Raúl Mendoza Cánepa
Diciembre 10 de 1975. Aquel muchacho
esmirriado nos hizo una venia y se acomodó junto a la vitrina en el muro
para leer los resultados de los Juegos Florales de poesía. Tenía la mirada
ansiosa y una mano prendida en el envoltorio crepitante de un caramelo apenas
carcomido que luego se llevó a la boca. María lo conocía más que yo. Habían
hablado antes de una manera casual en la cafetería de Derecho, donde él solía
beber jugos densos y rojizos y recitar muy despacito los últimos versos de la
vanguardia poética de Lima y luego en el local vetusto al final de Espaderos,
donde solíamos contratar los servicios de un viejo digitador.
Aquella tarde, María hurgaba un sitio
para leer sus notas sobre Yerovi, le urgía corregirlas, esbozar una
introducción y correr hacia la calle para buscar una máquina de escribir. Diego
Carranza, el joven poeta, la observaba con atención y la siguió observando
cuando ella se sentó a escribir nerviosamente mientras cotejaba datos con un
libro de tapa lustrosa, rosáceo, la más antigua versión de la poesía reunida de
aquel viejo poeta que había descubierto maravillada con el profesor Treviño al
pie del antiguo monumento a la libertad que se erguía magnífica en el centro de
aquella plaza silenciosa en el exterior de la universidad.
La Plaza Francia había sido por años
el centro de una prodigiosa actividad intelectual. Había reunido a poetas y
trovadores y, especialmente, a inquietas parejas que, desde el amable canto de
los pájaros y de las espesas frondas de sus árboles, solían aventurar sus
planes de amor al infinito. María corrigió sus notas. Formuló algunas
disquisiciones con su lápiz, tachoneó párrafos y ubicó los acentos y las comas
faltantes. Diego persistía en mirarla como quien observa con minuciosidad un
insecto en un frasco. Cuando la joven atravesó la plaza, Diego fue tras ella
con sigilo. La siguió por la estrecha extensión de los jirones hasta el viejo
local de Sigisfredo. La Remington del viejo golpeteaba el papel con fuerza,
armónicamente, sin tregua.
- En una hora tengo listo su encargo, señorita– dijo.
Desde la galería, Carranza la siguió
observando. María reía como un ángel. Tenía la piel de la porcelana, los ojos
esmeraldinos y extraños. Las comisuras de los labios encendidos apuntaban como
una U ligera hacia el firmamento.
Se acercó más para descubrir aquella
voz que a la distancia trinaba con un dulzor que encantaba. María reparó en él.
- ¿Me está persiguiendo? –preguntó.
- No, solo veía que tiene el libro sobre Yerovi. Lo he buscado por semanas –dijo
Diego, tratando de dominar los nervios.
- Está en la biblioteca.
Diego musitó algunas palabras y se
alejó sigilosamente. La siguiente vez, el joven abordó a María en una de las
bancas de la plaza. Conversaron sobre la literatura de la generación del 27 en
España y particularmente sobre el cuento con el que ella acababa de ganar los
juegos florales. Desde entonces la tornó en un objeto esencial de su
existencia. Leyó y releyó su cuento tratando de descifrar el enigma de su
victoria. La odiaba y la amaba a la vez. Ella admiraba la musicalidad traviesa
de Lorca, por lo que en el tercer encuentro, Diego le alcanzó una edición
antigua de aquellos versos magníficos del granadino que le recitó muy bajito,
para que solo ella oyera la lírica descomunal. Aunque la voz de Diego ejercía
sobre ella una gran fascinación, las fachas de aquel muchacho, las ropas raídas
y moteadas, la escasa armonía de su rostro le provocaban una inconfesa repulsa.
Fueron dos o tres las veces en que María rechazó las propuestas de amor de
Carranza, aunque había aceptado su amistad con una ligera conmiseración. La
tarde en la que él la besó a la fuerza fue la última vez que la vio. Nadie supo
del destino de aquella muchacha. La Policía reportó el caso como una
desaparición. La familia la lloró en cuerpo ausente, así fue velada, una
fotografía y unos cirios azules.
Aquel sujeto delgado como una página
llegó al restaurante al filo de las nueve. Decía ser un joven escritor y
apellidarse Carranza. Se lamentaba de la desaparición, fuga o transmutación de
su amada. Fueron diversos los términos con los que pretendió explicar el
extraño destino de una joven estudiante de literatura, precisamente aquella
cuya fotografía apareció hace varios días en el diario y cuyos ojos me era
arduo olvidar. Soy solo un mozo, a la usanza de los viejos, formales, corbatita
negra, botones. Me retiro a las diez, es una disciplina que adquirí con los
años. Cerrar en punto es una regla como lo es invitar a los clientes más
reacios a abandonar el local. En ocasiones recurro a mis artilugios, a una
magia que no me es conveniente precisar. El sujeto me mira lánguido. Decía que
había abandonado la idea de seguirla. Durante días bebió del trago amargo del
desdén. Era todo. Mientras cortaba el limón para la salsa, decidí cortar el
tramo de su pena.
Qué mejor que en las crisis confluyan
diversas posibilidades, la de un rapto, la desmaterialización abrupta. Era lo
propio. El hombre quería difuminarse. El plato humeaba y la mesa cinco debía
ser deshabitada. No era hora de lamentaciones sino de dejarse arrobar por el
sueño que presionaba ya sobre mis párpados.
- Señor, es hora de cerrar - le dije
sin atisbo de piedad.
El sujeto dejó caer una lágrima sobre
el sopón humeante.
- Todos hemos tocado nuestras propias
fibras por alguna pena descomunal, algún adiós inoportuno o lo que fuera - Le
dije. Tornemos al tiempo, quebremos la ley de los relojes:
Diciembre 10 de 1975. Parado tras la
vitrina, Carranza aguardaba el resultado de aquellos Juegos Florales que habría
de elevarlo a las cumbres de la literatura nacional. Don José se acercó con un
pliego de papel en las manos. El tintineo de sus llaves nos advirtió que
abriría aquella vitrina y nos revelaría, por fin, el tan esperado resultado de
una lid que había convocado a cientos de estudiantes de las diversas
facultades. El joven batalló por una mejor ubicación frente a esa muchedumbre
agolpada en uno de los pasadizos de Letras. El viejo colocó el papel
meticulosamente, lo sujetó entre cuatro tachuelas doradas en los vértices. Las
letras eran pequeñas y en medio de aquel conjunto de líneas extrañas y
explicaciones abstrusas sobre el proceso de selección, Carranza pudo leer:
“El Jurado concede el premio al mejor
poeta de la Pontificia Universidad Católica del Perú al concursante Diego
Carranza de La Colina”.
Al lado, los ojos de María de
Armenteros parecían desolados, apenas animados por un brillo criminal…
Aquella tarde en la que ella lo besó
a la fuerza fue la última vez que lo vio. Nadie supo del destino de aquel
poeta. La Policía reportó el caso como una desaparición. La familia lo lloró en
cuerpo ausente, así fue velado, una fotografía y unos cirios azules...
Aquella dama, delgada como una página
llegó al restaurante al filo de las nueve. Decía ser una joven escritora y
apellidarse Armenteros...
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