Juan Carlos Camacho
Arribé
al aeropuerto de Newark alrededor del medio
día. Ya en disposición de mi ligero
equipaje me tomé una Budweiser mientras esperaba al vehículo que me conduciría
al hotel que tenía reservado en
Manhattan. Del grupo que esperaba su traslado a diversos hoteles yo era el
único que había separado alojamiento en el Whitehouse hotel. El conductor dejó deslizar un gesto suspicaz,
cuando le mencioné el nombre y la dirección del establecimiento “third block,
Bowery street” en el cual había hecho la reserva por medio del Internet hacía
más de treinta días, desde el Perú. Escogí el hotel porque era el más económico
de todos los hoteles y hostales que había encontrado en mi búsqueda en el Lower
East Manhattan, zona de New York que me había propuesto fotografiar a fondo. Además me
gustó la foto de su fachada con las banderas de varios países izadas en la
azotea del edificio, lo que le daba un aire cosmopolita. Las
sorpresas de las que sería testigo empezaron al ingresar al local, en el que,
en vez de lobby, encontré un ambiente en
donde estaban dispuestas unas cinco o seis mesas metálicas circulares en las cuales
afroamericanos, en su mayoría
bastante mayores, estaban sentados revisando listas de apuestas de caballos,
algunos con una botella disimulada en una bolsa de papel kraft de color café. Me
dirigieron una rápida mirada y regresaron a su labor. Luego de algunos segundos de indecisión, me
di cuenta que, en la pared del fondo, había una ventana de vidrio blindado,
como ésas que tienen los bancos, con una ranura en la parte de abajo para
deslizar la bandeja de dinero o documentos.
Detrás de la ventana se encontraba la
recepción atendida por un señor también afroamericano y de edad avanzada. Al
consultar por mi reserva me la confirmó y me fue cobrada por anticipado la
tarifa de setenta dólares la noche, incluidos impuestos; a cambio me entregó una tarjeta magnética para abrir
las puertas de acceso común y una llave para mi habitación; además fui prevenido de ser cuidadoso con la llave,
pues en caso de perderla debía pagar una multa de veinte dólares. Luego me
entregó un par de sábanas y una toalla,
ambas de dudosa higiene y un pequeño
plano para ubicarme en los intrincados corredores y habitaciones dispuestas a
ambos lados de cada uno de ellos.
Las habitaciones - aunque sería más propio llamarlas cubículos- eran de un metro y medio
de ancho por dos metros de largo (exactamente tres metros cuadrados), en los
cuales entraba una estrecha litera, una silla y un cajón de madera para colocar
mi cámara fotográfica y mi ligero equipaje, no había espacio para nada más. Una cosa extraña era que no existían ni cielo raso ni ventanas, arriba solo se disponía de una magra celosía
de madera y las divisiones entre los cuartos no eran más que tabiques de madera
recubierta con pintura de color crema brillante en el interior y verde esmeralda
en el exterior. El piso contaba con dos
o tres corredores, cada uno de los cuales, tendría unos cuarenta cubículos y un
baño común, ubicado al fondo. Habiendo cuatro pisos, yo calculaba más de trescientos cubículos
ocupados casi al cien por ciento. Veintiún mil dólares diarios de ingresos
brutos o más de siete millones y medio de dólares anuales, no estaban nada mal.
La delgadez de los tabiques y la
carencia de cielo raso permitían que todos los ruidos provocados por los
alojados –hasta los sonidos más íntimos- se filtraran, despojando al huésped de toda
privacidad. En mi caso, me tocó un anónimo e inubicable vecino que sufría
frecuentes accesos de tos durante toda la noche, provocados por una bronquitis mal curada o por
el tabaquismo, vaya uno a saber, que no
me dejaban dormir. La estrechez de las
dimensiones, lo basto de los materiales y la ausencia completa de casi todo
decorado, me hacían sentir claustrofóbico. A pesar de todos esos
inconvenientes, llegaba en las noches tan cansado que caía privado casi por completo, solo
percibiendo, en turbio sueño, los ecos
desesperados de la tos asmática.
En aquel lugar siniestro todo era posible. La cicatería de los propietarios era tal que
no habían tomacorrientes en ninguno de los cubículos, lo cual era un fastidio para la recarga de la batería de los celulares,
cámaras y laptops, pero también un medio seguro para evitar
incendios por si a alguien se le ocurría prender una cafetera eléctrica dejando olvidado apagarla. Visto así el
remedio era mejor que la enfermedad. Empecé a pensar cómo sería sufrir un
incendio en aquel panal de cuartuchos de madera. Cuando acabé de pensar en esas tétricas ideas
empecé a cavilar en las celdas
computarizadas del Japón, casi nichos tech dispuestos verticalmente en las
paredes, en los cuales los usuarios,
viajeros, turistas y trabajadores, entran, se acuestan en su cama ergonómica y
prenden el televisor tres D en un ambiente de un metro cuadrado, pero dotado de
aire acondicionado perfumado. En comparación
yo disponía de tres metros cuadrados y podía pararme o sentarme, lo cual era
una ventaja. El falso techo inexistente y la compañía de mis cien evidentes,
pero invisibles, vecinos del piso era una presencia permanente, como si todos
me observaran pero sin poder ver a nadie. Además tenía un baño en el corredor,
con ducha, lo cual era un lujo. ¿Cómo se sentirían esos japoneses encerrados en
sus nichos? Estoy seguro que todo lo habían contemplado y resuelto para
beneficio del cliente y por supuesto de la industria del turismo. Pero la
claustrofobia, ¿la habrían eliminado? Había en mi hotel un hecho aún más escabroso,
en las paredes pintadas al óleo, si las mirabas con detenimiento, veías o
creías ver trazas de excrementos o huellas de sangre, en brochazos al estilo de Pollock, cuyo origen era incierto aunque predecible. Al
leer el graffiti en inglés, escrito con marcador negro en la pared del baño, recordé el mismo verso coprolálico, que hace muchos
años antes, se podía leer en las paredes
de los excusados del colegio militar en que había estudiado de adolescente en
el Perú:
Caga el Papa, caga el cura,
caga el obispo y su gente
caga el hombre más valiente
y hasta la hembra más guapa.
Porque en este mundo de mierda
de cagar nadie se escapa.
caga el obispo y su gente
caga el hombre más valiente
y hasta la hembra más guapa.
Porque en este mundo de mierda
de cagar nadie se escapa.
Entre
las pocas facilidades ofrecidas por el hotel, se disponía de una lavandería,
ubicada en los sótanos, con sus máquinas lavadoras y secadoras de ropa para el
uso de los viajeros, previa compra de
fichas en la recepción. Era
extraño, pero en esos ambientes amplios
y llenos de lavadoras modernas en las cuales por unos pocos dólares podías lavar y secar toda tu ropa de hobo, acumulada durante semanas de viajes no
encontré huéspedes, sería porque a la gente alojada no le importaba la limpieza
de la vestimenta o porque ya estaban al límite del presupuesto de viaje y no
podían permitirse esa comodidad. Sin
embargo, ocurrió que una vez, estando en
la lavandería, vi o creí ver como en sombras chinescas, dos figuras una de las cuales tenía un sello
de inconfundible oriental por el corte de cabello y lo esmirriado de la figura,
la otra era normal y se encontraba
recibiendo un paquete de reducidas dimensiones.
Esa noche no le di mayor importancia, pero me intrigó el contenido del
paquete recibido. Al día siguiente, me desperté hambriento y me preguntaba por qué el hotel no disponía de
servicio de comidas de ningún tipo. Afuera, a pocos pasos, en un local vecino seguramente de propiedad de
cubanos, pues se exhibían en tavola
calda, platos de la isla, la mayoría a base de frijoles, exclusivamente para llevar
pero a precios muy razonables y
para comerlos en las mesas metálicas del hotel o si lo preferías en tu cuarto.
Hice la compra necesaria y de pronto me vi compartiendo con los afroamericanos,
probablemente jubilados que vivían de su módica pensión, un desayuno rutinario
para ellos pero para mí casi exótico.
Toda
la sordidez del hotel quedaba compensada con la fortaleza de su ubicación. A tres
cuadras del SoHo y también muy cerca de
Chinatown y de Little Italy. Al apreciar la arquitectura de los edificios de la
zona se viajaba en el tiempo a las calles del film “The Gangs of New York” de
Scorcese. La calle Bowery tenía su historia, tiempo
después me enteré de que Ginsberg la mencionó en su gran poema The Howl:
“who ate the lamb stew of the imagination
or digested
the crab at the muddy bottom of the rivers of
Bowery”
the crab at the muddy bottom of the rivers of
Bowery”
Manhattan
me atraía como la fuerza de gravedad de un agujero negro, y en especial la zona
circunvecina, allí se habían alojado los
inmigrantes venidos de toda Europa en el siglo XIX, pagando por ello unos pocos centavos la noche a cambio
de un metro cuadrado de piso o banca de
madera. Allí, los propietarios de esos
locales hicieron un pingüe negocio con ese
tipo de alojamientos. Allí, después de la segunda gran guerra los
soldados que, por miles, retornaban a New York se alojaron transitoriamente por
unos pocos dólares, a cambio de los cuales contaban con una cama y un baño común
y en la noches gozaban del ambiente en bares, teatros y burdeles de mala muerte,
bailando con el Salt Peanuts de Dizzy Gillespie y Charlie Parker. También era
una de las zonas más peligrosas de toda la ciudad de New York.
Al
salir, por las tardes, tenía al Bowery
solo para mí y mi cámara; con la
adrenalina a flor de piel, daba unas vueltas por los alrededores, disparando al
azar. Los escenarios de los edificios de ladrillo rojo con sus típicas
escaleras de incendio de fierro fundido me traían recuerdos de lecturas o películas. Esa tarde, paseando por el Central Park
West, divisé un edificio de diseño gótico,
el cual cambiaba de forma a medida que pasaba el tiempo –medido en segundos- y
la luz acentuaba los tonos grises dándole una tonalidad cada vez más dramática.
Me sentí transportado al castillo de Chinon en pleno siglo XI a orillas del
Loire. Increíblemente no pude disparar
una sola foto. La visión me paralizó, cuando reaccioné y apunté la cámara ya
había pasado el momento del esplendor. Tomé
el metro para el regreso,
cuando llegué a la estación de Canal St.
Ingresé a Chinatown, donde me sumergí en un exotismo oriental de hombres y
mujeres hablando cantonés o mandarín, que caminaban apresurados haciendo sus
últimas compras en establecimientos que habían sacado su mercadería y la lucían
en cajas de cartón y plástico dispuestas en la calle. Arriba, los toldos de
colores y los letreros en ideogramas chinos, algunos traducidos al inglés. Vendían pescado,
pan, vegetales y todo tipo de artículos de vivos colores, más allá vacas
voladoras, vitrinas con patos y gansos
dorados y costillas de cerdo
colgados en exhibición para la venta. Disparo la cámara en automático, sin
encuadrar, solo con la idea de captar la totalidad de colores y formas.
Resonaba el eco del chino cantonés con su peculiar cantado, el mismo que había
escuchado en mis visitas a la calle Capón en Lima.
De regreso al
hotel, tuve que recorrer un dédalo de corredores y
cuartos, hasta ubicar el mío. Una vez en él
me acosté en la
litera, con el cuerpo molido por la caminata de varias horas. De nuevo la somnolencia apenas disturbada por la tos, ahora ligera que,
de cuando en cuando, atravesaba las puertas y los paneles de madera
pintada con óleos chillantes en las cuales figuras de músicos e instrumentos de
jazz, en improvisados diseños hechos al vuelo servían como únicos elementos decorativos.
Una tarde fui
al Tribeka Film Festival, creado tres
años antes por Robert De Niro, vi una película francesa que me encantó. “Kirikú
et la sorcière” tocaba el tema de la inocencia y el mal y de cómo las cosas no
son lo que parecen. Al salir del festival pasé por la zona de Ground Zero y
divisé la inmensa explanada en la que una vez se habían levantado las Torres
Gemelas, leo y veo las fotos colocadas en
paneles in memoriam de las miles de víctimas.
Esa noche regreso y en la entrada del hotel encuentro a un
espigado joven rubio, de unos veinte años, que me pregunta con marcado acento británico:
-¿Te
estás alojando aquí? ¿Qué tal te parece este sitio? Mi nombre es Paul - me pregunta, aguzando sus
ojos celestes.
Le
digo lo que pienso del hotel, pero hago hincapié en lo ventajoso de su
ubicación que me convenía, como fotógrafo.
-Yo
vengo de Londres y soy modelo, hoy llegué en la tarde y actualmente estoy
buscando trabajo en Manhattan- me confiesa. Cuando bajo la mirada me
percato que calzaba flip flops de color rosado y vestía de manera
extremadamente informal, para ser modelo. También observo que
estaba fumando como esperando
algo o a alguien, al lado de sus pies, en la vereda, había probablemente una
docena de colillas de cigarrillos. Acabamos la conversación y nos despedimos
quedando en vernos al día siguiente.
Esa
noche, antes de acostarme, fui al baño
común al fondo del corredor y al regresar a mi habitación, en una esquina, escuché unas voces con tono de
recriminación; reconocí a lo lejos al
chico inglés discutiendo con un hombre de rasgos asiáticos. Escuché que el
oriental levantó la voz amenazadoramente.
No sé que me impulsó a regresar a
mi cuarto y sacar la cámara, lo hice, y escondido en el panel de la esquina,
como un cazador que apunta a la presa, disparé la cámara sin flash. Agitado, me
precipité de nuevo en mi habitación, me senté en la litera y vi la foto recién
tomada. El hombre asiático tenía un rostro
duro, inescrutable, peinado con un pequeño moño sobre la frente y mirada cruel.
Vestía un sobretodo gris. La foto era pasable.
Rendido
por las emociones del día, dormí con profundo sueño hasta el amanecer en que los
fuertes espasmos me hicieron recordar dónde me hallaba. Me levanté a eso de las once de la mañana y
en el baño me encuentro con Paul que solo tenía una toalla cubriéndole la
cintura para tomar una ducha. No pude
dejar de fijarme en las manchas azules en la parte anterior de sus brazos, propias
de los adictos a la heroína. Entré a la ducha y al salir Paul ya no estaba. Me dirigí a Penn Station para familiarizarme
con el horario de los trenes a Long Island a donde viajaría el domingo temprano
para visitar a un conocido. En la estación almorcé y estaba de regreso al hotel
a media tarde. Cerca del hotel tuve un mal presentimiento cuando escuche el
aullido de unas sirenas policiales y vi las luces de emergencia de varios patrulleros
de la policía. A lo lejos divisé la zona
frente al hotel rodeada con una cinta plástica amarilla que decía “Crime Scene,
do not cross” en forma repetitiva. En medio de la demarcación y rodeado de
policías pude ver de lejos el cuerpo de Paul, inerme, tirado en posición cúbito
dorsal, descalzo.
Esa
noche no pude conciliar el sueño y salí a las diez de la mañana con destino a
Long Island. Apenas tenía tiempo de
llegar a Penn Station. Llegué a las
justas, pero me las ingenié para dejar previamente, en una estación de policía,
debajo de la puerta principal la copia
de la foto con la siguiente nota: “Bowery’s Whitehouse hotel, Crime Scene” y
subí rápidamente al vagón del Amtrak.
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