Elena Villafuerte
Amalia miraba con la
boca abierta el trajín de la estación de autobuses. En sus diecinueve años de
vida, jamás había visto tal variedad de personas en el mismo lugar. Por los
pasillos deambulaban jóvenes de traje y modos apresurados; sudorosos cargadores
de fruta y verdura; parejas de adultos mayores, uno sosteniendo al otro. A su
izquierda podía ver, recargadas contra la pared y rodeadas de cajas de cartón,
a tres mujeres vestidas con trajes indígenas. En los rebozos de dos de ellas
dormían niños pequeños, mientras que entre las tres arrastraban a media docena
de infantes de edades diversas. Serían acaso un par de años mayores que ella,
pero se comportaban como si tuvieran diez o quince más.
-Listo, amor. –Escuchó
una voz masculina en su oído, mientras un brazo se ceñía a su cintura. –Salimos
en el camión de las dos treinta.
Ella giró y se encontró
con los ojos cafés de Antonio, su esposo de unas cuantas horas. Como de
costumbre se le fue el aliento al sentirlo tan cerca, sólo que ahora su
confusión se acrecentaba por momentos. La boda había sido planeada con meses de
anticipación, pero para Amalia todo transcurrió demasiado rápido. Todavía no
acababa de creer que se había casado con él, que era su esposa, que esa noche,
o la siguiente…
No. No iba a pensar en
eso.
Embobada admiró el
bigote de Antonio, sus labios delgados que sonreían con alegría. Le esperaba
una maravillosa vida con él, ella lo sabía, podía sentirlo en los huesos. Se
habían casado en la capital porque las familias de ambos radicaban ahí, pero el
viaje de novios tenía como destino su próximo hogar, Ciudad Victoria,
Tamaulipas. Antonio era ingeniero petrolero con un futuro prometedor en la
naciente industria petroquímica de la región. La había conquistado con sus
modos tranquilos y sinceros, sin pretensiones pero llenos de nobleza; era un
hombre honesto, dedicado, al que no le había costado trabajo encontrar un
empleo al terminar la carrera y que sin duda ascendería pronto. Y ella lo amaba
tanto que sentía que pisaba nubes y no el piso de la estación de autobuses.
Después de la ceremonia
religiosa se había ofrecido un banquete para celebrar la unión; probablemente
sus familias se quedarían en la fiesta hasta bien entrada la noche. Pero ellos,
deseosos de comenzar su nueva vida juntos, escaparon en cuanto pudieron, con
dos maletas y lo mínimo necesario; el resto se había ido en la mudanza de
Antonio. Amalia había cambiado su estorboso vestido de novia por un práctico
conjunto de falda y saco azul claro, que resaltaba el color de sus ojos y su
tez blanca. El cabello castaño seguía recogido en un moño, al cual únicamente
le había retirado los azahares de desposada.
Las nubes rosas de
Amalia comenzaron a perder altura al subir al autobús. Aferrada a la mano de
Antonio, percibió un aire rancio, cargado de olores desagradables. Encerrados
en el vehículo durante meses, se mezclaban entre sí: comida echada a perder,
sudor ácido, cigarro, cabello sin lavar y… sí, ella podría apostar que en algún
momento alguien se había orinado en alguna parte del camión. Intentando no
perder la compostura sacó un pañuelo perfumado de su bolso y hundió en él la
nariz.
-Antonio -musitó desde
las profundidades de la tela- ¿cuánto tiempo dices que dura el viaje?
El autobús debía seguir
la ruta de la nueva Carretera Interamericana. Saliendo de la Ciudad de México,
pasaba primero por Colonia y después se dirigía a Tamazunchale, descendiendo
por los sectores más accidentados de la Sierra Madre Oriental en un trayecto
plagado de curvas. Posteriormente y ya casi al nivel del mar, el tramo más
largo era Tamazunchale - Ciudad Victoria, unos trecientos cuarenta kilómetros.
Total estimado del viaje, quince horas. Amalia estuvo a punto de desmayarse.
Para cuando dieron las seis
de la tarde, la joven se alegraba infinitamente de que los nervios no le
hubieran permitido comer nada en el banquete. Entre el olor del camión, de los
pasajeros, y las curvas de la carretera, ella había vomitado ya hasta la comida
del día anterior. Jamás hubiera pensado que sería posible sentirse tan mareada.
Esto era un tormento, ¡y aún faltaba más de la mitad del camino!
Extrañamente, Antonio
no había dado muestras de preocupación por su esposa. Amalia se incomodó un
poco. Él llevaba ya un rato mirando al frente, con el ceño fruncido, sin
prestarle de hecho ni la más mínima atención.
-Antonio –comenzó-
¿cuál es el siguiente pueblo?
-Zimapán –respondió él
con voz rara y entre dientes, sin siquiera voltear a mirarla. Era tal su
expresión que Amalia se asustó.
-Amor, ¿qué pasa?
-Nada.
-¿Nada? ¿Estás seguro?
No tienes cara de nada. Dime qué te pasa.
Antonio cerró los ojos.
-Me subí al autobús con
un dolor en el estómago. Pensé que eran nervios, o que algo me había caído mal.
Pero no se me ha quitado, al contrario, cada vez me duele más. Y me duelen las
rodillas, los codos, los nudillos… creo que tengo fiebre.
Amalia, asustadísima,
le tocó la frente: hervía.
-¡Dios santo, Antonio! ¿Por
qué no dijiste nada?
-No quería angustiarte.
-¿Y ahora qué vamos a
hacer?
-Pues lo único que es
posible hacer, esperar llegar a Zimapán y bajarnos ahí para ver a un doctor. Si
hay.
Amalia se levantó y
entre tumbos llegó al asiento del chofer.
-Señor, ¿cuánto falta
para llegar a Zimapán?
-Como hora y media -respondió
el hombre, entre dos fumadas.
-¿Y habrá ahí un
doctor?
-Uta, señora. Es un
pueblito, la verdá no sabría decirle. A lo mejor tengan algún practicante o
algo así. ¿Qué le pasa?
-A mí nada, es mi
esposo… le duele el estómago…
-Se le habrá atravesado
el taco, no se priocupe. Estas curvas son pa’ machos y no cualquiera las
aguanta.
-Pero es que además
tiene fiebre.
-Mire, seño, si no
quiere que nos embarremos y pasemos todos a mejor vida, mejor regrésese a su
lugar. Yo le aviso cuando lleguemos a Zimapán.
Pasaron cuarenta
minutos antes de que Antonio comenzara a doblarse del dolor, y otros veinte
para que vomitara sangre. Amalia, con la cabeza dándole vueltas y el estómago
en la boca, escuchaba los cuchicheos a su alrededor.
-Mami, ¿qué le pasa a
ese señor?
-No sé, mi vida. Tú
mejor no te acerques por ahí.
-¿Qué será que le pase
a ése?
-Pos sepa, pero se nota
que es grave. Nomás mírale la cara. A mí se me hace que éste ya no la cuenta…
Esto no podía estar
pasando, debía ser una pesadilla. Antonio tenía la camisa manchada de sangre
oscura, pestilente; Amalia, desesperada, rezaba porque llegaran pronto a
Zimapán o adonde fuese, que ocurriera un milagro. Porque era evidente que
Antonio se moría, y la carretera seguía torciéndose, bajando entre acantilados
y barrancas, sin señales de ningún pueblo y menos aún de un médico.
De pronto el camión se
orilló en un terraplén, en el que se veía una casucha descuidada. Amalia
levantó la vista y se encontró con la cara del chofer mirándola desde el
pasillo.
-Señito, una disculpa…
-¿Qué pasa? No me diga
que esto es Zimapán, ¿por qué nos detenemos?
-Ay, señito. Pos es que
se está haciendo de noche, verá, y pa’ llegar al pueblo todavía falta un rato.
Y la cosa es que su marido de usté, pos… pos la verdá es que nos está poniendo
a todos muy nerviosos. Vaya usté a saber qué tenga, y los otros pasajeros pos…
-¿Qué? No le entiendo,
señor, explíquese bien. ¿Nerviosos de qué? ¿Qué no ve que mi esposo está
enfermo, que es urgente llegar a alguna parte donde lo atienda un médico? En
lugar de estar aquí diciéndome no sé qué, ¡póngase a manejar y apurémonos a
llegar adonde esté ese bendito pueblo!
-Disculpe, señito, pero
no puedo. Yo tengo una responsabilidá con los otros pasajeros, ¿me entiende? No
puedo llevarlos más lejos. Por eso estoy diciéndole esto. No quiero dejarlos en
medio de la carretera, pero pos ¿y si lo que tiene su marido de usté se lo
contagia a los demás? Por eso mejor quédense aquí. Al menos hay un techo y pos
ya Dios dirá.
Amalia gritó, lloró, amenazó,
suplicó, pataleó. Los pasajeros le dieron sus bendiciones y una viejita le
entregó un escapulario muy milagroso. Pero igual la dejaron en la casucha, que
más bien era una choza, con un Antonio ya semi inconsciente y una familia
indígena que la miraba con ojos enormes sin saber qué hacer.
Amalia regresó a la
ciudad de México sola, tres días después de su boda, un doce de abril de mil
novecientos cuarenta y dos. Antonio había muerto en sus brazos, cuando a ella
ya no le quedaban lágrimas ni voz, de una peritonitis aguda. Sola lo sostuvo, sola
lo limpió, sola lo veló y sola lo enterró.
Y jamás lo olvidó.
Bonito relato.
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