lunes, 11 de noviembre de 2019

El devastador 7.8 del 16 de abril del 2016

Marielena Delgado


Mi niñez y juventud transcurrieron en el bello puerto de Manta, ciudad pequeña y pujante, donde el sol cuando se oculta pinta las nubes de dorados, rosados y ocres que parecen esconderse en la infinidad del mar plateado; sus habitantes tienen la típica locuacidad y alegría costeña, sus costumbres pintorescas y un orgullo heredado de la estirpe de los manteños pescadores curtidos de alta mar. Mis primeras amigas, mis compañeras, mis ilusiones, alegrías y tristezas, todas se desenvolvieron en mi querida ciudad. Después de muchos altibajos en mi vida familiar me decidí vivir en otro lugar más impersonal, en la populosa Guayaquil. Se dice que las penurias nunca vienen solas, así que pasé momentos traumáticos como: un divorcio, una quiebra económica y, lo peor, tomar la dura decisión de encerrar a un hijo en una clínica de rehabilitación por adicciones. Al parecer mi vida estaba de cabeza. Acudí a un psiquiatra que me martirizaba y administraba drogas fuertes, a un grupo de ayuda, a la Iglesia, en fin, solo tenía en claro que debía hacer algo porque me estaba hundiendo en un abismo de oscuridad y depresión. Cuando se vive en una gran ciudad pasamos inadvertidos como uno más de los millones de habitantes, la prisa, la competencia, el ruido, la automatización de los movimientos nos envuelven y nos convierten en una máquina que va y viene en ese mundo de hormigón y asfalto. Así pasaron seis meses lamiendo las penas y dándome ánimo para salir de esa oscuridad hasta que recibí, una llamada que me sacó de mi aburrida rutina; nos reuniríamos las excompañeras del colegio y la fecha se había fijado para el dieciséis de abril próximo. Esta noticia me alegró mucho, tendría la oportunidad de encontrarme con amigas que no veía desde hace mucho tiempo... ¡Qué emoción! Me habían dicho en el grupo de apoyo que muchas veces nos dedicamos tanto a los hijos y al hogar que nos olvidamos de nosotras mismas, y creo que tienen razón. ¡Basta de ser siempre la protectora!, ahora ¡a pensar más en mí! y tomé la decisión de viajar y olvidar un poco tantas penurias. Un mes atrás ya me habían implantado un marcapasos.
—Pero, doctor, esa arritmia cardiaca se la puede tratar con medicación. No quisiera llevar un objeto extraño en mi cuerpo...
—No, señora, es muy arriesgado. Mire usted, en el Holter salió una pausa de casi cuatro segundos a las cuatro y media de la madrugada. De ahí, a un paro cardiaco, solo hay un pasito.
Me dieron el ingreso y mientras me preparaban para la operación reflexionaba con cierta nostalgia. «Tengo cincuenta y seis años, he trabajado mucho y no tengo nada. Mi esposo ya no está, mi hijo mayor siempre ausente y controversial». Sus constantes recaídas con la adicción al alcohol y drogas me sumían en un permanente estado de ansiedad y zozobra. «Bueno, por lo menos mi otro hijo siempre pendiente de mí, ¡bendito niño mío! El hecho es que mi corazón ya no funciona bien y tendré que someterme a esta intervención si es que deseo vivir un poco más». Salí de la clínica Guayaquil al día siguiente con el aparatito puesto, que me ayudaría a regularizar los impulsos eléctricos del corazón, me dieron una lista con las contraindicaciones que debía observar y una tarjeta con mis datos personales, donde se especificaba la marca y la duración del marcapasos, tarjeta que debo llevarla a todas partes que vaya, en especial a los aeropuertos, ya que equivalía a una especie de salvoconducto para evitar pasar por los escáneres, o controles magnéticos que podrían desconfigurar el dispositivo recién instalado. Me sentía extraña, como la mujer biónica.
16 de abril del 2016
Llegó el gran día del encuentro de amigas. Viajé muy emocionada en esa misma fecha, algunas de ellas retornaban desde otras ciudades, incluso desde otros países y no nos habíamos visto desde que salimos del colegio, y eso era ya mucho tiempo, exactamente hace treinta y ocho años. La cita se fijó a las seis en punto en el Hotel Premier, que es propiedad de una de las compañeras, Flor María. Eran las seis y diez, cuando ya habíamos llegado la mayoría, la ansiedad de vernos nos hizo ser puntuales, se instalaba un ambiente de verdadera camaradería. Risas y algarabía reinaban por el vestíbulo del hotel. Parecía que las muchachas de antaño estábamos juntas otra vez, y que el tiempo no había pasado. Nos interrumpíamos a cada momento atropelladamente, queríamos saberlo todo y ponernos al día en pocos minutos que llevábamos juntas. Ahí estábamos las extrovertidas, las más serias, las tímidas, las bromistas... La anfitriona nos ubicó alrededor de una gran mesa dándonos la bienvenida y presentándonos a un cantante que empezó a entonar las canciones de nuestra época.
18:58
¡Nos encontrábamos en ese momento de gran felicidad y emoción cuando sentimos un fuerte movimiento que nos sacudió, nos miramos sorprendidas y alguien gritó aterrada: «¡Temblor! ¡Por Dios y muy fuerte!» Los rostros, antes alegres se transformaron en un rictus de pánico, y los movimientos cada vez eran más intensos, se empezaron a escuchar gritos desesperados, quedó todo a oscuras, y el movimiento era tal que nos impedía estar de pie, las alarmas de los autos estacionados empezaron a sonar en forma estridente, estallido de vidrios, bocinas, llantos, rezos y todo al mismo tiempo. Por los ventanales observamos atónitas cómo se desplomó una casa de tres pisos al frente de nosotras, como si fuera un castillo de naipes, y los escombros llegaron hasta la entrada de nuestro hotel, parecía un bombardeo, pues a través de unos rayos de luz, que no sabía bien en ese momento de dónde provenían, se veía una densa niebla. Yo agarrada de una gran columna, no atinaba a saber qué estaba pasando, ¡eso... parecía el fin del mundo! Los movimientos eran oscilatorios, trepidatorios y daba la impresión de que una gran licuadora nos absorbería en cualquier momento.
19:00
Esas fuertes sacudidas aminoraron un poco y pudimos salir asustadas del lugar, parecía que nunca iban a parar, unas gritaban aterradas, otras lloraban, estábamos a dos cuadras de la playa y al ver la calle llena de escombros, los postes del alumbrado eléctrico doblados sobre los vehículos mi intuición de sobrevivencia me sugería ir por la playa que era más seguro, intenté convencerlas y alguien gritó aterrada: «¡Noo por la playa no! ¡El tsunami!». Escuché otras voces asentir por «¡la playa no!, ¡es peligroso!» Cuando el miedo se apodera, no hay razón que valga. Ni modo, me tocaba seguirlas, además me sentí responsable de mi amiga Mercedes, que, por su estado de diabetes avanzada, casi no ve y en ese momento de oscuridad y pánico, ella se aferraba a mi brazo, llorando repetía que quería estar con su hijo. Agarramos a nuestra amiga cieguita y enfilamos unas seis amigas, otras se dispersaron en grupos como pudieron. A nuestro paso se escuchaban gritos de auxilio, llantos, todo era un caos. Hubo un momento en que acabábamos de salir de un portal de una casa, cuando parte de ella se vino abajo y nos alcanzó a salpicar por los pies. Sin decirnos nada, aterradas salimos a media calle y caminábamos con tanta prisa que casi corríamos, jadeando les rogué: «¡No tan rápido, por favor! Mercedes no puede, ¡ni yo tampoco!» No recuerdo en qué momento se me rompieron los zapatos, pero cuando me di cuenta fue que los cargaba en la mano y descalza trataba de no pisar los añicos de vidrios y escombros de las casas caídas. Habíamos recorrido unas quince cuadras cuando ya no podía más y les dije «¡No doy ya, paremos un momento por favor!» Como pude y ahogándome les expliqué que estaba recién estrenando un marcapasos, Mirian, otra amiga, dijo que ella también estaba preocupada, ya que por su diabetes debe tomar unas medicinas e ingerir alimentos, casi lloraba, todas coincidían del deseo de ver a sus seres queridos, en un momento como ese, si hay que morir, es mejor morir con los suyos. Yo pensaba; «Todas se desesperan por llegar a casa, y ¡yo... no tengo casa, ni hijos, ni nada acá!» Dios, pero mi gran amiga Sonia, donde solía llegar, me llamó preocupada y me aseguró que espere ahí que ella estaba viniendo a verme junto con sus hijos. ¡Bendita amiga querida! Aún no se cortaban las comunicaciones, pero la batería del celular ya estaba en rojo. Luego timbró otra vez el móvil y era ahora mi hijo mayor desde Guayaquil asustado me preguntaba cómo estaba. Agitada le contesté que bien, pero como mi voz seguramente no era muy convincente, me volvió a llamar por dos ocasiones más, indicándome que mi otro hijo, que estaba fuera del país, estaba tratando de comunicarse conmigo en vano. Le dije: «No te preocupes, hijo, y avísale a tu hermano de que estoy bien, y por favor no me llames porque casi no tengo batería y están por venir a verme». Hasta ese momento no sabía la magnitud del monstruoso evento telúrico. Sonia con sus hijos y unos amigos tardaban en llegar, en el trayecto había calles bloqueadas por edificios caídos, tuvieron que hacer muchas vueltas y la gente corría en dirección opuesta a la nuestra, todos buscaban las partes altas fuera de la ciudad. Por fin llega ella apenas con un puesto para mí, mis amigas querían llegar a sus casas y en esas trágicas horas, no se conseguía taxis, ni nada por el estilo. La gente solo pensaba en salvaguardar sus vidas. Se vivía momentos de desesperación. Con mucha pena dejo a mis amigas y subo al vehículo para salir de la ciudad a un lugar descampado a pasar la noche. Pasamos tres días sin suministro eléctrico, sin comunicación telefónica. El mundo ya conocía la trágica noticia:
«Terremoto de 7.8 (escala Richter) el 16 de abril a las 6:58 sacude las costas noroccidentales del Ecuador registrándose hasta el momento 587 personas fallecidas, 155 desaparecidas, 7015 heridas. Hay más de 1125 edificaciones destruidas y más de 829 están afectadas, incluyendo 281 escuelas». BBC y El Mundo.
«El 16 de abril del 2016, a las 18:58, hubo un terremoto de 7,8 de magnitud y 20 kms. de profundidad, que tuvo como epicentro Muisne, ubicado entre Cojimíes y Pedernales». El Universo, Ecuador.
«El 16 de abril del 2016, a las 18:58, hubo un terremoto de 7,8 de magnitud y 20 kms. de profundidad, que tuvo como epicentro Muisne, ubicado entre Cojimíes y Pedernales». El País, Colombia.
Muchas quedamos en un estado de conmoción al saber que estuvimos en la parroquia de Tarqui, corazón comercial de la ciudad, que con la tragedia la denominaron zona cero, donde más del noventa por ciento de la zona hotelera quedó destruida y donde hubo la mayor parte de muertos... Este terremoto fue considerado uno de los más mortíferos de los últimos veinte años en Latinoamérica... ¡fue un milagro haber salido ilesas!
La ciudad estaba de luto, Tarqui, su corazón comercial y turístico, estaba en ruinas. Tarqui pintoresco, Tarqui bullanguero, Tarqui único... era solo un triste montón de escombros retorcidos con olor a muerte. No había esquina en que alguien no llorara. Las réplicas minaban la cordura. Al tercer día salí como pude de la ciudad con el corazón encogido de ver tanta destrucción. Pasaron los días y los meses, pero el pueblo enjugó sus lágrimas y empezó a reconstruir sus calles, sus casas y su vida. Con ese orgullo heredado de nuestros ancestros se oían voces de todos lados: «Somos manabas, amantes de la sal prieta, ¡el plátano y el pescado!, ¡somos altivos y lucharemos por salir adelante!». Las autoridades locales sacaron un eslogan que rezaba: «Manta, se levanta».
¡La depresión anterior de mi vida personal no era nada! en comparación a tantas vidas segadas. El saber que estuve ahí con mis amigas y que sobrevivimos a ese terremoto, me hizo estar más consciente de que la vida pende de un hilo que en cualquier momento se rompe y que aún nuestra hora no había llegado.

2 comentarios:

  1. Ya sabes mi opinión respecto a la parte literaria propiamente dicha y no tengo que estártela machacando nuevamente Pero es una muy buena historia, muy bien explicada en esa primera persona que vivió en carne propia la tragedia y que está aquí para contarla. Gracias por el envio.

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  2. Excelente narrativa de las vivencias de la autora, sin embargo pienso que la pieza tiene elementos muy importantes que se citan de forma sucinta y que pudiera explayarse mas en los mismos, colocando los adornos literarios necesarios para que se torne un gran cuento.

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