Juan Carlos Camacho
Los
médicos no sabían lo que le pasaba a J. Ordenaban una serie de análisis, de
sangre, de orina; pedían muestras de secreciones de la faringe, de las
amígdalas, le revisaban la esclerótica, le palpaban el vientre y el hígado, le
hacían sacar la lengua y le formulaban un montón de preguntas, a las que
respondía desganado. Una fiebre de cuarenta grados, por cinco días seguidos, lo
estaba consumiendo. Había perdido completamente el apetito y tenía el hígado
inflamado. El médico, le recetó un
coctel de antibióticos que no le sirvió para nada; entonces cambió de médico, a
un reputado gastroenterólogo, ya mayor, a quien en Arequipa se lo conocía con
el apelativo de “mano santa” debido a su habilidad para practicar la cirugía
del apéndice. De nuevo, más antibióticos y ningún resultado. Finalmente, cuando ya había perdido más de cinco kilos y
estaba amarillento como un cirio, no
tuvo más remedio que ir al hospital del seguro social en Arequipa.
Pacientes
esperando en los grises y lóbregos ambientes del servicio de emergencia fue lo
primero que J vio, luego pasó por la
estación de triage, en la que le tomaron la temperatura y los signos vitales y,
por fin,
se le informó la decisión de su internamiento, una vez que resolvieran
el problema de la falta de cama, pues en
aquel momento no había ninguna libre. Ya
tarde, lo internaron en el séptimo piso.
La habitación era pequeña, con cinco camas separadas por cortinas; la
suya tenía al lado derecho una amplia ventana con persianas venecianas. El
cuarto disponía de un baño pequeño con ducha, lavamanos y toilet, Por el piso
rondaban las clásicas cucarachas de hospital, grandes y cafés, con sus largas antenas tembleques y sus marrones élitros
brillantes. Aparecían y desaparecían como por arte de magia, pero las paredes y
piso del baño eran sus lugares preferidos. J imaginaba cómo sería la vida
subterránea en la red intrincada de tuberías hospitalarias, donde miríadas de insectos, roedores y otras
alimañas se arrastraban, corrían o deslizaban en un torrente invisible pero que
sentía tan próximo como repelente. Esa noche apenas pudo dormir por un par de
horas, le sudaba la nuca por la fiebre y
la inquietud de no tener ninguna certeza sobre el mal que le aquejaba. Del
origen, si que tenía una vaga idea…
Pocos
días antes, en un evento partidario, habían inaugurado un local distrital en la
casa de unos simpatizantes. Los
anfitriones organizaron una nutrida reunión con la asistencia de vecinos
notables e invitaron un almuerzo arequipeño regado con copas de vino borgoña
blanco de ínfima calidad.
“Me siento terriblel, creo que me cayó mal el rocoto
relleno o el vino que nos dieron de almuerzo”.- Confesó, al atardecer de ese día, a Óscar, su compañero de campaña y candidato
como él.
“Qué raro, yo estoy bien, mejor descansa esta noche,
mañana seguramente estarás mejor”.-Respondió
Óscar, afablemente.
J tenía todavía varias actividades aún, pero las canceló todas se fue a acostar,
esperanzado en levantarse sano al día siguiente. Cuál no sería su sorpresa
cuando, al día siguiente, se sintió peor, mareado, con fiebre y sin ganas de hacer nada.
La visión de las sábanas de tocuyo blanco y la
colcha, mil veces usadas y marcadas con una cifra en plumón negro, le
recordaban las marcas de los números que tenían en las muñecas los prisioneros
de los campos de concentración nazis.
J
no recibía muchas visitas, a Cecilia, su esposa, le prohibieron verlo, dada su situación de
embarazo de casi nueve meses, solo su padre venía de cuando en cuando a ver
cómo se encontraba.
-Es un caso inusual, de diagnóstico difícil, de lo único que estoy completamente seguro es que usted está muy bajo de defensas-. Indicaba uno de los
médicos a J, moviendo al mismo tiempo la cabeza con el seño fruncido. Por las noches J seguía humedeciendo la almohada. Cuando esto sucedía, le daba la vuelta, pero luego la empapaba por
el otro lado. Tenía el sueño intermitente y se despertaba con cada
ingreso de las enfermeras de turno a la habitación. En el séptimo piso del hospital habría unas veinte
habitaciones similares. Era un edificio
de principios de los años setenta, funcional y con un diseño modernista, de
nueve pisos, con amplias áreas verdes y ascensores. Pero más de veinte años de
trajín intenso lo habían deteriorado
visiblemente, en especial a sus zonas públicas y a sus habitaciones de hospitalización;
la pintura se encontraba en malas condiciones y las persianas necesitaban
reparación. Algunos enfermos se
lamentaban en silencio; otros, la mayoría, lucían indiferentes mirando desde
sus camas esas horribles telenovelas mexicanas a todo volumen, en aparatos de
televisión que operaban con sus controles remotos.
Un
enfermo de la cama vecina estaba también
grave. Sus familiares contrataron a un
señor de edad avanzada que se ofrecía a cuidar a los enfermos por cierta
cantidad de dinero. El cuidante tenía una frente impresionante por su forma cónica
como un huevo, era voluminosa, pero en la punta estaba como desinflada y adornada con una gran
cicatriz. A la vista, había sufrido un accidente terrible o le habían
practicado una lobotomía de parte del lóbulo frontal; sin embargo, caminaba, miraba y hablaba casi normalmente;
pero en la noche solo se dedicaba a
dormir. Su presencia, con su impresionante frente le daba un aspecto todavía más sórdido al cuarto del
hospital.
La
salud de J empeoraba cada día más, la faringitis le impedía pasar la saliva, había
perdido completamente el apetito y lucía cada vez más demacrado. Los médicos,
confundidos, esperaban lo peor.
“No me gusta recibir visitas y que vean mi estado
lamentable, prefiero sufrir solo. Me han
suspendido los alimentos sólidos y sólo me dan mate de anís, además del suero
intravenoso y los antibióticos. Me
siento cada vez peor, tengo la faringe y las amígdalas inflamadas y con una
cubierta blanca -cándida alcibans- me dijo una doctora, unos hongos saprófitos
que atacan cuando uno está muy bajo defensas naturales. La esclerótica la tengo
amarilla y la boca seca, la fiebre no baja.” -cavilaba J, sin poder tranquilizarse.
El
médico jefe de piso, temía que tuviera difteria, una enfermedad que ya no se
presentaba desde hace muchos años en Arequipa y pidió a Cecilia que consiguiera
un suero específico que no había en el Perú.
Ella se las ingenió para encargarlo en Arica y lo hizo enviar con un
amigo que trabajaba en Tacna. En un par
de días llegó en un conservador plástico con hielo. Como no estaban seguros de lo que padecía, al
final descartaron colocarle el suero anti diftérico.
A
Cecilia, la enfermedad sin diagnóstico seguro de J, le inquietó de alguna
manera pero no por eso interrumpió sus actividades. Su trabajo de promotora en
el Instituto del Sur y el embarazo, que ya daba a su fin, concentraban casi
toda su atención. Un año antes el Sodalitum había decidido incursionar
agresivamente en la formación superior de los jóvenes arequipeños y el
Instituto del Sur sería su primera apuesta. Cecilia había sido reclutada como
promotora y el director le había encargado captar el interés de las promociones salientes
de los principales colegios privados locales. Ese verano, le proporcionaron un
VHS y un televisor de veintiún pulgadas para hacer la promoción. Como buena
hiperactiva, había olvidado
completamente su estado grávido. La
adrenalina, derivada del desafío de
convencer a los prospectos sobre la misión de excelencia educativa ofrecida,
era superior a su propia condición de preñez. Además esa circunstancia parecía
darle más fuerza para acometer sus visitas de promoción. Los chicos de los colegios Prescott, San José, La Salle y algunos otros, sentían
curiosidad al verla llegar con sus equipos, que trasladaba en su propio carro,
un Volkswagen amarillo, apenas acompañada de un asistente. Enfundada en un
traje floreado amplio, con su cabello negro crespo, al estilo áfrica look
natural, su tez morena y joven, y el prominente vientre de ocho meses de
gestación era algo que los chicos no esperaban ver.
Aquella
tarde, cuando J ya estaba internado por más de dos semanas, Cecilia trabajó
hasta entrada la noche. Entró al
departamento dúplex de la calle Melgar, donde quedaba la quinta familiar en la
que vivían, y rendida, se echó en la
cama, fue entonces cuando sintió las primeras contracciones. Ante la falta del
marido, acudió a una hermana mayor que la derivó al hospital del seguro.
Ingresó con la confianza de que las cosas de la naturaleza fluirían por sí
mismas. La hospitalizaron en el tercer piso, el de maternidad.
Ese
domingo J, pensaba: “En la mañana, entró un cura haciendo sonar una campanilla en cada habitación, invitando
a comer la ostia a los creyentes y a dar
la extremaunción a los enfermos agonizantes”. J era agnóstico, pero en
aquel trance, no pudo dejar de pensar en la proximidad del desenlace y en la
partida. No creía en la vida eterna. ¿Será verdad que los ateos, antes de morir,
reniegan de su verdad y se convierten?” ¿Abdicaré de mi agnosticismo como
Chesterton o me mantendré hasta el final fiel a mi verdad, como Orwell? –discurría.
Pensaba en el retoño que habría de nacer por esos días, y, sin poder evitarlo más, se sentía invadido
por un sentimiento religioso, como cuando era púber y sintió el viento del
soplo divino en un campamento de verano organizado por los evangelistas del
colegio Internacional.
Uno
de los médicos le informó a J que su esposa había ingresado la víspera, con síntomas de
parto inminente. “Cuando me internaron la
dejé con casi nueve meses de embarazo” –recordó como en un sueño.
J
inquirió a uno de los médicos con
ansiedad:
“¿Fue un
parto normal o hay alguna complicación?, doctor”
“Absolutamente normal, será un parto natural. Pero, por supuesto, tú no podrás ver a la
criatura todavía; el peligro de contagio, tú sabes”. -Respondió el doctor con amabilidad.
“Por supuesto no quiero que haya el menor
riesgo”- le contestó J, con firmeza.
Ese
día J pensó: “Si no salgo vivo de este
hospital, por lo menos algo de mi creación saldrá de aquí”, y sintió, con emoción verdadera, el sentimiento único de estar pronto a ser padre por primera vez. Irónicamente
eso sucedía en un momento en que sentía
alejarse aleteando su propia vida.
Del
nacimiento de su hija Daniela -ése fue el nombre que le dio en ese momento- se enteró poco tiempo después del parto. Un médico, que se hizo su confidente, le contó que todo había salido bien y que era
mujer. J recordó que su esposa siempre
decía: “Que sea hombre o mujer, con tal
de que venga con salud”. Increíblemente,
desde ese momento J empezó a sentirse mejor, la garganta se le fue desinflamando
gradualmente y le regresaron las ganas de vivir. A los pocos días pudo bajar al
piso de maternidad para ver a la recién nacida, dormida en los brazos de
Cecilia. Se emocionó al ver el esbozo de
su sonrisa tierna y descubrir en su rostro un aire familiar. Sus rasgos suaves, sus mejillas sonrosadas y
su quijada afilada, recordaban a J a su
madre de joven. ¡Por fin era padre de su
primera hija! Solo le faltaba escribir
su libro y plantar varios árboles.
A
partir de ese momento, la recuperación fue rápida, le regresó el apetito que
había perdido por semanas y aceptó la comida sólida, unos cotidianos bistecs con
arroz y clara de huevo cocido. Los resultados de los análisis mejoraron
paulatinamente. La mañana que le dieron
de alta estaba tan debilitado por haber guardado cama, por más de un mes, que casi
perdió el equilibrio al bajar las gradas, pues tenía los músculos agarrotados y el apuro por ver a su hija
Daniela era irrefrenable…..
Pronto
se sumiría de nuevo en la campaña, con más ímpetu, debido a que en el tiempo
que había estado fuera de circulación muchas cosas pasaron. Su liderazgo en las
encuestas decayó y arreciaba una fuerte competencia
entre los candidatos. En su ausencia, le redujeron la pauta publicitaria, favoreciendo a los otros a su costa. Tuvo que
trabajar a fondo para recuperar el tiempo perdido. Pero al fin, superando la
debilidad física, logró la meta, fue elegido.
En
las madrugadas aa pequeña, con su canturreo despertaba a J, haciéndole olvidar la mala noche, por haberse
levantado varias veces para preparar el biberón. Entonces pensaba “ Por un
hecho inexplicable, a esta pequeña, a este
ángel caído del cielo le debo la vida.”
Una
noche J soñó que se encontraba en medio
de una lujuriosa selva. La puesta de sol había dado inicio a la sinfonía de
colores y se hallaba en una colina desde
donde veía el río y sus meandros, adivinando todo su curso, a través de
bofedales, cerros, cordilleras, hasta perderse en la selva baja, verde como la
vida. Se despertó en calma y recordó súbitamente un fragmento de un poema
de Heraud que había leído muchos años atrás:
“….los árboles cantan con
el río,
los árboles cantan
con mi corazón de pájaro,
los ríos cantan con mis
brazos.”
el río,
los árboles cantan
con mi corazón de pájaro,
los ríos cantan con mis
brazos.”
Un cuento emotivo y bien escrito que nos hace recordar que los hijos son un bendición. Felicidades al escritor
ResponderEliminar¡Ay! este cuento me deja pensando... por qué se mejora J a partir del nacimiento de Daniela.... eso puedo entenderlo, pero qué le pasaba antes...
ResponderEliminarOtra cuestión que está detrás: cuando fue elegido ... ¿mejoró las condiciones del hospital? o siguió habiendo cucarachas...