Raúl Mendoza Cánepa
Martín Esteves tenía
el rostro petrificado, el aire reposado y la mirada lánguida. Había perdido la
sonrisa desde aquel incendio que paralizó sus nervios. Tenía el entrecejo
apretado y las comisuras en arco, siempre hacia abajo, como si una sutil
amargura gobernara su carácter. La cicatriz de la mandíbula se había atenuado
con los años. Cuentan que una bala perdida durante aquel acontecimiento atravesó
su paladar desde las fosas nasales sin afectar órganos vitales. La masa
encefálica quedó incólume tras la segunda bala. De todas maneras había pasado
mucho tiempo desde aquel lúgubre acontecimiento que lo marcó para siempre.
Guardaba desde entonces una cicatriz que le recordaba a aquellos trazos grabados
en la empuñadura del bastón de caoba de su abuelo Esteves Miranda allá en San
Ramón de los valles. La piel rugosa del antebrazo y aquellas líneas azuladas
que recorrían su frente como la rúbrica de un golpe antiguo lo mortificaban. Solía
repasar las formas de su rostro quebrado en el espejo. Era una grieta
descomunal que alineaba como una señal recta hacia su entrecejo casposo. Tenía
el aire áspero. La memoria de los acontecimientos no se había difuminado con
los años.
Con la mirada fija o
aparentemente fija, pero perdida en algún punto, musitaba un odio antiguo que
invadía su mente como una trágica y persistente reverberación. María Santiago,
su mujer, tomó su mano muy delicadamente para amainar la desazón de aquel
hombre que le hablaba poco, a cuentagotas como le increpaba ella.
Sobre las hileras de
sillas dispuestas alrededor del podio, reposaban, lánguidos, los asistentes.
Martín observaba concentradamente las líneas de todos aquellos rostros.
Contempló los trazos curvos, modernistas, del techo, impregnados de delicadas
rosas mate. Algún artista tardíamente apasionado del Art Nouveau había delineado
formas extrañas alrededor de un viejo lamparón que colgaba casi sobre su
cabeza. No lograba precisar aquellas figuraciones ni la identidad de aquel dios
alado que contemplaba a la gran Helena, pero se asemejaban mucho al de aquellas
ilustraciones de un libro que hacía tantos y tantos años había leído en la
Riviera francesa. Gozaba de una gran fortuna familiar. Su padre le había
heredado las industrias Karl y la flota de carga del Pacífico. No obstante
todo, su fama literaria se había
difuminado con los años.
Había visto a María,
muchas noches, apretujada de mantas junto a las brasas de la sala, leyendo
aquel libraco azul de tapa dura y letras doradas. Era la obra monumental de un
poeta en aquel entonces envuelto entre las brumas de una insistente derrota. En
el fondo, y ya en su vejez, empezó a creer que María había amado a aquel hombre más que a nadie. Muchas veces trató de penetrar aquellos ojos verde
azules tratando de descifrar el lenguaje de esas pupilas profundas que se
sumergían entre tarde y tarde en la lectura de un escritor que publicó
tardíamente su primera obra y que eligió la muerte como una indescifrable queja.
A Martín le consolaba que Diego Carranza hubiera abandonado el mundo, que María
solo tuviera la opción misérrima de visitar su lápida los últimos sábados del
mes. Se había tornado un hábito desde aquella tarde que resolvió leer aquel
poema que solo podía atañerle a ella, poema de amor que recitaba entre
murmullos en la naciente luz del alba, a escondidas siempre, espiada a menudo
por los ojos bestiales de su marido. Carranza se lo había escrito y recitado debajo
del sauce viejo en Los Lagos donde alguna vez trazó las líneas de su nombre con
un cuchillo para pelar manzanas, “María”. María. La bella. Aun se lee aquella
inscripción, aunque el tiempo ha difuminado algunas de las líneas. Fue bajo ese
árbol que ella se negó a su amor por segunda vez.
Abriéndose paso entre
el público de pie apiñado en el corredor, asomó el martillero. El murmullo de
voces de los curiosos cedió a la orden del director de la sala, que se acomodó
cansinamente mientras desplegaba una hoja de papel. Enseguida leyó una breve
lista de los objetos que se iban a subastar: el piano alemán de un espía nazi
que pasó sus últimos años en Bolivia, Maxim Von Rietriebb; un monóculo que,
según afirman, los expertos peritos, perteneció al gran tradicionalista Ricardo
Palma; una pluma cuyo origen se remonta al siglo de oro español y el plato
fuerte de la jornada, un manuscrito inédito de Diego Carranza, el poeta más
celebrado de la segunda década del siglo XXI, una genuina joya. Se dice que el
vate quiso quemar aquellas páginas una semana antes de su muerte. La novedad es
que entre todos esos folios amarillentos, se descubrían los versos inéditos más
prodigiosos del escritor y que solo ahora podrían ver la luz si es que un
entusiasmado coleccionista optaba por publicarlos o en última instancia
vendérselos a un editor.
Martín se inquietó
por los golpazos secos del martillo sobre la explanada de madera de aquel podio
que escondía el cúmulo de papeles del nuevo héroe de las letras nacionales. La
de Carranza era una fama póstuma, una celebración a deshoras que el gran Esteves
estimaba como una injusta glorificación. Al atisbar las marcas de su mano y el
brillo sutil de la quemadura en sus dedos, el escritor no podía contener el
caudal de odios que se arremolinaban en sus ojos. Lo había odiado por años y, a
la vez, admirado por el gran portento de aquellos versos místicos, en
apariencia insuperables. Solo tenía ahora entre manos aquella vieja edición que
casi se vio forzado a leer en un set de televisión algunos años atrás. El
diseño de la tapa, en efecto, lo hacía tornar la mirada hacia aquellos finos
ornamentos del techo. Había un elemento común, una sutil invocación modernista,
porque Carranza quiso ser el Rubén Darío de las letras nacionales. Le
fascinaban los versos modernistas y el Art Nouveau en la arquitectura, todo
estaba emparentado, las palabras, las imágenes. Joan Gardeniel, novelista catalán,
de vocación modernista, también había llegado para celebrar este momento y leer
de primeras algunos de los versos inéditos de Carranza. Martín le hizo una
venia, le parecía increíble una convocatoria solo comparable a aquella que en
1962 reunió a media intelectualidad francesa en los pasillos de la Biblioteca
de París. El gobierno francés había adquirido los manuscritos y memorabilia del
gran Proust. Diego Carranza le recordaba al solitario francés de la recherche
du temps perdú. Los organizadores leyeron las instrucciones del evento y
concedieron una pausa de diez minutos.
Una bóveda azul
sobrecargada de dibujos polícromos distrajo la mirada de Esteves, que tornó sus
pasos hacia una descomunal ventana desde donde pudo atisbar la ciudad. Observó el cielo radiante, limpio, de aquel
mediodía en el que emergieron nuevamente los viejos fantasmas de un pasado
oscuro, aquellos espantosos espectros de una media tarde en aquel set de televisión
en que se enfrentó con la muerte, memorias que el artista abrumado aún y a los
años no podía remontar. Se tocó el dorso quemado de la mano nuevamente como si
aquella congregación de gentes lo tornará hacia aquel día infausto. María lo
observaba calmadamente detrás. Martín le señaló los techos caóticos de esta
ciudad que se desmoronaba a pedazos, techos repletos de llantas, maderos,
catres. “Todo es ruina, María. Esos papeles serán ruinas, como lo es la fama o
mi piel. La gloria siempre es mejor. La gloria y la fama no son lo mismo. De
obtener los versos de Carranza, los quemaré y los quemaré aunque sean papeles
inéditos, por más que la gloria de Diego sea ya indetenible, lo quemaré y no
podrás persuadirme de lo contrario. No permitiré que lo leas nuevamente. Él
ganó todas las guerras del arte, finalmente me superó, pero no pensarás más en
las concatenaciones de palabras que aun te saltan en los ojos. Todos hablan de
él, solo de él, tú lo admiras. Soy un héroe olvidado. En cien años pocos
pronunciarán mi nombre. El de él me antecederá en los libros de literatura. Él
es un boom, sus ediciones venden por millones”. María lo miraba con los ojos
bien abiertos, atlánticos, minerales, con esos ojos de órbitas inmensas que
languidecían como dominados por una sutil conmiseración.
Nada era uniforme en
esta ciudad a la que Martín había empezado a odiar desde el momento en que
retornó de Madrid. La pareja volvió a sus asientos. María contuvo la turbación
de su esposo arqueándose sobre él y recostando la cabeza sobre su pecho
agitado. Parecía guardar distancia de aquel acto al que había asistido forzada
por la obsesión de su marido, una extraña obsesión por destruir la memoria de
Carranza, por obtener sus libros para reunirlos en la pira de ladrillos que
había construido en el jardín “Vaya afán terco el de luchar contra un muerto”,
decía ella. Esteves creía que las palabras glaciales de María solo simulaban lo
que en el fondo era un sentimiento soterrado, largamente oculto aunque
manifiesto en aquel bello rostro aporcelanado que, como victoria sobre el
tiempo, había resistido el embate de la vejez.
El sujeto del
martillo puso orden. Los asistentes guardaron silencio disciplinadamente. El
juego dio inicio. Las pujas parecían no tener fin. La subasta se había
convertido en una turba de voces y murmullos que no parecían importunar el
ánimo de Martín. Los objetos fueron vendidos en una atmósfera de gran tensión.
El locutor gesticulaba desde un podio de cedro, ofreciendo la última novedad de
la tarde. El viejo Esteves se repantigó en su asiento, dispuesto a no perder la
oportunidad que se le venía.
Señores, señoras,
este manuscrito es de inestimable valor. Perteneció a uno de los poetas más
grandes de nuestra literatura nacional, el extraordinario Diego Carranza.
Esteves se
sobresaltó. Había esperado muchos días por esta ocasión. Aquellos papeles eran
únicos en su especie, casi una reliquia, pero para él era un objeto de
particular interés personal, quemarlos en la hoguera de sus recuerdos infinitos
pasó a ser su mayor objetivo, su victoria final. Recorrió con su vista el
descomunal salón de la Casa Niemeyer. La voz del locutor se hizo más potente y
ubicua.
- Y Carranza, señores, el poeta
descomunal, nos da lustre en el mundo de las letras, sus libros se han traducido
ya a doce idiomas y se venden en las grandes librerías de Madrid y Londres. Yo
les sugiero adquirir estos inéditos por una razón especial, el poeta hizo de
tripas corazón para no extraviar este documento. Los llevó consigo durante años
en su alforja, lo mantuvo en su gabinete, trazó líneas y garabatos, corrigió
cuanto pudo. Son cuarenta poemas que no se han editado, magníficos poemas de
amor. El precio, señores, señoras, no puede ser más justo, más justo con aquel
escritor que hoy engalana nuestra vida literaria y que nos ha concedido sus
fabulosas letras, sus libros son la lectura favorita de reyes y de gobernantes
tanto como de la gente del pueblo. Señoras, señores, Diego Carranza tiene la
gala y prestancia, el gran renombre universal de un Vallejo.
Martín observaba con
atención cada movimiento del locutor, que agitaba las manos y el tronco como un
gran prestidigitador. Frunció el entrecejo, una nota de angustia ganó su
rostro. Un sudor helado cubrió su frente.
- ¿Estás bien? –preguntó María.
- Sí, no es nada –respondió rápidamente
Martín.
El locutor
gesticulaba con mayor énfasis mientras impostaba la voz.
- No los leeré ahora, pero estos versos
son de gran belleza, la arquitectura de una obra de arte genuina que usted se
podrá llevar a casa por nada menos que doscientos mil dólares. Directo a casa.
Un hombre macilento
con unos lentes de lunas gruesas levantó la mano antes que todos, doscientos
sesenta mil.
- ¿Alguien da más? –preguntó el
subastador mientras señalaba hacia el público, amenazante.
Una señora regordeta,
con aire marcial, levantó la mano, ofreció trescientos. El locutor no se detuvo
e interrogó a los presentes. Quién da más. La voz se le quebraba a ratos, pero
no se detenía. Martín alzó una mano, trescientos ochenta.
- El señor del fondo da trescientos
ochenta ¿Quién da más? –preguntó, obsesionado y casi sin aire el subastador.
Un señor de aspecto
muy serio, encorbatado y peinado a la gomina, alzó la voz y ofreció
cuatrocientos. Era el dueño de una editorial en Cataluña. Había comprado recién
por e-bay la máquina de escribir de Truman Capote, a menor precio que aquellos
manuscritos, que eran un misterio novedoso para todo coleccionista del orbe. El
señor Pardaux ha ofrecido cuatrocientos ¿Quién da más? Una voz portentosa desde
uno de los laterales invadió la sala. Quinientos mil.
- Quinientos mil parece una suma
insuperable, señores y señoras ¿Alguien da más? Carranza escribió sus fabulosos
versos en ese cúmulo de papeles bond, pero también hizo anotaciones y trazó
algunas líneas de sus memorias. Quinientos a la una…Es una oportunidad,
quinientos a las dos.
Un rumor agudo apagó
la voz del animador. Martín levantó la mano. Doy quinientos ochenta. Se hizo un
silencio denso. Cerrado, el manuscrito es del señor coleccionista del sacón
azul.
Esteves se amilanó,
el locutor no había reconocido su rostro, tan omnipresente en otros tiempos en
todas las páginas culturales. Se incorporó lentamente y caminó unos metros para
recibir el paquete. Se sentía observado por las múltiples miradas que lo atravesaban
solo por curiosidad. Algunos pocos lograban reconocer a aquel escritor que
hacía una década había ganado el Premio Martín Fierro y cuya novela “Los
ruiseñores” había sido el primero de la lista de los libros más vendidos en
Lima. Hoy solo “La Invención del Reino”, de Carranza batía todos los records,
bastante por encima de la reciente edición de la gran novela que Martín Esteves
había escrito a lo largo de aquellos últimos años de soledad y abatimiento:
“Los espectros”. Con el poemario, el gran Carranza ganaba lectoría,
especialmente en Europa, la quinta reedición de su última novela, publicada
post mortem y best seller en su primera
edición por Caleidoscopio abarrotaba los estantes de las librerías en Madrid,
Roma y Lisboa.
Firme aquí debajo –le
dijo una funcionaria de la sala de subastas, mientras escribía concentradamente
en un papel.
- ¿Ya me los puedo llevar? –interrogó
Martín.
- En unos minutos, señor –replicó la
dama.
Cuando recibió el
paquete, se abrió paso entre el gentío que lo ahogaba. Raudamente atravesó una
segunda sala, mientras su esposa lo seguía detrás a largos trancos.
Esteves se reunió con
María junto a la salida posterior de la sala de subastas. El escritor tenía los
ojos inyectados y bien abiertos, el rojor había ganado su rostro inflamado por
la cólera. María musitó algunas palabras en el oído de aquel hombre que solo
cedía a lo que decía su mujer.
- Sígueme –ordenó Esteves.
Caminaron a lo largo
de Miró Quesada hasta ganar la calle transversal. Se aseguraron de no ser
seguidos. Ingresaron raudamente a la playa de estacionamiento y enrumbaron a
casa. Al llegar, Esteves extrajo del paquete envuelto en celofán el fajo de
papeles inéditos del gran Diego Carranza. Recordó con mayor intensidad la tarde
aquella en que Carranza asomó con un lanzallamas en el set de televisión donde
el conducía un programa sobre poesía. Lo odió desde entonces. Tras las
quemaduras Esteves se eclipsó, pero Carranza, muerto por la Policía durante esa
misma fatídica jornada, adquirió ribetes de leyenda. Su obra empezó a venderse
en las librerías europeas. Ganó fama mundial.
Esteves empezó a
quemar los papeles, envueltos en una tela. El jardín de la casa lucía iluminado
por las llamas. Uno de los poemas, el único que quedaba a las finales voló
desde el fuego hasta una explanada de cemento al lado del gran jardín de los
Esteves. El escritor corrió tras aquella página suelta para prenderle fuego y
eliminar los últimos rastros de la que hubiera sido la edición póstuma del
descomunal Carranza. Pero se detuvo, leyó aquella página muy bajito para que
María no lo escuchara. Sus ojos se abrieron casi saliéndose de sus cuencas.
Recordó que en 1989 un cúmulo de papeles desapareció de su escritorio. Era su poemario
inédito “La invención de las horas”, una consecución de versos místicos que, de
haberse editado, le hubieran dado una consagración mayor aún. Reconoció su
propia obra en esas líneas. Observó las cenizas, desolado.
Aterrado, se dispuso
a leer, esta vez en voz alta:
Turbadas aves
torvos que enturbian
hijas de las tormentas
temor que arredra
pronto trueno.
Lluvia que picotea
el vidrio trémulo
Terror de trizas
tromba que
arrecia.
La mala hora
de las turbias
aguas
abre a la luz
palabras
palabras que se tienden
sobre la yerba
pálida.
- Interesante –interrumpió María- son
versos de una gran belleza, que te superan, Martín, debo decirlo.
Esteves ignoró la
frase inmisericorde de su mujer. Continuó leyendo.
El sol se pone en el dormidero,
de la vida el
pájaro
del batir las
alas.
La luz invade
entre sosiegos
leche caliente
material espeso
bracea la colcha
entibia el lecho
se desmonta el peso
anuda el cielo
prontos hombres a
nacer
amnióticos
destellos (reposa el verso).
Senda que se abre
en celeste brasa
y en el seno el
cuerpo
de acogedoras
llamas
de la divina
majestad
los sublimes
pechos.
Rutila la sustancia,
del rosa purpurada
vierten
azucenas blancas.
Fue la última vez que
María vio a su marido. Lo hizo buscar por las diversas calles de Lima, por
hospitales y hospicios. Nunca nadie más supo de aquel gran escritor, cuyos
últimos versos datan de 1970 en una hoja de papel amarillento y estrujado,
hallazgo que se incorporó aisladamente a su libro “Entre sombras” y que tituló
“Las turbadas aves”. Aquella página en manuscrito, con la rúbrica tardía del
poeta tras la última gran subasta de Lima, se exhibe actualmente en el Museo de
Arte Contemporáneo.
Excelente. Hay cuentos como estos que deben ser leídos por la multitud.
ResponderEliminarGran final, hermosa historia y una gran narración.
Felicidades.
Anthony Velarde Arriola
Exquisito cuento...
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