Juana Ortiz Mondragón
Sentada sobre una roca, Gina observaba cómo el sol se
escondía tras las nubes y coloreaba de rosa pálido el paisaje. Las olas mojaban
sus pies mientras jugueteaba con la arena.
- No sé qué me pasa, no sé qué tiene ese magnífico
lugar… me hechiza de tal forma que puedo permanecer horas contemplándolo -decía Gina.
Gina, una mujer pequeña de estatura, de contextura
delgada, pero grande de corazón. Medía un
metro y cuarenta y cinco centímetros. De
cabello rojo y ensortijado que le caía a
la espalda, unos ojos color miel y una
sonrisa mágica.
Un alma libre, de esas que poco se encuentran en estas
épocas. No andaba atada a nada: ni a cosas materiales ni a personas. Quizás
demasiado solitaria, siendo atractiva e inteligente, pocos amores habían pasado
por su vida. No creía en cuentos de hadas, ni en príncipes azules, pero en
ocasiones esperaba un hombre que la acompañara en la aventura de su existencia.
Había perdido los prototipos de belleza de aquella persona que deseó en su
adolescencia: ojos verdes, rubio, delgado… solo deseaba una compañía.
Hacía algún tiempo decidió que el mejor lugar para estar era una
playa tranquila, cercana a la ciudad.
Tenía veinticinco años, bióloga marina
de profesión, en sus tiempos libres
solía hacer ejercicio, leer y escribir un poco. Con esfuerzo había construido
una cabaña auto- sostenible, con paneles solares y sistema de riego. Cultivaba una huerta, de la que obtenía muchos de sus
alimentos: fresas, tomates frescos, albahaca, plantas aromáticas. Siempre se
sentía un olor dulzón en las mañanas.
Gina trabajaba en un parque acuático. Aunque no le
gustaba ver en cautiverio los seres que tanto amaba, trataba de hacer de la
vida de éstos algo placentero y se
esforzaba día a día por su conservación. Veía decenas de delfines en esas
enormes peceras, tan pequeñas para ellos. Todos los días sometidos a fuertes
entrenamientos, actividades antinaturales como saltar y bailar al ritmo de una
música ensordecedora. Gina los alimentaba y les brindaba atención médica. Cuando
terminaba su turno salía a trotar un rato por la playa o a nadar un poco. En las noches, mientras se tomaba un té,
observaba lo apacible del mar, se deleitaba con las estrellas y escuchaba
reggae.
Una mañana de agosto llegó a la playa, un apuesto caballero, rubio
y de cabello ensortijado. Ojos azules
claros y
muchas expectativas. Decía que
iba a cambiar el mundo, que en su maleta
traía todas las soluciones a las tristezas y a las soledades, que podía curar
toda clase de enfermedades. Tocó a la puerta de Gina un domingo, ofreciéndole
un producto, una bebida de color rojo,
que quitaba el cansancio y aumentaba la
capacidad intelectual.
-¡Buenos días! ¿Sería tan amable de escucharme? -preguntó desde el portón.
-¡Claro que sí! ¿Qué desea?
-Vengo desde tierras lejanas, ofreciendo medicinas
naturales a base de frutas, yo mismo las
hago. Curan desde un dolor de pie hasta un desengaño -dijo él.
-Me encantaría escucharlo, pero quisiera saber su
nombre.
-Me llamo Camilo y usted ¿Cómo se llama?
-Soy Gina, encantada.
Y Gina sucumbió al embrujo de los ojos claros de
Camilo. Se sentaron juntos a disfrutar de una taza de té, mientras él le
hablaba de sus recorridos por el mundo. Sin darse cuenta pasaron horas y horas
y los sorprendió la caída del sol.
-Debo marcharme, pero pronto estaré contigo. Tengo asuntos
pendientes con mi antiguo trabajo que no me dejarán tranquilo si no los
resuelvo. En la última ciudad que visité, intenté tener un negocio para vender
los remedios naturales y no funcionó.
-¿Me prometes que volverás? ¡Estaré esperándote! -le respondió Gina.
-¡Claro que sí! No sé cuánto tarde, pero volveré.
Y así se alejó Camilo, besándola en la frente.
Empezó el lunes con una sonrisa y un extraño nuevo
sentimiento. Gina no sabía cómo definirlo y tampoco lo deseaba, estaba feliz. Tomó algo de desayuno, acompañado de
aquel brebaje rojizo con sabor a estrellas y se sintió más fuerte.
El trabajo transcurrió tranquilo, hasta el mediodía,
momento en que el sol llegaba a su cúspide. Justo en ese instante, Gina y sus
compañeros observaron cómo aquella hermosa ballena Orca se convertía en mamá.
Habían pensado que no tendría crías y que esa especie desaparecería pronto del
parque. Se empezaron a sentir extrañas energías, agradables, mágicas. El cielo
todo el día estaba rosa y el olor a cerezas, moras y fresas inundaba el paisaje.
Gina esperaba y a veces desesperaba. Aquel caballero
que había cambiado su esquema no regresaba y aunque ella estaba bien, deseaba
volverlo a ver. Y así, como de la nada,
apareció Camilo, deslumbrante como el sol de aquella tarde. Quizás para
quedarse en compañía de Gina.
Ella lo observó perpleja desde la ventana; el cabello
de Camilo ondeaba con la brisa. De nuevo domingo, habían pasado muchos domingos
desde aquella vez, pero ella sabía esperar.
Juntos empezaron un nuevo camino, un par de almas
libres que se protegían la una a la otra.
-Te había esperado toda mi vida -le decía Gina, mientras contemplaba a Camilo.
-Y yo a ti, te encontré sin buscarte. Llegue a esta
playa atraído por una fuerza indescifrable y te vi…
- Tus pociones, tus encantos me han hecho pensar y
creer en el amor.
Así transcurría la vida para Gina y Camilo, llena de
abrazos, besos y una supuesta felicidad para ambos. Felicidad que se fue
convirtiendo en rutina para Camilo. Camilo, un pintor nómada, en sus treinta
años de vida, nunca se había asentado, provenía de una familia de gitanos, y
aunque poseía hermosos sentimientos, sentía que junto a Gina se estaba quedando
sin aire. No pintaba y el negocio de los
remedios naturales fracasó desde su llegada a la playa. Una mañana, Gina se
encontró con la sorpresa de que Camilo ya no estaba, en una extensa carta de
despedida, le decía que esta vez no regresaría.
“Querida Gina: maravillosos momentos pasé a tu lado, pero me siento frustrado. No tengo
trabajo y no puedo vivir solo de amarte…”
Estas fueron algunas de las palabras que Gina alcanzó
a leer, antes de que sus ojos se
llenaran de lágrimas.
Gina sintió cómo se le desgarraba el corazón; un dolor grande la estremecía. Caminó hacia
la playa y nadó hasta lo profundo; allí se sumergió en compañía de un delfín
rosado que habían liberado del parque acuático hacía algunos días para no
volver jamás.
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