Nelly
Jácome Villalva
Terminé
mi jornada laboral como siempre alrededor de las siete de la noche, la verdad
porque prefiero quedarme hasta más allá de la hora de salida y así aprovechar un
tiempo en silencio para concentrarme y adelantar mi trabajo.
Ese
día jueves, que para colmo tenía restricción vehicular por disposiciones del
gobierno local, me tocó caminar algunos metros para alcanzar un taxi, después
de unos minutos, que se me hicieron eternos, conseguí uno; el tráfico vehicular
estaba tan pesado que el joven que me transportaba me indicó que iba a tomar
otra ruta. Era un camino empedrado bordeado por algunas casas pequeñas aún de
teja, rezagos de cuando Quito era una pequeña ciudad conventual, nada que ver
con la modernidad de estos días. -Vaya
progreso, ¿progreso? No sé si realmente lo es, pero en fin. Pasaba por estas
calles poco conocidas para mí, y a unos cuantos metros de distancia divisé un
cementerio, del cual no había escuchado hablar.
Indagué al taxista sobre este lugar, que a primera vista me causó un
escalofrío profundo, siempre un cementerio me incita recordar que no somos para siempre y eso no me
hace ninguna gracia.
Al
verme tan absorta mirando el cementerio, el chofer me propuso acercarse un poco
para que pudiera verlo mejor, lo que no me pareció mala idea, después de todo
no tenía quien me esperara en la casa, así que podría decir que contaba con
algunos minutos para saciar mi curiosidad.
Lucio
se llamaba el taxista, era un hombre joven, vestía un suéter de lana tejido a
mano que dejaba entrever que su color original había sido negro, aunque se
confundía perfectamente con un color más
bien gris, seguramente su situación
económica no le permitía renovar su vestuario, pero bueno… Lucio, afablemente
me contó la historia sobre el cementerio de los aparecidos, como él lo llamó.
Hace
un poco menos de un siglo, ese lugar no había sido un cementerio, sino una
hacienda de una familia muy rica y respetada de la época, cuya historia trágica
nadie se la imaginaba pero que se vino como una plaga que no pudieron contener.
Los
Aguirre, así se llamaba la familia propietaria del lugar, habían concebido una
sola hija. La hacienda era grande, tenían
algunos empleados entre los que había una niñera para su hija, que a la fecha
contaba con diez años de edad. Esta niña de nombre Lucía, llevaba dos trenzas
con lazos en su cabello color castaño oscuro, tenía ojos pequeños de color café, era alta de
estatura para su edad, siempre se la veía con vestidos y malla, miraba a través
de la verja con ganas de jugar como lo hacían esos niños en la calle, trepando árboles,
saltaban y se escondían, se veía divertido pero ella no salía. Al ver a los demás niños que corrían, ella
desde adentro los imitaba simulando que también la perseguían y se emocionaba
como si estuviera jugando con ellos. –Mamá, quiero salir a jugar, ¿déjame salir
por favor? –pedía, pero como siempre, no se lo permitían. En una de esas ocasiones, coincidió que
tenían una visita y al escuchar la petición de la niña, su compadre don Augusto
intercedió por ella, alegando que hasta su hijo estaba jugando y que no sería
nada malo que le permitieran salir aunque sea un momento, pero fue inútil,
Lucía tuvo que conformarse otra vez con solo mirar.
Los
años pasaron y Lucía fue almacenando un profundo resentimiento y odio hacia sus
padres, porque sentía que no la querían, que se avergonzaban de ella. Al
cumplir quince años, tomó la decisión de salir de su casa recogió las cosas que
más le gustaban y se puso a pensar a dónde iría, se acordó que no tenía amigos, que no conocía
a nadie, que en realidad no tenía a quien pedir ayuda, entonces volvió a
guardar las cosas y se encerró en su habitación a llorar sin consuelo. Pero la idea no se le había esfumado del
todo. Un año después, a escondidas en su
habitación, Lucía contaba el dinero que, de a poco, fue ahorrando o sacando de
una funda que su madre tenía bajo el colchón, pero no era suficiente…
¿Suficiente
para qué? -pregunté con curiosidad a
Lucio, quien se había quedado como en suspenso mirando a un punto imaginario y
al escuchar mi voz dio un suspiro profundo y continuó -la
verdad, ya no me a cuer do… -me
dijo lentamente balbuceando la última palabra, mientras seguía con su mirada
perdida, pero luego me contó que Lucía desapareció de la hacienda, nadie la
volvió a ver, sus padres seguían en la casa grande pero no hablaban de ella, parecía que todos
la ignoraban.
Un
día, después de que los trabajadores guardaran lo cosechado recibieron la
visita inesperada de un joven de más o menos veinte años, tamaño promedio, ojos
cafés y cabello corto castaño quien con una voz grave les dijo –Hola mamá, papá, vine para decirles que ya
nunca más me esconderán. Nunca les perdonaré todos los años que no me dejaron
ser yo, que me obligaban a usar esas mallas horribles. Yo, ¿qué culpa tenía?,
¿por qué no me dejaron ser yo mismo desde siempre? Pero ahora no me importa lo que digan, ¡soy
Lucio y así moriré! Las maldiciones
proferidas por sus padres fueron la única respuesta que recibió, cada palabra le
llegaba como una puñalada, ya no estaba dispuesto a soportarlo más, se puso
fuera de sí y tomó un martillo que estaba cerca, golpe a golpe fue desfigurando
la cabeza de su madre, mientras a su padre le había asestado un certero
martillazo en la nuca. Luego de cometer los dos crímenes, incendió la casa
principal, murieron todos los empleados, Lucio riendo a carcajadas iba de a
poco despojándose de su vestimenta, una vez desnudo se miró en el espejo que
ardía en llamas y gritando su nombre se fundió con su imagen para siempre.
Conmocionada
con tan terrible historia, le pedí al taxista que me esperara, quería observar
más de cerca el ambiente del cementerio, pero él mismo me acompañó y vimos que
la puerta no estaba asegurada así que entramos y mientras avanzaba, pensé en la
matanza ocurrida en esa hacienda, en cómo las autoridades locales debieron
haber deliberado sobre lo ocurrido para convertirla en el cementerio del lugar. Regresé la mirada para comentar la
coincidencia del nombre del joven de la historia con el taxista, pero no estaba
cerca, al buscarlo lo encontré unos metros más adelante frente a una de las
tumbas, en cuya lápida se leía Lucía Aguirre, estaba desnudo flotando y de a
poco se fue desvaneciendo mientras decía a gritos su nombre ¡LUCIO! ¡LUCIO!
¡LUCIO!
Es una historia interesante.
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