Elena Villafuerte
La habitación está en
penumbra; las cortinas, cerradas para impedir miradas indiscretas, apenas dejan
pasar un rayo de luz. Un par de lámparas de leds iluminan un sillón, una
botella de vino y dos copas sobre la mesa. El aire, pesado con la mezcla de
aromas de desodorante ambiental, fluidos corporales y perfume, en fin: apesta a
sexo.
-Eso estuvo increíble.
-Acaricias mi mejilla con la punta de los dedos, en un gesto que destila ternura.
Mis ojos recorren las
líneas de tus piernas, que se adivinan entre las sábanas revueltas; suben hasta
tu cadera, que apunta alto hacia el techo, haciendo que en tu cintura se forme
una cascada de tela blanca. Observo la piel de tu pecho y brazos, cubierta de
vello, la quijada dura, sonrisa satisfecha; acabo en la luz de tu mirada cuando
me observas.
Hace unos meses que no
veo en tu dedo el anillo que te proclama al mundo como un hombre casado. Me
pregunto por qué. Pero en realidad no quiero que me respondas, porque en tu entrega
y caricias, en esos besos lentos, encuentro mi respuesta. Después de tantos
años, ¡quién lo dijera! Te has enamorado de mí.
Crees que lo he
olvidado, ¿no es así? Estás convencido de que retomamos esta relación en el
punto exacto en que la dejaste, cuando sacrificaste mi amor por tu carrera, por
tu egoísmo, por un matrimonio conveniente. Piensas que no te guardo rencor por
esas noches de soledad, cuando anegada en llanto, muriendo de celos, te sabía
en otros brazos.
¡Si supieras!
Cuántas cartas escribí
en esa soledad, llenas de palabras tristes, apasionadas; algunas cargadas de
enojo, de dolor y de reclamos. Cartas formuladas en tiempos de silencio, cuando
no podía, o no quería, saber de ti. Escribir fue la única forma de exorcizarte,
de sacar lo que llevaba dentro, de no volverme loca pensando; porque una vez
escrito estaba en el papel, o en la computadora, y no en mi cabeza.
Cuántas madrugadas
insomnes, llenas de desengaño. Cuántos gritos perdidos en las almohadas,
cuántas canciones cantadas entre lágrimas durante largos trayectos en
carretera, en el tráfico. Cuántas veces pensaba en ti, en aeropuertos, juntas y
salas de espera. No te importó mi extraordinariamente dolorosa agonía ni la
muerte de mis esperanzas. Para mí no tuviste más que una frase, que aún me
quema los oídos.
“Yo jamás te prometí
nada.”
-Te amo -me susurras al
oído, mientras me abrazas- ¡Me hacías tanta falta!
-¿Sííí? -pregunto
juguetona- ¿Cómo cuánta?
-¡Toda! -tu mirada se
hace oscura, profunda. Te incorporas y te acercas aún más, acaricias mi
cabello, mis labios- eres como un virus incurable. Te sueño, te deseo, te llevo
impresa en las retinas.
-Uuuuuyyyy…
-Tengo todo lo que
siempre quise, todo lo que soñé… y no soy feliz. Nada me llena, nada quita esa
sensación de vacío y de soledad que tengo. Y es que me faltas, amor… me faltas
al despertar, te extraño en mi cama, en la mesa del desayuno, al otro lado del
teléfono para preguntarme si voy a ir a comer. Extraño esas pláticas contigo, tu
risa, tus sarcasmos, tu inteligencia, tu forma de ver las cosas. Y me hierve la
sangre, pensar que estés con alguien más, que alguien más tenga tus besos, tus
noches, tus despertares, tu sonrisa y tus lágrimas…
Hace diez años hubiera
dado el alma por escucharte decir esas palabras. Hoy abro la boca para decirte
que yo… jamás te prometí nada. Que he aprendido a vivir sin ti, a no amarte, a
no desearte y no extrañarte. Decirte que se secó el manantial de mi llanto, que
reconstruí mi vida y que yo sí soy feliz. Pero te beso, y rodamos entre las
sábanas.
Después de todo, siempre
puedo decírtelo la próxima semana.
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