Marco Haro Sánchez
Fui ingresado de emergencia por la caída que tuve, no menos de doce
metros rodé por la peña, recordaba mi mujer que fueron días difíciles. Horas
antes me encontraba trabajando en la cantera tal y mi función era la de
controlar que la maquinaria de moler piedra no se atascara. Para ello, vigilaba
su funcionamiento desde una cabina. También contemplaba un pintoresco escenario
compuesto por montes cubiertos de variada vegetación, carreteras que subían o
bajaban por los extremos. Del mismo modo, las máquinas de movimientos de
tierras realizaban cortes cada vez más profundos sobre el terreno, el cual
prácticamente iba perdiendo su forma original y se convertía en un enorme
agujero cual un cráter de un gigantesco volcán.
Enseguida del accidente, mi
mujer comentó a mis hermanas, quienes se acercaron desde Madrid para estar
junto a mí, lo que ocurría en la UCI los primeros instantes de mi ingreso, más
o menos fue así:
–Si en el plazo de cuarenta
y ocho horas –profirió el médico que me atendió en los momentos críticos– sus
pulmones no logran funcionar por sí solos será hombre muerto.
Aquellas aseveraciones
cayeron como hachazos mortales sobre el corazón de Mirla que no hacía más que
llorar.
–Sí –asintió otro
facultativo–, además lleva un montón de fracturas que no pueden ser
intervenidas mientras no se normalice su respiración.
–Lo tenemos liado el asunto
–corroboró el primero– puesto que sus pulmones son un banco de carne
inservible, hinchado y sanguinolento.
–Claro –soltó un tercero–,
con una caída tan alta como la que ha tenido no es para menos. Es un milagro
que esté con vida.
–Bueno, señora –intentó
consolar a mi mujer el principal de todos–, esperemos que quiera luchar por su
vida el paciente y empiecen a funcionar sus pulmones. Tranquilízate que nada
podemos hacer hasta mientras.
Mirla asintió vagamente, al
tiempo que se enjugaba las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
Cuando pasé la coma inducida
de veintiún días solo era un despojo; pues me había quedado en los huesos y con
harta dificultad para expulsar los deshechos orgánicos. Por lo mismo, llevaba
colocada una sonda que recogía la orina en una bolsa transparente.
–Estamos reunidos los
mejores literatos –proferí preso aún de la anestesia ante el grupo de personas
que me visitaban.
–Este es fulano de tal
–proseguí con mi perorata–, el hermano mayor de Julio Jaramillo; y aquel, su
padre, don Neptalí.
Todos comprendieron mi
estado neurótico e hicieron caso omiso del anuncio. También dejé caer:
–Soy un guerrillero seguidor
del Che Guevara que estoy al mando de la revolución aquí en España…
–¡Hum! Revolución
–interrumpió Mac Giver–. Sigue nomás con tu revolución a ver cómo te va.
Como si hiciera eco en mí su
advertencia dejé de desvariar y anhelé encontrarme con la realidad.
El milagro ocurrió, ya que
cuando solo restaba una hora para que expirase el plazo de las cuarenta y ocho concedidas
por los médicos, mis pulmones despertaban con débiles movimientos.
–¡Eureka! –exclamó
emocionado el jefe de especialistas que me rodeaba– ¡Eso es lo que tienes que
hacer, chaval! ¡Respira! ¡Respira!
Esta aclamación fue seguida
de un sonoro aplauso por los demás médicos y personal sanitario que me atendía.
Enseguida se acercó a la sala de espera y profirió ante mi mujer que aguardaba
cariacontecida:
–¿Los familiares de Aurelio Hidalgo?
–indagó.
–Aquí –contestó vivamente mi
mujer.
–Te traigo buenas noticias
–dejó caer el profesional médico.
–¿Qué, doctor? –interrogó
Mirla pegando un salto y poniéndose de pie.
–Los pulmones del paciente
están volviendo a funcionar; aunque con débiles inhalaciones y exhalaciones,
pero van para mejor.
–¡Gracias a Dios! –exclamó
Mirla sin poder contener su alegría– ¡Gracias a ustedes que han logrado salvar
a mi marido!
–Es él mismo quien ha puesto
de su parte –atajó el cirujano–. Enhorabuena. Ahora nos toca esperar un poco
para realizarle las intervenciones pendientes.
Dicho esto desapareció por
los límpidos pasillos del centro hospitalario.
Al cabo de unas horas,
quitaron la intubación que llevaba un par de semanas. Muy levemente volvían a
la vida mis pulmones. Enseguida me colocaron en otra camilla y fui trasladado
al quirófano para empezar con las intervenciones quirúrgicas. Iban a inyectarme
anestesia general cuando:
–¡Oh, no! –profirió el
médico que capitaneaba la intervención– ¡Ahora no!
El equipo de médicos estaba
pendiente del monitor que sobre mi cabecera indicaba la evolución de su
funcionamiento. El contador bajó a mínimos y solo se apreciaba una línea plana
sin altibajos.
–Se suspende la operación
hasta segunda orden –soltó el que llevaba el mando–. Hay que esperar a que
funcionen correctamente.
Acto seguido llamaron a mi
mujer para decirle:
–Lo sentimos, los pulmones
han vuelto a fallar y hasta que no funcionen con un porcentaje aceptable no se
lo puede intervenir.
–¿Pero por qué no funcionan,
doctor? –volvió mi mujer.
–Mira –repuso el médico
aguzando el gesto y mirando sobre sus anteojos–, al llevarlos encharcados en
sangre e hinchados, difícilmente podrían funcionar como es debido, ¿no te
parece lógico, mujer?
–Sí, doctor –repuso Mirla
con un hilo de voz–, pero ya estaban volviendo a funcionar ¿y ahora qué pasa?
–Ahora, lo hemos vuelto a intubar
hasta que funcionen pasablemente bien. Dentro de algunas horas sabremos los
resultados. No queda más que esperar. Ya te comentaremos cualquier cosa ¿vale?
–Vale –asintió Mirla
entristecida–. Pero doctor, ¿existe alguna alternativa en caso de que no
funcionasen?
–Hay una sola –replicó el
médico, impaciente–, pero es muy arriesgada.
–¿Cuál es, doctor? –inquirió
vivamente Mirla.
–En último de los casos se
le podría aplicar un transplante de pulmones –dejó caer el galeno con tono
serio–; pero no se lo recomiendo. El paciente es joven y sería una lástima que
hubiera que tomar ese camino. Esperemos que funcionen los suyos propios y no
especulemos más en este asunto hasta nueva orden ¿vale, señora?
–Vale –soltó Mirla sin más
ni más.
Cuando tuve una leve mejoría
y respiraba un poco mejor me practicaron las intervenciones del brazo y del
hombro, los cuales los tenía fracturados. A partir de entonces empezó la fase
de recuperación.
Todas las mañanas debía
aguardar el taxi que me acercara al centro de rehabilitación. Apenas ponía mis
pies allí debía tener una sesión de baño termal que duraba una hora. Luego
esperaba en una camilla el turno de ser atendido por la fisioterapeuta que
llevaba mi caso y moría de miedo cuando la veía acercarse.
–Hola, qué tal –saludaba
mientras empezaba a trabajar con mi humanidad.
–Bien –contestaba con un
hilo de voz.
Al tiempo que empezaba a
quejarme cuando convertía mi brazo en un asta de molino.
–¡Ay! ¡Ay! –dejé caer más de
una vez.
–¡Ya cállate –me reprendía
cortando la conversación con sus demás colegas que hacían lo propio con otros
pacientes– y deja de de estar tenso, coño! ¿Cómo te vas a curar si tú no pones
de parte? ¿O prefieres quedarte torcido?
Al final de cada sesión me
sentía aliviado y tenía la impresión de que avanzábamos mucho; pues a las tres
semanas solo restaban unos veinte grados para llegar a su totalidad, lo que
nunca se llegó.
En tanto tenía visitas al
traumatólogo, al urólogo y otros especialistas. Cuando me tocó al primero me
revisó las placas que envió a hacerlas en días anteriores y me pinchó con
agujas en la pierna derecha.
–No tienes nada anormal –me
dijo luego de darme golpecitos con un martillo de goma en la rodilla–, así que
no hay que rehabilitar la pierna porque no se encuentra ningún desperfecto.
Estás fenomenal –concluyó.
Esta frase: «Estás
fenomenal». Se convirtió en un himno que coreaban todos los facultativos y
ayudantes. Lo propio ocurrió cuando acudí al urólogo debido a que tenía
disfunción en las vías urinarias producidas por una fractura en la pelvis. Este
especialista me realizó una prueba para medir la afección del aparato urinario,
la cual fue del todo insoportable.
–Respira hondo y contén la
respiración –me ordenó mientras introducía una vara por mi conducto urinario.
Mientras examinaba la
pantalla que indicaba algo parecido a la evolución de un sismo.
–Respira y no sueltes el
aire –volvió el urólogo en tanto me retiraba el objeto extraño de mis partes–.
Ya puedes respirar –concluyó por fin.
Enseguida me dio del
diagnóstico:
–Si no mejoras el flujo
urinario en tres o cuatro semanas tendremos que tomar medidas más drásticas.
Espero no tener que llega a ellas.
–¿Cuáles son ellas, doctor?
–indagué un tanto asustado.
–La fractura –prosiguió– que
has tenido en la pelvis obstruye de manera progresiva dicho flujo. El meato
urinario se cierra cada día un poco más.
–De momento lo mantenemos
controlado –añadió el médico– pero vamos a ver qué ocurre con el paso de estas
semanas. Hasta mientras a tomar los medicamentos como es debido, sin olvidarte
ninguno ¿vale?
–Vale –dejé caer sin más.
Me sentí ante las cuerdas y
no supe si esta visita con el médico era una terrible pesadilla o una monstruosa
realidad.
Era cierto que me costaba
mucho orinar y me dolía de manera atroz la parte pélvica, el bajo vientre y los
testículos.
En los días sucesivos fui
expulsando la orina de manera progresiva; aunque me dolía mucho cada vez que lo
hacía pero empecé a curarme de veras. Enseguida me dieron el alta no sin antes
citarme para dentro de seis semanas para realizar un chequeo general a ver cómo
evolucionaba.
Seguidamente entré en
sesiones periódicas de rehabilitación oral, las cuales poco o nada me ayudaron a
recuperar la normalidad de mis cuerdas vocales. También debía realizar una
serie interminable de ejercicios en casa para colaborar abiertamente con la
rehabilitación del Hiato ni sé cuánto.
Por último, esta
especialista me aseguró:
–Las cuerdas vocales son dos
filamentos que van siempre juntos como las teclas de un piano; pero si pasa,
como en tu caso, que forman un óvalo entre ellas no funcionan correctamente,
cuyo resultado es la distorsión de la voz.
–¿Qué puedo hacer para
corregir aquello? –objeté de inmediato.
–Algo que resolvería
bastante bien esta disfunción –añadió con viveza– sería colocarte una prótesis
para que sustituya las cuerdas averiadas.
Hubo un corto silencio.
–Pero –agregó la
especialista– con una correcta rehabilitación oral conseguiremos un buen
porcentaje de recuperación. Al final veremos los resultados.
Asentí mecánicamente
mientras abandonaba la consulta hasta la próxima visita.
De este modo pasé las
semanas posteriores de especialista en especialista y la mayoría coreaba el
mismo himno: «Estás fenomenal. Estás fenomenal».
Al final de todo me
preguntaba si en verdad estaba fenomenal: «¿Por qué tenía que asistir a uno y
otro especialista?» Nadie respondía mis interrogantes; pero aprendí que a lo
mejor esa era una manera de animar a los pacientes por más graves que se
encontrasen, mientras fueran atendidos en los centros sanitarios o de
rehabilitación.
También lo veo bastante bien, gracias a la sabia guía de usted José Alejandro. Muchos reconocimientos por la luz que me brinda en cada relato.
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