Elena Villafuerte
No es que yo quiera
pegarle, no. ¡Pero me hace enojar! Es culpa suya. Anoche por ejemplo. ¿Cómo voy
a creer que no pueda callar a ese niño? Las tres de la mañana y el pinche
escuincle a grito pelado, y yo que tenía esa junta temprano con el infeliz
Nacho. Que cree que no me doy cuenta, el pendejo, de que me está viendo la cara
con las existencias del almacén. Y cuando por fin consigo pegar el ojo, ahí va.
¡Buaaaaaa! ¡Buaaaaaaaaaaaa! Yo bien tranquilo, caramba, pero pasan diez minutos
y ella no es capaz de encontrar qué rayos le pasa a la criatura. ¿Pues qué no
es su madre? Pero noooo, que chille el niño, al fin ella no tiene junta al día
siguiente, ¿verdad? Y que ni diga que no le da tiempo para dormir en el día. Lleva
a los niños a la escuela y ¿qué más hace cuando regresa? Echa una lavadora,
hace la comida y listo. El otro día que fue el del cable a ver la falla, bien
que le dio tiempo de estar contemplándolo en la sala ¿no? Zorra. Y luego
resulta que el malo soy yo. Que se dé de santos que sólo le dejé moretones, que
lo que debería haber hecho era partirles a los dos su madre. Si por eso
exactamente es que no trabaja, la señora, para que no tenga pretextos para
andar de fácil con otros. ¡Pero no entiende! ¿Acaso pido mucho? Un poco de paz,
que los dos apaches que tengo en casa no me estén fastidiando, que la comida
esté lista cuando llego, que la casa esté arreglada y que no me reciba una
cavernícola de cara lavada y sin peinar. Y que haga algo decente de comer, no
ensaladas y comida para conejos. Un buen corte, pasta con camarones, pastel de
carne…
Rodrigo estacionó el
coche frente a su casa pensando en la comida. Si no hubiera sido tan alto se
habría dicho que estaba obeso, pero su estatura compensaba el peso y tan sólo
se veía fornido. Algunas canas salpicaban aquí y allá su negro cabello. Vestido
de traje azul oscuro, con la corbata deshecha y el cuello de la camisa abierto,
cerró el vehículo justo cuando una gorda y helada gota de agua caía en su nuca.
Rodrigo odiaba la lluvia, odiaba mojarse; dando dos saltos llegó bajo el techo
y abrió la puerta de la vivienda.
- ¡Blanca!
No obtuvo respuesta,
cosa que le extrañó. A estas horas, su esposa Blanca debería estar esperándolo,
con la mesa puesta y la comida lista para ser servida. Sin embargo todo estaba
en silencio absoluto y el olor de los alimentos se encontraba notablemente
ausente.
- ¡¡¡Blanca!!!
Aventó las llaves sobre
la mesita de la entrada y dio un portazo. Dónde carajos se habrá metido esa pinche
vieja, se preguntó.
- ¡¡¡¡¡¡¡Blanca!!!!!!
¡¡¡Felipe!!! ¡¡¡Graciela!!!
Ni Blanca ni sus hijos
respondieron. A través de los ventanales se veía caer una torrencial lluvia en
el jardín; sobre la mesa del comedor, en vez del mantel y los cubiertos, se pavoneaba
solitario el arreglo floral que Blanca había comprado la semana anterior. La
cocina se encontraba en orden, sin rastro de actividad. En la sala unos
juguetes se encontraban tirados sobre el tapete, como esperando que los niños
regresaran en cualquier momento. Rodrigo los pateó y subió a zancadas la escalera.
Recorrió las tres recámaras, sintiendo cómo la furia comenzaba a difundirse
desde su estómago, llenando su torso, alcanzando sus hombros y su mandíbula.
Faltaba que la puta se hubiera ido a casa de su madre o de su hermana. Ahora
tendría él que ir a buscarla, y cuando la trajera de vuelta iba a desear no
haber nacido.
Colérico abrió la puerta
del clóset, buscando el paraguas. Lo que vio en la penumbra fue un par de
colmillos gigantescos en un hocico enorme, y a la altura de sus propios ojos,
dos negras pupilas que se le venían encima. Sintió un dolor espantoso en el
pecho, insoportable, y empezó a caer.
Después del sepelio,
Blanca subió a su camioneta, cerró los ojos y suspiró. Tanta gente, tantos
pésames, la tenían mareada. Todavía tenía en la nariz el pesado olor de las
flores y en los oídos los murmullos de la gente. “Pobre Rodrigo, ¡tan joven!
Cuarenta años… Claro que debe haber tenido el colesterol altísimo. ¿Bromeas?
Comiendo como comía, y sin hacer ejercicio, tantas presiones, era lógico que le
diera un infarto. Pobre Blanca…” Estaba agotada. Gracias a Dios que había
terminado, y ahora podía irse a casa.
No todo era malo; al
velorio habían llegado varios médicos, conocidos de sus tiempos en el hospital,
y tenía tres ofertas de trabajo. Le entusiasmaba la idea de retomar su carrera
de enfermera. Por otra parte sus hijos aún eran demasiado pequeños para que
esta situación marcara sus vidas. En unos meses habrían olvidado el asunto, con
esa inocencia y capacidad de adaptación típica de los niños. Los golpes, el
abuso, habían terminado casi al empezar.
Blanca sonrió.
Realmente ese disfraz
de hombre lobo había resultado la mejor compra de su vida.
Sorprendente final de un cuento interesante.
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