Antonio Sardina Cecine
Terminó de limpiar
los cuartos en el hotel Punta Placer donde trabajaba, guardó los cubos y
trapeadores en el cuarto de aseo, pasó a cobrar con la señora Claire —la dueña—
y como siempre, se quedó un momento platicando con ella en la pequeña cafetería
donde se servían los desayunos y los huéspedes pasaban el rato cuando se
hartaban del sol.
El hotel estaba en
el pueblo de San Agustinillo, en la Riviera de Huatulco, Estado de Oaxaca, muy
cerca de las otras ocho bahías que la conformaban, entre ellas Mazunte y
Zipolite, las más conocidas.
Era un lugar
paradisiaco y muy buscado sobre todo por turistas europeos, ya que no tenía
hoteles de gran tamaño sino solo pequeños hoteles boutique, que estaban directamente en la playa.
Claire y su esposo
David habían llegado de Francia recién casados en calidad de turistas hacía ya
diez años y se hospedaron en Punta Placer, en ese tiempo conocieron al dueño
del hotel, un rico comerciante de Pochutla, que les ofreció encargarse del
lugar. Lo hicieron tan bien que lo habían podido comprar y se quedaron a vivir
en San Agustinillo.
Claire lo administraba, mientras David daba
clases de surf, además, se encargaba de hacer remodelaciones y diseñar casas
para sus compatriotas y clientes de otros países que decidían quedarse a vivir
o solo querían tener una casa alternativa en ese mágico lugar. A estos viajeros
les convenía contar con la experiencia de David, ya que se había convertido en
un experto en aprovechar las corrientes de aire y orientar las habitaciones al
mejor punto, para disfrutar de amaneceres y puestas de sol del lugar.
Habían tenido dos
hijos, Paula, una niña preciosa que actualmente tenía ocho años y David de
cinco, a quien todos conocían como Viernes, apodo que le habían puesto los
lancheros, con base en la novela de Robinson Crusoe, porque era un niño con una pinta salvaje y
facha de náufrago, con esa melena rubia que le llegaba hasta los hombros y que
cuando no estaba en traje de baño, era porque estaba desnudo; solo hablaba a
base de rugidos y exclamaciones, tal vez porque vivía confundido entre el
español de los lugareños y el francés que hablaban en su casa.
Claire había
fundado junto con otros extranjeros avecindados en el pueblo, una escuela con
educación Montessori, donde se impartían clases en inglés, español y francés y
asistían no solo sus hijos, sino también, gratuitamente, los niños del pueblo
cuyos padres se animaban a mandarlos, pese a que esa educación no era
compatible con las otras escuelas del pueblo ni con sus costumbres.
Esa mañana Claire
le contaba a Ramón, que verdaderamente estaba atribulada, porque su hijo David
(Viernes), era el niño más travieso de la escuela, no solo se negaba a hablar
en cualquiera de los tres idiomas, sino que además, por su carácter salvaje e
incontrolable, no podía estar sentado y molestaba todo el tiempo a los otros
niños; sus únicos amigos eran los lancheros, que lo llevaban a sus expediciones
de pesca desde las seis de la mañana, y según le comentaban, era el niño más
feliz ayudándolos con sus redes y bártulos y viendo a las ballenas que llenaban
esa bahía gran parte del año y nadando
con los delfines que las acompañaban.
Su padre, David,
era el primer promotor de ese comportamiento, ya que desde que nació quiso que
fuera un niño apegado a la naturaleza y no respetaba las reglas de la educación
tradicional, eso no pasó con Paula, ya que Claire se hizo cargo de su
educación, pero a cambio dejó que David disfrutara a su hijo como quisiera, eso
había causado un comportamiento preocupante en el niño, que se iba haciendo más
salvaje al pasar el tiempo, y aunque ella estaba segura de que en algún momento
iba a adoptar las costumbres normales de los otros niños, eso hasta la fecha no
sucedía y se había agravado de tal forma, que ayer mordió a una compañera de la
escuela y arrancándole un pedazo de oreja, y para escándalo de todos los
presentes, se lo tragó sin ningún miramiento ni asco.
Ramón le dijo a
Claire que eso estaba muy mal, y que era una lástima que no se lo hubiera
contado antes ya que le hubiera dicho el remedio que usaba la gente del pueblo
para que los niños tuvieran un buen comportamiento:
—Aquí en San Agustinillo
los papás les dicen a sus hijos que deben portarse bien, pues a los niños que
se portan mal se los lleva el nahual, que es un brujo con poderes sobrehumanos,
que se convierte en animal en las noches de luna, eso se sabe desde antes de
que los españoles llegaran aquí, vaya, desde siempre.
—Gracias, Ramón —le
dijo Claire con una sonrisa, no sé si me vaya a entender o eso lo asuste, pero
se lo voy a decir, ojalá funcione.
Ramón se fue a su
casa en la montaña muy dentro de la selva, un jacal de buen tamaño donde vivía
solo, pero tenía todo lo necesario; la casa estaba llena de figuras de barro,
piedra y materiales que se veían muy viejos, representando figuras
prehispánicas.
Había llegado a
San Agustinillo después de realizar el «robo del siglo» en la ciudad de México,
como se conocía a la tremenda aventura del asalto al museo de antropología, una
verdadera tragedia para la nación y que se había resuelto, después de darse
cuenta de que no lo habían realizado ladrones internacionales expertos, sino
que habían sido un par de estudiantes aficionados a la arqueología y que habían
entrado al museo por los ductos de ventilación el día de Navidad, encontrando a
todos los guardias borrachos y dormidos y aprovechando para llevarse las
principales piezas, invaluables, del acervo nacional.
Solo metieron a la
cárcel a su socio Parches, ya que a Ramón, gracias a un trato que hizo con el
presidente de la república, devolviendo todo lo que se había llevado y por ser
amigo de su hija, lo dejaron marchar con la condición de desaparecer del país,
dando la noticia en los periódicos de que lo habían matado en una balacera al
capturarlo.
Pero él decidió no
salir del país, tomando el puesto de ayudante en Punta Placer, y aprovechándose
para seguir aprendiendo con los chamanes de la región, las distintas formas de
utilizar las pocas piezas que había conservado, como la máscara de jade y el
cuchillo de oxidiana, de los cuales no pudo desprenderse por una necesidad que
no sabía de dónde venía, pero la sentía en la sangre.
Comió e hizo las
labores que requería la casa, y llegando la noche prendió una fogata en la
puerta del jacal, sacó la máscara de jade de un baúl que guardaba bajo la cama
y se sentó junto al fuego. Cuando la luna llena estuvo justo sobre él se la
puso, percibiendo el olor a moho potente y ancestral, y cantó con una voz
profunda en un lenguaje fonético… primigenio.
Empezó a llenarse
de pelo, sus extremidades mutaban en patas y las manos en garras. Al final,
empujó la máscara y descubrió la cara de jaguar mezclado con lobo —la cara de
Nahual—, y se dispuso a realizar su tarea aunque no le gustara: tendría que ir
por Viernes.
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