Elena Villafuerte
Me llamo Amalia Lapeira
Villareal, y hasta los diecinueve años fui consentida e inocente, totalmente
ignorante de la crueldad de la vida. Hasta que quedé viuda en mi viaje de
bodas.
Lo que debía ser el
inicio de una vida maravillosa se convirtió en el comienzo de una pesadilla digna de alguna película. Antonio,
mi novio, mi amigo, mi protector, el compañero que Dios había puesto ante mí me
fue arrebatado de improviso, en las curvas dantescas de un descenso al
infierno. Los demonios, personificados en nuestros compañeros de viaje, nos
dejaron a plena carretera mientras Antonio vomitaba sangre en mis brazos hasta
morir.
No recuerdo cómo
regresé a la casa de mis padres, de donde había salido una niña vestida de
novia entre música y flores, y a la que tres días después retornaba una mujer viuda.
Perdí la percepción del tiempo. ¿Cuántos días pasaron desde que llegué a ella
hasta que recuperé algo de sentido? ¿Fue una semana, un mes, un año? No sabría
decirlo. No me levantaba de la cama, no comía, no me bañaba. En las noches me
revolvía entre las sábanas sin querer dormir, porque sabía que en mis sueños estaría
mi esposo esperándome empapado en sangre. Y en las ocasiones en las que me
recibía sonriente, me tomaba de las manos, vivíamos nuestro amor, teníamos
hijos… hasta que por la mañana desaparecía todo entre los rayos del sol de mi
habitación de viuda, con la cama revuelta y el recuerdo del olor a sangre seca.
Esas mañanas eran las peores.
Cuando mi hermana mayor
se divorció, vi la oportunidad de la huida. Carmela era completamente mi
opuesto. Se había casado con un hombre, si a eso se le puede llamar hombre,
mujeriego y vanidoso. A los dos años de casada, un viernes por la tarde su
marido se apareció temprano después del trabajo ¡cosa rara en él! Carmela tenía
siete meses de embarazo y estaba en la cocina, calentando la leche para su
primer hijo, Gustavo. Gerardo se zambulló en el baño y emergió vestido, peinado
y perfumado, llevando en la mano una pequeña maleta, listo para una escapada de
fin de semana con la mujer que lo esperaba en el auto. Sólo que Carmela no
estaba de humor ese día, y le tiró encima la leche hirviendo.
La consecuencia natural
fue que al salir del hospital, después de que le trataran las quemaduras,
Gerardo se negó a seguir viviendo con “esa fiera” y se separaron. Al nacer mi
sobrina Soledad, firmaron el divorcio en condiciones de guerra; Gerardo alegó
violencia doméstica, presentó la evidencia de las heridas recibidas, negociaron
la custodia de los hijos. El resultado fue que Carmela se quedó con ambas
criaturas y Gerardo siguió una irresponsable vida de soltero, sin preocuparse
en lo absoluto por su ex familia.
Carmela tenía que
trabajar y yo, puesto que no había logrado morirme, decidí irme con ella,
alejarme de cualquier sitio que me trajera recuerdos de Antonio. Lo que no
pensé era que los recuerdos los tenía yo, no los lugares donde él estuvo
presente. Con el pasar de los años lo entendí a la perfección.
Veía en mis sobrinos a los
hijos que en las noches eran míos, pero que en el día me llamaban tía Amalia, y
una serpiente se me enroscó en el corazón. Mordía suave, constantemente.
Masticaba con lentitud, inyectando su veneno. ¡Eran los celos, era la envidia! Comencé
a ponerles apodos, para evitar encariñarme demasiado con ellos, y ellos se
desquitaban. Gustavo en particular era un niño travieso, alegre y respondón;
cuando lo regañaba, él respondía que yo no era su madre sino su tía, y que
ojalá eso se me metiera en la cabeza. Los escuchaba susurrar por los pasillos
del departamento que compartíamos, a él y a su hermana: “Mi tía Amalia está
loca, mamá. Se cree que somos sus hijos…”
¡Ah, los susurros! Mis
hermanas y toda la familia, amigas casadas, los conocidos de mis padres y hasta
el tendero de la esquina. No hay nada que pueda compararse a la necesidad del chisme,
disfrazado en bienintencionados
susurros. Escuché tantas cosas en esa voz bajita, como el ligero paso de un
aire maloliente. Algunos, los más cercanos, se preocupaban genuinamente por mi
salud y mi cordura, y se devanaban los sesos pensando a quién podían
presentarme para que “rehiciera” mi vida. Otros simplemente se regodeaban con
las murmuraciones, señalando por la calle a “esa muchacha a la que se le murió
el marido en la noche de bodas”. Hubo quien llegó a decir que yo había matado a
Antonio, porque bien sabía que él no tomaba refrescos y en la boda lo había atiborrado
de Coca-Cola.
Creían que no me daba
cuenta. Creían que me encontraba demasiado lejos, o que hablaban demasiado
bajo, o que los ojos no los delataban. O tal vez que como estaba loca, no me
importaba.
Y es que ¿cómo no
enloquecer? La muerte de Antonio fue una tragedia. Pero más trágico aun fue el
día a día que siguió, los meses que se convirtieron en años, el ser una figura pintoresca
de las que aparecen en los chismes del barrio. Ningún hombre de buenas
intenciones se me acercaba, porque nadie quería competir con un recuerdo; y
aquéllos que lo hacían, eran por lo general los viudos mucho mayores, o bien,
los hombres en busca de alguna aventurilla pasajera, pues ya no era una
muchacha soltera, sino una viuda y lo que es peor, una mujer que atraía la mala
suerte. Por la misma razón me fui quedando sin amigas, ya fuera porque no
querían herir mis sensibilidades hablando de sus matrimonios e hijos, bien
porque no querían que sus maridos fueran a fijarse en mí.
Desesperada comencé a
enviar cartas a las revistas de contactos de solteros. Necesitaba a alguien que
no me conociera, alguien que jamás hubiera escuchado de Amalia Lapeira, Amalia La Viuda, Amalia La
Loca, Amalia La Amargada. Así conocí a Pablo, a los treinta años, tras once de
viudez y de horror.
Pablo Reyna, mi segundo
esposo, era un contador amable y simpático. Caminaba ligeramente encorvado,
para disimular un poco su estatura, y usaba lentes redondos con delgada montura
de oro. Su cabello era negro como mi conciencia al casarme, ya que aunque lo
quería profundamente, nunca lo amé, y en el transcurso de la boda sólo podía
recordar aquélla otra...
Quisiera decir que mi
vida fue feliz y que Pablo fue el consuelo, la fortaleza que Dios me reservó,
etcétera, etcétera. La verdad es que el recuerdo de Antonio estuvo ahí por las
noches, separando nuestros cuerpos como una espada antigua y llena de telarañas,
con escalofríos que recorrían mi espalda cuando los dedos de Pablo me tocaban.
Quise a mi marido, pero lo cierto es que la cotidianidad es un arma poderosa,
que termina por acabar hasta con el más puro y apasionado amor. Y es mucho peor
cuando ese cariño terrenal se compara, inevitablemente, con un sentimiento que
procede del recuerdo, una imagen idealizada y perfecta que se mantiene sin
cambio y sin mancha con el pasar de los años.
Nuestra casa estaba
decorada en tonos rojos, negros y verdes pistache, con motivos geométricos y
muebles de líneas rectas que combinaban con las cortinas. El sol entraba a
raudales por las ventanas y generaba un ambiente alegre y vivaz. Por el
contrario nuestro matrimonio era bastante aburrido; después de las primeras
semanas, caímos en una rutina. Pablo se levantaba y se bañaba mientras yo preparaba
el desayuno. Huevos con jamón, jugo de naranja, café y pan tostado. Cuando se
iba al trabajo, yo pasaba el resto del día limpiando y arreglando mi casa, platicando
con las vecinas, peinándome en el salón. Pablo no comía en casa porque le
quedaba demasiado retirado de la oficina, así que no volvía a verlo hasta
pasadas las siete de la tarde. Los fines
de semana visitábamos a nuestros respectivos padres: los sábados a los suyos,
los domingos a los míos y viceversa. Nada emocionante por cierto, pero yo ya
había tenido suficiente de emociones fuertes.
Viví, eso sí,
martirizada por el temor de perder mi nueva vida. Celaba a mi marido hasta la
obsesión, no por amor sino por inseguridad. Estaba convencida de que sólo
podían ocurrirme tragedias y que por lógica, Pablo había de desaparecer de mi
vida en cualquier instante y por cualquier motivo. Cuando quedé embarazada de
mi hija Paulina, pasé siete meses acostada, atenazada por el pánico de tener un
aborto. Cuando nació, me levantaba por las noches, de puntillas, a verla
dormir, con el corazón saltándome como loco por el pecho, muriendo de miedo de
que algo pudiera pasarle. Le pedía a Antonio que la cuidara desde el Cielo, que
intercediera por ella, por esa niña que debería haber sido hija suya.
Con el paso de los años
mi cintura se fue ensanchando y con ella mis miedos. Mi familia me tachaba de
neurótica. Mis sobrinos, ya jóvenes, me miraban con rencor. Pablo se mostraba
cada vez más distante, primero absorbido por el trabajo y luego por el
desinterés en su familia y el interés en otras cosas: los amigos, las copas, el
boliche y con el tiempo, las reuniones de jubilados de su oficina. Paulina, por
supuesto, escapó de la casa en cuanto le fue posible, alegando que yo la
ahogaba. Hizo una vida lejos de mí, y en el fondo puedo decir que fue lo mejor
que pudo haber hecho; pero me pesó tanto el perderla, el que mis peores temores
se fueran haciendo realidad…
Esperé con ansias la
muerte, queriendo saber si en ella encontraría a Antonio. Incluso entonces me
fue negado un aniquilamiento rápido; me diagnosticaron enfisema pulmonar, y
padecí dos años de agonía, entre médicos y hospitales, teniendo que arrastrar
un tanque de oxígeno donde quiera que fuese. No únicamente me quedé sola, sino
que además me fue quitada la libertad de movimiento. Pasé tantas horas entre
sueños y recuerdos, reflexionando en lo que pudo haber sido y en lo que nunca
fue; entonces me di cuenta de que fui yo quien alejó a todos, quien no supo
enfrentar el miedo de quedarse sola y que al final, causé lo que tanto me
asustaba sucediera.
Hoy me da pena esta
criatura en la que me he convertido, arrugada y llena de tubos, en esta cama
dura como el cemento de la que sé que no he de levantarme, rodeada de
enfermeras y médicos que no hacen sino picotearme por todas partes. Me duele el
alma más aun que el cuerpo. Y en mi última hora, con mi último suspiro, mi
deseo más ferviente es creer que Dios existe, y que me escucha.
No te he llamado,
Señor, desde aquella noche en que murió Antonio. Pero si acaso no eres un
producto de la imaginación, te suplico, Dios mío, ¡dame otra oportunidad! Durante
cincuenta años me ha acompañado el fantasma de un amor irreal, que me ha
mantenido congelada en el tiempo. Pido tan sólo que ese fantasma se vuelva
carne; que de alguna forma pueda vivir la vida que me fue arrebatada esa noche
fatal de su muerte. Quiero vivir las noches de no poder dormir por sus
ronquidos. Despertar a su sonrisa y a la luz del día en sus ojos. Los
desencuentros diarios, pelearnos por tonterías, descubrir sus defectos,
desesperarme con sus manías; y algunas veces, encontrar que ese amor resiste
los años, los desencantos, las decepciones, que tome mi mano y miremos en
silencio un atardecer.
Junto a su cama de
hospital, Amalia percibió un cambio en el aire, una mano que le tendían dentro
de la luz brillante que entraba por la ventana. Observó sorprendida la silueta
de una sonrisa que iluminaba el Universo, y escuchó en su mente un susurro:
- Sí.
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