerto Mariscal Antonio José de Sucre. Entonces planeó pagarle con la misma
moneda y se hizo pasar por uno más del personal de servicio; pero cuando iba a
abandonar las instalaciones del aeropuerto, luego de haber colocado la bolsa
fatal en el equipaje de Ramiro, fue apresado por el personal de seguridad al
ser considerado sospechoso.
–¡Buenos días a todos! –cortó una mujer
cuarentona de entre las personas que componían el jurado y las caras
estupefactas de los demás le volvieron a ver– aquí está la prueba de quién es
el verdadero culpable de la detención de este señor que ni le conozco; pero se
me hace que es inocente.
Minutos antes una mujer integrante del jurado
acudió a los aseos; pero en un abrir y cerrar de ojos alguien le tapó la nariz
y la boca con un paño embadurnado de no sé qué sustancia que le obligó a entrar
al subconsciente. Inmediatamente la desconocida ocultó su cuerpo en un cuarto
de utilería, tomó sus vestidos y los usó. Entonces apareció la misma mujer por
la puerta del juzgado y ocupó su asiento entre el jurado. Nadie sospechó nada
de lo ocurrido y todo seguía su curso normal.
Enseguida el personal de seguridad se acercó
a ella para prenderle por hablar sin autorización; pero la jueza intervino:
–Permítanle hablar, es parte del jurado.
–Gracias, señora jueza –soltó la mujer– nunca
se arrepentirá de conocer estos detalles.
Dicho esto, extrajo de su bolso dos discos
que depositó sobre una mesa al frente de todos. Un elemento de seguridad del
recinto con una venia de la jueza los tomó y colocó el primero en un proyector
que reflejaba su contenido en la pared de color claro. Enseguida aparecieron
las imágenes y se pudo apreciar cómo un hombre alto vestido con gorra militar y
barba de muchos días colaboraba con el personal de servicio del aeropuerto
quiteño. Más adelante, este mismo hombre aprovecha que está solo y abre un
equipaje en el cual introduce una bolsa con algo, justo antes de ser embalado.
–¿Alguien me puede informar de quién se
trata? –pidió la jueza a sus subalternos.
–Sí, mi señoría –respondieron a una.
–Es el que detuvieron a la salida del
aeropuerto por considerarlo sospechoso –atajó el que parecía llevar mayor
rango.
La jueza viró la cabeza hacia la mujer y le
hizo señas para que se acercara.
–¿Puede decirme quién es usted para
interrumpir un juicio de esa manera tan brusca?
–Sí, señora –soltó con aplomo la mujer– mi
nombre es Josefina Aldaz, la amante escondida del infeliz protagonista de los
vídeos y la madre de dos pelados suyos; a la que usa cuando le da la regalada
gana y me tiene como una sirvienta. Le seguí los pasos al salir con libertad
condicional. También soy la pendeja que le visitaba en la cárcel durante todo
el tiempo que estuvo en cana. Ahora que salió libre se portó turro con nosotros
porque ni se acordó que tenía mujer e hijos a quienes alimentar; pero hoy pongo
punto final a su prepotencia.
–Dígame, ¿cómo llegó a formar parte de este
jurado? –volvió la jueza– Quiero la verdad, sino ya sabe lo que le espera.
–Sí, señoría –repuso la intrusa y narró con
lujo de detalles la manera cómo llegó a formar parte del jurado, mi lector ya
lo conoce.
–Bien –ordenó la jueza– se suspende el juicio
hasta una nueva fecha.
Enseguida el personal de seguridad acudió al
cuarto de utilería y constató que era verdad todo cuanto dijo Josefina: la
verdadera integrante del jurado volvía en sí y empezaba a recuperarse de la
somnolencia.
En pocos minutos el jurado y las demás
personas abandonaron la sala mientras Ramiro fue devuelto a la prisión
provisional y estuvo a punto de caer en una aguda depresión; pero el recuerdo
de sus queridos Carmen, Paquito y Gabriela le daban mucho aliento en aquellas
horas de intensa zozobra. Tanto como la intromisión inesperada de la mujer que
se coló al personal del jurado le daba un sabor agridulce por todo lo que estaba
aconteciendo a su favor. No dudaba que la Providencia estaba de su lado y le
estaba echando una mano en este caso. También recordaba el fin del cuervo en
las garras del águila. Se acercó a la ventana de su celda y volvió a verla
dando vueltas en el firmamento, justo encima de él. Siguió escudriñando el
resto del penal y en una ventana del pabellón donde estaban los presos
confinados a varios años de prisión se asomó uno que se bajó los pantalones y
le mostró las partes, al tiempo que le hacía gestos obscenos con las manos.
Tocó una sirena como señal para salir al patio y enseguida se movía un
hormiguero que abandonaba las celdas. Ramiro no se mezclaba con ellos porque
aún no había sido condenado; pero ya se hacía de la idea cómo sería cuando le
tocase el turno.
Pasados los días en los cuales la familia de
Ramiro movió todos los resortes posibles para conseguir su liberación buscó
como último recurso acudir a la mujer que usó de una ingeniosa estratagema para
colarse al jurado. Ella era menuda de carnes y trigueña de piel; pero de
carácter muy desenvuelto y agresivo cuando las circunstancias le obligaban.
Vivía en una modesta casita de la Tola Alta ,
barrio del centro capitalino. Prestaba sus servicios como secretaria en una
empresa de transportes interprovinciales; pero años antes estuvo casada con un
militar que dejó su vida en el campo de batalla en la Guerra del Cenepa. A duras
penas se sostenía ella y sus niños, tanto la pensión que le dejaron por el
fallecimiento de su marido como los pocos dólares que podía conseguir en su
empleo: eran sus únicos recursos económicos. Nunca supo el porqué de caerle
bien Genaro cuando se conocieron en las aulas de la secundaria, hacía varios
años. En ese tiempo él era un buen muchacho y parecía que iba a tener un futuro
promisorio; pero el destino les jugó una mala pasada. Ninguno de los dos tuvo
suerte en la vida. Más adelante volvieron a toparse cuando estaba en la
policía. Ella estaba viuda cuando empezaron a intimar, a pesar de que él se
casó con Paola Carreño. Un par de años antes de que él fuera privado de
libertad, juzgado y condenado procrearon el segundo de sus hijos en la
clandestinidad; por eso ella tuvo pena por él y empezó a visitarle en el
panóptico.
Esa mañana tuvo visita en su casita, se
acercó a abrir la puerta luego de haber mirado por la ventana de quiénes se
trataba.
–Buenos días –dejó caer Cristina acompañada
de su padre y hermano– ¿Cómo la puedo llamar, señora?
–Creo que se equivocan de persona –objetó el
ama de casa queriendo escurrir el bulto e iba a cerrar la puerta; pero los
visitantes no lo permitieron.
–No, señora –insistió Cristina– usted fue
parte del jurado en el juicio que se celebraba el día quince de septiembre del
dos mil… en contra de Ramiro Carvajal y presentó unos vídeos que delataban al
verdadero culpable de…
–Bueno, verdad que sí –interrumpió la anfitriona–
quería enterrar este asunto que me trae de cabeza. Perdónenme pero yo…
–Por favor –cortó don Alfonso, padre de
Ramiro– necesitamos de su ayuda para conseguir probar la inocencia de mi hijo.
No sea malita, por el amor de Dios. Hágalo por los niños que quedarían
huérfanos si le condenan injustamente. Por favor; aunque sea lo último que haga
en esta vida…
–Está bien, está bien –interrumpió por fin la
mujer– mi nombre es Josefina Aldaz, viuda de Cortez. En parte porque yo también
estoy interesada en que se encierre al verdadero culpable, por eso hice lo que
hice. Aunque no estoy segura de cómo se me ocurrió actuar de esa manera:
colarme en un jurado con el peligro de perder mi pellejo; pero creo que el
acusado es inocente a carta cabal. Por eso les voy a ayudar en lo que esté a mi
alcance.
–Sí, por favor –pidió el hermano menor de
Ramiro– le vamos a recompensar económicamente si es preciso.
–No, no hace falta –repuso la mujer– como ya
les dije de principio, a mí también me interesa que el culpable se pudra en la
cárcel por equis motivos ¿De acuerdo?
–De acuerdo –dejaron caer a una.
Justo ese momento llegaba el abogado de la
defensa que también acudió al domicilio de la mujer por motivos análogos al
juicio en contra de Ramiro.
–Buenos días –soltó en tono seguro el recién llegado
al tiempo que leía uno de sus apuntes en una libreta– ¿Usted es la señora
Josefina Aldaz, viuda de…?
–Cortez –completó la anfitriona– ¿Para qué
soy buena, señor?
–Para ayudar a limpiar la imagen de un
inocente –esbozó el recién llegado a modo de introducción del caso al que
venía– ¿Podría servirnos de testigo en el juicio que se sigue al señor Ramiro
Carvajal? Soy su abogado defensor.
–Ya lo suponía –soltó la mujer con cierto
aire de efusividad– haré lo que sea posible por colaborar con usted y la
justicia.
–Bueno –concluyó el abogado– nos pondremos de
acuerdo en mi despacho esta tarde ¿Le parece?
–Sí, señor –repuso la anfitriona– como guste.
–Muchas gracias, señora Josefina –soltaron a
una los familiares de Ramiro– el Todopoderoso le recompensará grandemente por
este noble servicio a la justicia.
–Ojalá pueda servirles como es debido –repuso
la mujer a manera de despedida.
–Gracias –concluyeron los visitantes y
desaparecieron del lugar.
Por la tarde acudió Josefina Aldaz al despacho
del abogado y se efectuaron los ajustes necesarios para seguir adelante con la
defensa de Ramiro.
La jueza había dispuesto días anteriores que
Genaro debía comparecer en el juicio y él contestó más de una vez a los que le
llevaron la orden judicial con los consabidos monosílabos, movimientos de
cabeza y gestos que denotaban asco a todo lo que se hacía o se dejaba de hacer
a su alrededor. Aunque no ignoraba que los barrotes que sostenía con sus manos
crispadas por el odio se volverían en su contra más de una vez y que no habría
fuerza humana que los venciera. Sin embargo, pensaba: «La venganza es dulce,
muy dulce. Le pagué con la misma moneda al cabrón ése. Ahora sabrá lo que es
pudrirse en vida».
Llegada la hora, el jurado usaba sus asientos
respectivos. Se apersonó también Genaro y fue ubicado en la sala a modo de imputado
principal de los hechos; pero no había ni rastro del hombre barbudo y
descuidado de los vídeos, salvo la estatura y su complexión física. Su rostro
se encendió al ver a Josefina sentada junto al abogado de la defensa de su
rival; quiso restarle importancia, pero no pudo porque la intuición le decía
que su ex conviviente iba a atestiguar en su contra. Anheló de corazón que ese
momento la tierra se abriera y se tragara a la sala con todos sus integrantes,
incluido él mismo. Pero nada que no fuera divino podría salvarle de volver a las
tumbas donde los seres humanos permanecían vivos; aunque muertos para la vida
social del mundo.
–Proyecte los vídeos sobre el caso que nos
ocupa –pidió la jueza al que manejaba el lector.
En contados minutos se reproducían las escenas
que profundizaban la implicación de Genaro que cambiaba del color como un
camaleón, ahora estaba lívido. No tuvo ánimo de mirar a los ojos de su ex
camarada de toda la vida, el que esperaba sentado en el banquillo de su derecha.
–¿Reconoce usted estas imágenes? –soltó el
abogado de la defensa de Ramiro ante el anonadado personaje.
–No –repuso lacónico intentando esconder su
estado anímico– no sé de quién se trata.
–Ah, ¿conque no lo sabe? –rebatió la defensa.
–¡Protesto, señoría! –soltó el abogado de
Genaro.
–Denegado –repuso la jueza– continúe, letrado
de turno.
–Dice usted que no las reconoce –objetó el
abogado– pero qué me dice de su altura, corpulencia física, de la gorra militar
y de la barba de muchos días.
–Nada –repuso Genaro que lucía bien afeitado–
yo no llevo ninguna de las características que aquí se nombra.
–¿Ni la estatura –interrogó el abogado– o la
complexión física?
–¡Protesto! –chilló de nuevo el defensor de
Genaro.
–Denegado –volvió la jueza– siga, letrado de
turno.
–Vamos a ver –se afianzó el abogado ante el
jurado– el acusado niega tener parte en los hechos que se le imputan…
–Sí, maldito desgraciado –interrumpió
Josefina sin poder contenerse por más tiempo– ¿Tú no dijiste que todos los
pasos de tu «negocio» los tenías grabados en los vídeos que hemos visto? Pongo
estos hechos a consideración de usted, señora jueza, y la sala de este jurado.
En ese momento unos rayos de odio disparaban los
ojos del principal imputado en contra de la mujer que lo delataba.
–¡Protesto, señoría! –chilló el abogado
defensor de Genaro.
–Denegado –volvió la jueza dando un golpe con
el martillo– ya lo tengo todo claro. El responsable de esto es Genaro Armendáriz,
quien estaba con libertad condicional; pero ahora es cancelada y deberá cumplir
los cinco años, diez meses y trece días de cárcel que le restan donde iba a ser
destinado al señor Carvajal, en caso de hacerse efectiva su condena.
Luego de una corta pausa agregó:
–A Ramiro Carvajal se le restituyen los
derechos de ciudadanía de la República del Ecuador y queda en libertad sin
cargos. Declaro terminado este juicio. Buenas tardes a todos.
Al final del veredicto, los familiares de Ramiro
se acercaron y le abrazaron fraternalmente, mientras que los elementos de
seguridad llevaban al verdadero culpable que antes de desaparecer hizo a sus
espaldas un gesto obsceno con los dedos.
Quedó excelente con su sabia dirección, José Alejandro. Gracias.
ResponderEliminarDe nada :)
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