María Marta Ruiz Díaz
Marcos y Daniel se conocieron cuando sus madres, vecinas
desde hacía unos años, pero que no se frecuentaban, se encontraron un día en la
calle descubriendo que habían parido ese mismo mes a un varoncito. Desde
entonces, entre pañales, chupetes y peluches, nació una amistad que los hizo
sentirse como hermanos.
Por cuestiones económicas de los padres de Daniel, no
pudieron compartir la misma escuela, pero sí realizaban juntos las tareas, se
ayudaban y disfrutaban de su tiempo libre reuniéndose con otros amigos y jugando
al fútbol, el deporte favorito de ambos.
Daniel era mucho mejor jugador que su amigo, porque
era menudito y muy ágil. Se escabullía por todos los rincones de la cancha, esquivando
compañeros, hasta que llegaba al arco y se las rebuscaba para meter un gol o
darle un buen susto al arquero. Por su tez trigueña y su pelo tan negro, le
decían con cariño Negrito.
En cambio Marcos era altísimo como su padre, un juez
muy respetado no solo por su distinguida presencia, sino por sus habilidades
legales y su honestidad. Este otro joven era muy rubio y le gustaba usar el
pelo hasta los hombros. Eso, acompañado de unos ojos azules deslumbrantes,
dejaba sin respiro a más de una de las chicas que apenas conocerlo soñaban con
llevarlo al altar.
Cuando estaban por cumplir los dieciséis, a Marcos le
descubrieron la enfermedad que tanto dolor está causando en este siglo, por la
cual debió someterse a varios tratamientos que le provocaron, entre otros
problemas, la caída de su pelo. A sus amigos más cercanos les contó que este
proceso no había sido de a poco, sino que un día de golpe vio que se estaba
quedando pelado y para evitar mayor angustia fue a un peluquero y se hizo
rapar.
Fue grande su sorpresa, cuando una tarde le tocaron el
timbre de su casa y al abrir lo vio a Daniel totalmente pelado.
—¡Hola, Negrito! Pero… pero ¿qué hiciste?
—¿Qué tal, amigo? —le respondió Daniel, sacudiendo
alegre su cabeza—. ¡Venga un abrazo con choque de peladas! Ja, ja, ja.
Desde ese día, cada vez que Marcos necesitaba volver a
pelarse, iban juntos al peluquero y al salir se tomaban una cerveza brindando
por sus cabezas rapadas. Los compañeros de Daniel lo embromaban en el colegio,
en esas épocas solo se pelaban los que tenían piojos y eran considerados
desprolijos, sucios. Él soportó las burlas callado y jamás le contó a ninguno
la razón que lo había motivado.
Pasado un año, los exámenes de control de Marcos
comenzaron a dar buenos resultados, a ambos les comenzó a crecer el pelo y ya
estaban por terminar el trayecto escolar. Daniel quería ser abogado. Su amigo
hermano, actor.
Pero nada es lo que parece, y quien creía gozar de
mayor salud, un día sorprendió a todos abandonando la vida en un instante… Los
médicos le diagnosticaron «aneurisma cerebral». Justamente estaba por ser
padre, un bebé no buscado, pero que había decidido reconocer, ya que estaba muy
enamorado de Ximena, su novia desde los dieciséis años.
Con él, Marcos perdió a su amigo, su hermano, su
confidente. Su vida se convirtió en un agujero negro. Su madre, una mujer muy
social, simpática y fuerte trató de ayudarlo, pero en su interior sabía que
superar ese dolor le llevaría a su hijo unos cuantos años. Al terminar la escuela
le regalaron una moto, le arreglaron su dormitorio, sus dos hermanas se
desvivían por complacerlo, pero nada en él cobraba sentido alguno, menos lo
material. Sus noches eran eternas recordando a Daniel en cada instante, su
sombra deambulaba por toda la casa. Marcos golpeaba puertas, escritorios,
paredes. Escuchaba música muy fuerte y cantaba letras incoherentes, con el fin
de no pensar. Hasta que un día, ese hombre tan particular, bien parecido,
estricto y dulce a la vez, su padre, golpeó a la puerta de su cuarto y entró.
Nadie supo de qué hablaron, solo que estuvieron juntos
en ese dormitorio por dos días y dos noches. La madre, delicadamente, les
tocaba la puerta y dejaba una bandeja para los dos, así durante las cuatro
comidas de cada día. Ellos comían y volvían a sacar la bandeja, dejándola
apoyada en el piso, sin una palabra, una misiva, nada…
Pasado ese tiempo, el padre salió del cuarto y como si
nada hubiera pasado, se dio un baño, desayunó con su mujer y se fue a trabajar.
Ese día tenía un juicio imperdible. Ella, no preguntó nada. Dentro del
dormitorio de Marcos reinaba el silencio. Su madre siguió por varios días más
dejándole la comida sobre una banqueta al lado de la puerta. Hasta que un
martes lo sintió pasar por la puerta de la cocina rumbo a la calle. No le dijo
nada. Se asomó a la ventana. Lo vio con el pelo larguísimo, desprolijo, sucio.
Andaba en jeans con una remera toda arrugada color marrón, zapatillas
negras y anteojos oscuros. Observó que iba llevando un montón de cosas en las
manos y que las tiraba en el tacho de basura. Quedó sorprendida, pero decidió
guardar silencio.
Varias idas y vueltas tuvo que hacer Marcos para deshacerse
de todo lo que había separado. Cuando por fin terminó, saludó a su madre con un
beso en la mejilla y se fue a bañar. Durante los siguientes dos años, intentó
estudiar abogacía, su padre se había encargado de hacerle saber que ese era «su»
deseo. Esa carrera también le recordaba a lo que siempre le decía Daniel: «Amigo,
estate seguro de que yo seré un abogado intachable y te salvaré de todas las
trastadas que te mandes, ja, ja, ja», pero para él solo significaba un cúmulo
de leyes que nadie cumplía, que metía presos a los que debían estar libres y
dejaba libres a los que debían estar presos.
Cuando Marcos logró desprenderse de todo lo que lo
unía a su amigo de la vida: juguetes de la infancia, videojuegos, libros
policiales, revistas porno, cuadernos y resúmenes de la escuela, regalos (su
favorito era una caja de habanos que Daniel le había traído de Cuba de un
intercambio estudiantil), sabía que primero debería cumplir con la promesa
hecha a su padre de continuar con el legado jurídico y que después de obtener
el diploma, se marcharía en busca de caminos actorales que era lo que él amaba
con locura. El único que entendió sus pasiones artísticas y se las apoyó, fue
Daniel.
Por eso, una tarde, al regresar de la facultad con un
desaprobado a cuestas, llamó a su tío, un hombre adinerado y muy generoso, y le
pidió que lo llevara en su próximo viaje.
Así fue como terminó su incipiente carrera, a costa de
un buen sermón de su padre, que a lo último, supo que debía aflojar. Su hijo
recién estaba empezando a salir del duelo de su amigo y un viaje le vendría
bien para acomodar sus ideas y sus sentimientos. Pensó que sería un tiempo
sabático, jamás imaginó que ese viaje se convertiría en el puntapié inicial de
una nueva vida para Marcos.
Cuando el auto de su tío Leopoldo estuvo frente a la
casa, al sobrino no le daban las piernas para despedirse y salir. Había
recuperado en gran parte su alegría, sabía que su amigo así lo querría, y si a
él le había tocado quedar entre los vivos, debía de ser porque tendría un gran
futuro y se aferró al objetivo de vivir para lograrlo.
Durante el trayecto, Marcos se pasó actuando de
comediante, logrando diferentes tonos vocales, expresiones, diálogos y chistes
que divirtieron e hicieron más grato el viaje a su acompañante.
En medio de su estadía, recibió un llamado de su madre
pidiéndole que regresara rápido a casa que su papá, Máximo, se había enfermado.
Marcos no podía creer lo que estaba oyendo. Le vinieron a su mente un sinfín de
recuerdos con su progenitor. Ese hombre tan duro, que nunca supo expresar los
sentimientos hacia sus hijos. Más de una vez, al llegar a casa cansado, se
acercaba a Marcos y lo rodeaba entre sus brazos, pero jamás un «te quiero»
lograba salir de sus labios. Su hijo, en cambio, era muy sentimental y
expresivo, le demostraba con besos, abrazos y hermosas palabras lo mucho que lo
quería.
Cuando, recién llegado, entró al cuarto de su padre,
vio un semblante distinto, ya no tenía enfrente a esa imagen de juez enérgico y
reservado. Un rostro amarillento, sombreado de ojeras y resabios de dolor, lo
recibió con una sonrisa. Estuvieron en silencio largas horas. El corazón de
Máximo se sabía que no aguantaría mucho más. Salvarse de ese infarto y disponer
de un tiempo para despedirse, fue un regalo que agradeció a la vida.
—¡Te amo, papá! Vas a ver que te vas a poner bien.
—Hijo, vos sos muy fuerte. Ayudá a tu madre, no le va
a ser fácil, aunque la fortaleza la heredaste de ella. Yo, tan piedra por fuera,
soy más débil que cualquiera de ustedes dos.
—No digas esas cosas. Date tiempo para recuperarte,
vos sos un gladiador, no te olvides.
—Cuando los gladiadores pierden batallas, es porque
saben que les llegó el final. Jamás se entregan, pero tampoco se resisten a la
realidad. Ve a descansar, yo estaré bien.
—Te amo —volvió a decirle Marcos mientras se daba
vuelta y caminaba hacia la puerta.
—Yo también —respondió su padre en voz baja.
—¿Cómo? —preguntó asombrado su hijo mientras se volvía
hacia la cama.
—Lo que escuchas, hijo. Te amo. Yo también te amo.
Esas dos palabras acompañan aún hoy la vida de Marcos,
recordando que al poco tiempo de pronunciarlas, su padre se marchó a
encontrarse con su amigo Daniel.
Pasados algunos meses, mientras le preparaba el té a
su madre, recibió un llamado de su tío Leopoldo.
—¡Hola, Marquitos! ¿Cómo estás? ¿Logras ir superando
lo del papá?
—Sí, pero me parece mentira todavía…
—Mirá, quizás esto te ayude, vi un aviso en la agencia
donde trabajo, están pidiendo jóvenes que quieran actuar, hay una audición,
parece importante. Recordé nuestro viaje, cómo me maté de risa con vos y pienso
que es tu oportunidad de hacerte conocer. ¡Tenés muchos dones, flaquito!
Así fue como comenzó la vida actoral de este jovencito
que se terminó convirtiendo en un actor de reparto muy atractivo y popular. Sus
casualidades o causalidades, como el lector desee considerarlas, continuaron
cuando una tarde se cruzó a una joven actriz en el bar del estudio de
televisión. La vio y su corazón comenzó a correr como caballo embravecido, su cara
se cubrió de sudor y enrojeció cual fresa madura. Emilia era una mujer esbelta,
alta, con paso firme y sensual. Su cabellera lacia color negro azabache y sus
ojos verdosos, resaltaban frente a una piel blanquecina, casi etérea. No pasó
mucho tiempo y ya estaban compartiendo los días juntos, en los momentos en los
que su trabajo actoral se los permitía. Cuando aún no se habían dado ni un
beso, Marcos le confesó su amor con desparpajo:
—Estoy enamorado. Quiero que vos seas la madre de mis
hijos. Que construyamos una familia juntos. ¡Te amo! —le expresó dulcemente,
mirándola a los ojos y tomando sus manos entre las suyas. Luego quedó en
silencio, atemorizado, esperando su reacción.
—Tendremos esa familia —respondió ella esbozando una
sonrisa cómplice.
Uno de los pasatiempos de Marcos era escalar. Encontró
en ese deporte una manera de descargar sus penas y aumentar su autoestima. Se
preparó durante un año y se sumó a un grupo de escaladores para trepar la cumbre
más alta de América, el Aconcagua. Partió a Mendoza en febrero con su espíritu alpinista
a flor de piel. Vanos fueron su preparación previa, su ánimo aventurero y su
amor por las alturas, su cuerpo no lo soportó, sus pulmones se plegaron y el
aire a gatas salía de ellos para poder respirar. Jamás se olvidará de Pedro, un
amigo que renunció a la llegada a la cima por salvarlo. Tuvo que acompañarlo en
todo el descenso, ya habían trepado más de la mitad de la montaña, sin saber si
Marcos lo soportaría. Pero pudieron llegar al campamento y de ahí una
ambulancia previamente avisada, los trasladó al hospital más cercano.
Llevaba dos días con cámara de oxígeno, en cama, en
ese lugar alejado de todo contacto con la ciudad, sin internet, salvo por ratos
que se conectaban gracias a energía solar, cuando de repente vio que se abría
la puerta de su habitación y ahí estaba Emilia, ella, su adorada, como siempre,
llegando adonde sabía que la necesitaban. Lo miró con una gran sonrisa, se
abalanzó sobre él y se abrazaron por unos minutos eternos. Hubo tanta energía
en ese encuentro, que en el cielo se produjo un eclipse de sol. De pronto la
habitación quedó casi a oscuras, se miraron y rieron a carcajadas, no pudiendo
creer esa coincidencia astral.
Pasados unos días, lo dieron de alta y como se sentía
nuevamente bien, le propuso a su novia pasar unos días de vacaciones. Fueron a
un hotel inmerso en la montaña, donde pudieron expresarse su amor sin
limitaciones ni interrupciones. Una tarde, la llevó a la terraza del cuarto,
desde donde el color verde amarillento del valle y el azul marino del agua, sumado
a la imponente montaña bañada en nieve, estremecería hasta al más duro de los
mortales.
Allí le propuso matrimonio y para sorpresa de ella,
hasta le mostró los anillos que había comprado. Y ahí Emilia se enteró de que
durante toda la escalada Marcos los había llevado atados a su cuello con una
cadena. Su idea era llegar a la cima y proponerle matrimonio desde ahí,
mostrándoselos a través de un video que le entregaría al volver. Pero por
alguna razón, que solo Dios sabe, tuvo que cambiar sus planes, y ahora que
estaba frente a ella y veía unas lágrimas deslizarse por esas mejillas tan
puras y blancas, agradeció a la vida haberla tenido presente cuando realizó su
proposición.
El tiempo pasó, Marcos y Emilia formaron la familia
que se habían prometido desde siempre. Una tarde, tocaron el timbre de la casa
donde vivían con sus tres pequeños hijos. Él atendió y se encontró con una niña
de unos catorce años, cuya mirada le hizo sentir un estremecimiento fuerte en
el pecho, sin poder entender qué le pasaba. La pequeña lo miró con timidez,
metió su mano en un bolsillo, sacó un sobre y se lo entregó diciendo: «Encontré
esto hace unos días, de casualidad, en un cajón de la cómoda de mamá, ella jamás
me había hablado de usted…».
Marcos lo abrió y sacó una carta, escrita a mano, y
cuando identificó la letra cayó para atrás, tanto que golpeó contra la puerta,
que se abrió, y justo llegó Emilia para sostener su caída entre sus brazos.
«Querido amigo de la vida, hermano. Hoy me enteré de
que voy a ser papá, una alegría indescriptible se apoderó de mí. De golpe
siento que ser padre me suma de responsabilidades y me asusto. Por eso, no me
preguntes el porqué, decidí escribirte ya esta carta. Quiero pedirte, desde lo
más profundo de mi ser, que si algo llegara a pasarme alguna vez, seas vos que
asumas la tutoría de ese niño o niña que está por nacer. De esta manera,
continúo tranquilo por la vida. Sé que vos no me vas a defraudar. Deseo que nunca
llegue el momento de que tengas que leer esto que estoy escribiendo, pero en la
vida no se sabe… Así que, Marcos, te la/lo entrego con mi alma y con mi
corazón. Cuidalo/a. Espero que mi Ximena lo entienda y te transmita mi
voluntad, por lo menos hasta que ella pueda rehacer su vida con otro hombre y
formar una familia nuevamente. Te abrazo fuerte, Daniel».
Emilia y su marido terminaron de leer entre lágrimas y
desde entonces supieron que esa pequeña niña sería su protegida para siempre.
Mientras la abrazaban tiernamente, apareció Ximena que observaba escondida
detrás de un arbusto. Al morir Daniel, ella había decidido criar a su hija
sola, por eso escondió esa carta. Ninguna vez pudo volver a enamorarse. Se sumó
al abrazo de ellos tres. Marcos, conmovido, sintió que su amigo desde el cielo
le estaba devolviendo parte de su ser. Respiró profundamente y gritó tan fuerte
como pudo: «¡Gracias, Negrito!».
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