Raúl Mendoza Cánepa
Para adornar aquella ensalada
sobrecargada de colorinches solo hacía falta un par de cerezas bañadas en
bourbón. Las brumas sólidas de la noche me atraparon en medio de aquella gesta
culinaria. Los niños correteaban, bulliciosos, en las tinieblas nocturnas del
jardín. Cuando fui tras ellos, una neblina tenue me invadió. Laura irrumpió en
la floresta, rauda, segura, para hurgar entre las malezas un viejo recuerdo que
se le perdió entre las claridades, una joya que su madre le había traído desde
París.
-Mañana
-le dije, vencido por el sueño.
Ella
continuó, sin pausa, sin auxilios, abrumada por los silencios y los rostros de
los niños, que le eran esquivos. Escarbó entre los viejos maderos astillados de
un comedor en desuso al costado del jardín. De pronto, un astro excesivamente
luminoso, irradió la noche. A decir verdad, siempre estuvo allí y fueron mis
ojos los que se percataron tardíamente de su existencia. Me pregunté sobre la
extensión de ese espacio inabarcable, sobre cuán infinitesimales somos en medio
de un seguidilla de galaxias cuyas medidas no éramos capaces de calcular.
Piojos, dijo, Francisco, mientras huía de su hermano en medio de esa oscuridad
perturbadora. El candil amarillo, a lo lejos, era la única fuente de
iluminación y mis ojos los vigías de esa travesía nocturna y quieta en medio de
mi floresta.
¿Y
si ese astro inmóvil fuera un cometa raudo y remoto rumbo a la tierra? -Me
pregunté.
Un
escalofrío ganó mi epidermis, una gota de sudor frío trazó una línea húmeda
sobre mi frente. Mientras me extraviaba entre interrogantes irremediablemente
irresueltas, Francisco corrió agazapado entre los cedros hasta tocar la cerca.
No había más, aunque ese astro misterioso recorriera infinidad de kilómetros para
trizar la tierra como a un vidrio y sumergirnos en el polvo estelar, era poco
lo que un cocinero absorto podía hacer.
Derrotado,
torné sobre mis pasos. Envolví el pescado y lo escondí en el freezer. Cercené
un ala al pollo y la rocié de ají panca. Dorada, soberana al tacto, portentosa
al gusto, me engullí sus tostados contornos. Laura permanecía, atracada en el
trajín insensato de tantear una joya de escaso valor entre los desperdicios,
sin comprender por qué aquella pulcra, pero insignificante ensalada me había
capturado. Francisco había tomado la joya y llevado consigo en el viaje
espectacular de su nave nodriza. Los geranios eran rutilantes estrellas y los
jazmines constelaciones extrañas. Allí dio a parar el artilugio de detalles
dorados y esmeraldas relucientes. Alguna vez mi madre me dijo que el cometa
Halley (que hoy cruza y se aproxima) es como una esmeralda.
El
astro seguía allí, lejos de todo, aterrador para esta mente capaz de fabricar
fantasmas y monstruos. La conjunción de todos estos acontecimientos, la
presencia de la esmeralda, el cometa raudo y aún remoto solo puede ser una
advertencia de los astros. El fin. Pero la muerte en ciernes no me iba a
derrotar sin darle trajín. Eché la salsa sobre el tomate, cuidando el punto
perfecto en el que el equilibrio reina y el sabor se vuelve magnífico. Si aquel
cometa cayera mañana sobre la casa, al menos nada perturbaría el momento
descomunal en el que este manjar agridulce tocara mi boca.
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