Juana Ortiz Mondragón
Entre el azul del cielo y las líneas blancas que lo
adornaban, se entretejían los sueños y los deseos de Luisa. Era una bella chica
de ocho años, morena y dulce… de esas personas
que ya no se encuentran, delicada como la brisa. Habitaba en un barrio humilde
que no aparecía en los mapas. Calles estrechas y empinadas, poco color en el paisaje. Las edificaciones
se levantaban a ambos lados. Era un
lugar muy poblado y todos los habitantes
se conocían. Su casa estaba hecha de cartón y botellas plásticas. De su primera
infancia recuerda esos terribles vendavales que los dejaban a ella y a su
familia sin protección. Amaneceres en
los que el sol los bañaba con sus rayos, contagiándolos de energía y alegría.
También rememora la visita de la luna
llena resplandeciente que se asomaba por las hendiduras de la vivienda. Días
en que el alimento no los acompañaba y
tenían que soportar sus estómagos hambrientos y salir a la calle al rebusque.
Luisa vendía dulces en los semáforos, hacía mandados y
recogía reciclaje. Pero su sueño, su enorme deseo, era pertenecer al circo,
recorrer las calles acompañada por música y comparsas… volar en los trapecios.
Nunca había entrado a un circo, pero una
vez mientras trabajaba, vio cómo llegaba uno: esos hermosos camiones, observó
cómo se bajaban de ellos los artistas y recorrían las calles danzando. Recordó
que a sus manos había llegado un libro maravillosamente ilustrado. Se llamaba
“El circo”. Página por página se dejó
deslumbrar con las imágenes y con los textos que contaban la vida en un lugar
así. Y decidió que cuando creciera pertenecería a uno. Juan y
María no tenían con qué hacer este sueño
realidad. Le enseñaron a trabajar, a ser responsable. María era la hija mayor
de una familia humilde y desde muy
pequeña las circunstancias la obligaron a trabajar para ayudar a mantener a sus
hermanos menores. Vio como sus deseos se perdían, no tuvo la oportunidad de
estudiar. Por eso era fuerte y exigente
con Luisa.
-¡Mamá, papá,
yo quiero volar! -les decía Luisa con una enorme sonrisa.
- ¡Niña, no seas tonta!, ¿de dónde sacas esas ideas? -le reprochaba su
madre.
Juan, que era tan soñador como Luisa, la observaba en
silencio y recordaba que cuando era chico tenía el mismo deseo de Luisa:
pertenecer al circo, ser el hombre bala.
En las noches, cuando sus padres dormían, Luisa se
preparaba a cumplir su sueño: uno a uno estiraba sus músculos, y con paciencia
repetía vueltas estrellas, rollos hacia atrás y adelante, malabares… el
cansancio la sorprendía en las más
extrañas posiciones y lugares de su
casa. Al despertar, su madre se preguntaba asombrada:
-¿Qué le pasará a esta niña?, ¿qué demonios la
visitarán en la noche?
-¡Nada querida, quizás pasó la noche jugando, déjala tranquila! -le decía Juan,
tratando de despertarla con suavidad.
Luisa abría los ojos con lentitud y se levantaba con
una enorme sonrisa. Tal vez había estado soñando que volaba en los trapecios.
-¡Buenos días papá!, ¡buenos días mamá! ¡Qué bello
está el día! -decía aprisa.
Se alistaba para ir al rebusque y cuando no había
mucho tráfico se paraba en las ventanas y puertas de la escuela. Su otro sueño
era estudiar. Lo poco que sabía leer, se lo había enseñado su padre.
Luisa, sabía valorar lo que tenía, pero nunca dejaba
de pensar en lo que la haría realmente feliz: recorrer el mundo y sentir el
calor del público.
El circo se instaló en un terreno baldío a unas
cuadras de su casa. Luisa observó cómo extendían las carpas color lila y púrpura
y ponían todo en su sitio para iniciar
las funciones. En la noche las luces
titilantes llamaron su atención,
centenares de personas esperaban que abrieran sus puertas. El ambiente se
inundaba con el olor dulzón de las crispetas. Luisa se imaginaba el crujir de éstas mientras las preparaban. La entrada
era demasiado costosa para Luisa. Al hablar con su madre, obtuvo un no como respuesta:
-¡Cómo se te ocurre Luisa! ¿De dónde vamos a sacar
todo ese dinero?
Su padre en cambio, en un descuido de María, se la
llevó para un rincón de la habitación y de debajo de la cama sacó una lata
redonda donde guardaba algunos tesoros. Luisa se sorprendió. Con cuidado su
padre sacó unos cuantos billetes y se los entregó a Luisa con una sonrisa. Era
parte del dinero que había guardado durante años para empezar a reconstruir su
hogar. Luisa apenada no sabía qué hacer.
-No te preocupes hija, ve y disfruta sin que mamá te
vea. La vida sabrá recompensarnos.
Luisa besó a su padre y se escabulló rápidamente para
que María no la viera. Luego de hacer la cola se sintió la niña más feliz. Las
manzanas acarameladas lucían apetitosas, tan brillantes, parecían recién
lustradas.
No pudo contenerse y con lo que le quedaba del dinero que le dio su padre, se deleitó con una: tan suave y
dulce, se deshacía con facilidad en su paladar. No había probado manjar
semejante. Por un momento olvidó las
noches con hambre, el agua entrándose
por el techo de casa y se vio así misma en los trapecios.
A la mañana siguiente no paraba de hacer las piruetas
que había visto esa noche. La gente que pasaba se quedaba atónita con su
talento y ese día se fue a casa con los bolsillos llenos.
La información llegó a oídos del circo: ¡una niña
talento en la calle!
Fueron a buscarla esa tarde con una propuesta: empezar
con acrobacias simples y luego quizás el trapecio. Luisa no paraba de sonreír, se
dirigieron a hablar con sus padres. Él
director del circo, llamado Darío, no podía creer la pobreza en la que vivía la
niña. Sus padres lo recibieron en una improvisada sala. Él les contó el motivo
de la visita.
-¡Su hija es un prodigio!, ¡quiero llevármela al
circo!
-¿Cómo se le ocurre? ¿De qué le serviría ella?
-respondió María exaltada.
-La hemos visto en las calles, es una excelente
artista -respondió Darío.
Después de discutir acaloradamente por un buen rato,
decidieron que le harían una prueba de talento a la mañana siguiente. Luisa no
durmió esa noche practicando y pensando que su momento por fin había llegado.
A las siete de la mañana Luisa y su padre estaban en el circo, María no había querido ir, prefirió quedarse en
casa y hasta el último momento le insistió a Luisa que si tomaba ese camino lo
hacía en contra de su voluntad. La actitud de su madre causo en Luisa gran
tristeza, pero era más fuerte su deseo de formar parte del circo. Le pusieron
varios ejercicios y todos los realizó con precisión. Con una hermosa sonrisa
que no le cabía en el rostro, Juan disfrutaba viendo a su hija.
Pasó la prueba y esa misma noche estaría en el
espectáculo. Su padre fue a verla. Luisa
vestía una hermosa trusa roja, bordeada con lentejuelas doradas, su cabello
adornado con un listón del color del traje. La felicidad lo desbordaba, nunca
la había visto así. La función fue exitosa, durante el acto de Luisa, el
público la observaba conmocionado. Al finalizar el espectáculo los aplausos llenaron
el escenario. A partir de ese día la carpa siempre estuvo llena.
Finalmente, después de algunas semanas de
resistencia, María accedió asistir a una
función, emocionada vio como su hija cautivaba al público, con lágrimas en los ojos se lamentó por el
tiempo perdido.
En casa, las cosas fueron mejorando, gracias al deseo de superación de Luisa, acompañada
por su padre. No volvieron a sentir
hambre y poco a poco el cartón y las
botellas plásticas se convirtieron en
cemento y ladrillos. Juan ingreso al circo a realizar diversas tareas, pero
nunca perdía su deseo de ser un artista. Por las noches, cuando todos dormían,
Juan practicaba la rutina del hombre bala. Se le hacía fácil, ya que él era el
encargado de realizar el mantenimiento a
los implementos del circo. Una noche,
antes del espectáculo, el hombre bala sufrió un accidente que le impedía
actuar. El director del circo le propuso a Juan ser el hombre bala por esa
noche. Juan aceptó, viendo allí la
oportunidad que siempre había soñado. Fue
feliz y ovacionado. Al recuperarse el
hombre bala y viendo lo exitoso que
había sido Juan, el director del circo decidió que los dos podrían compartir el escenario.
Y llegaron los
viajes y los lugares por conocer en
compañía de sus padres y el circo. Los aplausos y las comparsas llenaban sus
vidas de magia.
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