Juana Ortiz Mondragón
Riiing, riiinng, riiiiiiing… Todos los días, al tercer
repicar del despertador, 5:50 de la mañana se despertaba Tomás. Estiraba uno
por uno sus músculos y se incorporaba lentamente. Tomás era un niño de ocho
años, piel blanca, ojos azules y pelo ensortijado. Más alto que los chicos de
su edad, ágil y delgado como una gacela. Vivía en un poblado a orillas de un
rio de ensueño, con sus padres Francisco y Marta. Un lugar tranquilo en el que podían
salir a caminar en las noches de luna llena. Habitado por personas educadas y
amables. Las calles estaban llenas de jardines y de bancas para descansar.
Francisco y Marta llegaron allí cuando se dieron cuenta de que iban a ser
padres, buscando el mejor lugar para vivir.
Francisco era arquitecto y Marta diseñadora de interiores. Juntos
construyeron la casa de sus sueños: habitaciones amplias, muebles de madera, un
jardín interior de plantas frutales y uno exterior que daba al río, dos bibliotecas
y una sala de televisión, en la que se sentaban en las tardes a ver una buena
película.
Tomás era hijo único. Marta y Francisco habían
intentado concebir varias veces; abortos múltiples los desconsolaron por mucho
tiempo, hasta que como caído del cielo nació Tomás.
Desde su nacimiento nada le había faltado: juguetes,
ropa, libros, vacaciones a lugares fantásticos y una enorme habitación desde la
que podía divisar el rio. También tenía un hermoso Golden retriever llamado Único. Su gran amigo y aunque suene
redundante, quizás el único. Tomás salía todas las tardes a caminar con
Único, se sentaban bajo la sombra de un árbol. Tomás leía en voz alta sus
cuentos favoritos, Único movía las orejas y abría sus hermosos ojos miel,
parecía disfrutar de los ratos de lectura en compañía de Tomás. Sus padres no
reparaban en nada para darle gusto y cómo no hacerlo, Tomás merecía todo lo que
pudieran darle; él era un hermoso tesoro que los había alejado de una profunda
tristeza.
Entre los juguetes favoritos de Tomás, estaba una muñeca que Marta conservaba desde que era
una niña. Tomás la observaba con sus
hermosos ojos, intentando descifrar que le producía. Cuando nadie lo
miraba, jugaba con ella y aprendió a
coserle vestidos y sombreros.
En las noches, innumerables pensamientos lo abatían. Se
sentía extraño, como si su cuerpo no le perteneciera. En el instituto al que
asistía, sus compañeros le ponían sobrenombres y hablaban de él en los
pasillos. Su madre se sentía preocupada y un poco frustrada con algunos
comportamientos que notaba extraños en Tomás: cadencias en su voz, su forma de
caminar había cambiado.
-¿Qué pasará con Tomás? -le preguntaba Marta a
Francisco.
-¡Nada! - le
contestaba con voz tranquila Francisco.
-¿No has notado que su forma de caminar es
extraña? -insistía Marta.
Estas conversaciones terminaban en discusiones. Marta
se sentía inquieta con el comportamiento de Tomás y
Francisco trataba sin fortuna de tranquilizarla, de encontrar respuesta
a lo que su amado Tomás estaba viviendo.
Francisco era un hombre de temperamento tranquilo,
reflexivo. No solía actuar sin pensar,
pero en ocasiones, las conversaciones con Marta lo alertaban de la posible
situación que estaba enfrentando Tomás. Francisco tenía una mente abierta. Estaba
dispuesto a afrontar diversas situaciones
de la vida y a amar sin importar las dificultades, sobre todo a alguien tan
preciado como su hijo.
Tomás tenia sueños recurrentes, en los que sus
compañeros del colegio le hacían daño, lo golpeaban por ser y pensar diferente,
lo ridiculizaban delante de todos. Se levantaba alterado, sudando, en medio de gritos y llanto. Francisco, Marta
y Único lo consolaban y acompañaban. Único se enrollaba junto a las piernas de
Tomás, en las noches, cuando lo sentía nervioso y triste. Era el mejor ejemplo
de un amigo fiel.
-¡No sé qué me pasa! –decía Tomás llorando-. Siento que mi cuerpo no me pertenece.
-¡No te preocupes Tomás! ¡Te ayudaremos! -le decía Francisco, mientras lo tomaba de las
manos.
Marta lo observaba con una triste mirada, mirada llena de preguntas sin ninguna
respuesta. Marta era la hija del medio
de una familia adinerada, católicos, de
pensamientos de derecha, horizontes y mentes cerradas. Eran cuatro hijos: dos
hombres y dos mujeres. El mayor de sus hermanos, Mateo, había tenido en su adolescencia
comportamientos similares a los que
estaba experimentando Tomás. Su padre lo reprendía muy fuerte, tanto física
como sicológicamente: ¡Mariquita, eres la vergüenza de esta casa! Una mañana
fría, encontraron a Mateo colgado de las vigas de su habitación, contaba solo
con dieciséis años. Por este motivo,
Marta se sentía temerosa, a veces no sabía cómo comportarse con Tomás, solo sabía que lo amaba y que no iba a
desampararlo.
Tomás era un excelente estudiante, tenía las mejores
notas de su grado, le fascinaba dibujar. Su mayor sueño era ser artista. En sus
dibujos plasmaba lo que sentía, realidad que se le dificultaba verbalizar,
sujetos sin rostro y vestidos de diferentes formas eran sus protagonistas.
La situación del colegio empeoraba cada vez más. A
Tomás le daba temor entrar al baño, ya que un par de veces unos chicos de
grados superiores lo habían golpeado e introducido su cabeza en la taza del
sanitario: ¡A ver sin con esto se te quita la maricada!
El colegio era campestre, una edificación antigua,
cerca de donde vivía Tomás. Largos y fríos pasillos conducían a las salas de
estudio, dotadas de todo lo que los estudiantes pudieran necesitar: equipos de
cómputo, libros e implementos de laboratorio. Las aulas, estaban rodeadas de ventanas
que daban al campo, un salón con instrumentos musicales, piscina, canchas y una granja con diversos animales.
Estaba sumido en una terrible soledad. Buscaba a sus padres; estos siempre lo
escuchaban y encontraba refugio en Único. Pero él deseaba tener amigos,
personas de su edad con quienes compartir un rato. Varias veces llegó a casa
con moretones:
-¿Qué te pasó Tomás?
- le preguntaba su mamá.
-Nada mamá, me lastimé jugando fútbol –contestaba Tomás, intentando
no preocuparla.
Y se encerraba en su cuarto a llorar sin consuelo. Solo
permitía que Único entrara y éste le limpiaba las lágrimas. Tomás lo abrazaba fuerte, hasta que por fin el sueño los vencía.
Un verano, conoció un chico, un nuevo
vecino que había llegado a la orilla del
rio. Empezaron a hablar y se hicieron grandes amigos. Martín era un año mayor
que Tomás, nueve años y gustos parecidos. A Martín no le importaba que los
juguetes favoritos de Tomás fueran las muñecas, ya que también podían jugar
fútbol, trepar árboles y caminar con Único. Tomás se sintió identificado al conocer a Martín. Incluso le gustaba su compañía más que la de
cualquiera, aunque todavía no podía definir lo que Martín era para él.
Una tarde,
decidieron cambiar de juego. Fue el día de los disfraces y de
personificar seres de la vida que amasen
o quisieran ser. Empezaron por jugar a
ser vaqueros, astronautas, policías. En el desván de la casa de Martín,
encontraron faldas, vestidos y maquillaje. No vieron problema en disfrazarse de
chicas y salieron al jardín, donde descansaba el papa de Martín. Al verlos les
gritó y los obligó a cambiarse inmediatamente. También hizo que Tomás se fuera
para su casa diciéndole que jamás lo quería volver a ver. Según él, Martín
había empezado a cambiar desde que conoció a Tomás. No le pareció que éste
fuera un buen amigo para su hijo, que quizás eso que era Tomás se le podía
contagiar a Martín. Empezó por
prohibirles la amistad, hasta que decidió marcharse del río.
De nuevo solo. Marta y Francisco decidieron visitar una sicóloga para
saber cómo ayudar a Tomás. También
él la visitó en algunas ocasiones y afirmaba que lo relajaba que alguien, además de sus padres, pudiera escucharlo sin
reparos.
Las visitas donde la sicóloga surtieron efecto durante
algunas semanas. Días en los que Tomás y su familia estuvieron sonrientes.
Tomás se la pasaba dibujando y conversando con sus padres; por momentos la
ansiedad lo atacaba hasta que una mañana, los compañeros que siempre lo habían
perseguido, lo vistieron de chica y lo amarraron al asta de la bandera en el
patio central. Todo el colegio lo vio, miles de risas bombardearon sus oídos.
Esa tarde, sus padres fueron por él al
instituto. Las directivas les obligaron sacarlo de la institución aduciendo que
él era un problema para los demás chicos. Solo hasta ese día sus padres se
dieron cuenta de lo que había callado Tomás todos esos meses.
Al llegar a casa, Tomás se encerró cansado y
decepcionado de su vida. Al amanecer y
después de golpear sin resultado varias veces, Marta y Francisco derribaron la
puerta. Su hijo, su tesoro, yacía en el suelo; había ingerido una gran cantidad
de pastillas. Único estaba enrollado
junto a él. Sumidos en el más terrible
de los llantos, lo tomaron en los brazos, salieron de casa en compañía de Único
hasta el muelle. Allí estaba el barco en el que iban a realizar sus próximas
vacaciones. Sin esperanzas zarparon con lo que quedaba de su hijo. Navegaron
sin rumbo varios días. Un barco pesquero los encontró: habían muerto abrazados
contemplando a Tomás. A sus pies yacía también Único.
Una historia interesante.
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