Don Fabricio
Pérez se levanta cada mañana esperando que la muerte se lo lleve, pero la
condenada solo le hace saber que está cerca, muy cerca. Sufrió
su último infarto hace seis meses, aun cuando no fue fulminante como él tanto
desea. Un octogenario que no pertenece a este siglo, mantiene la pulcritud de
los caballeros de otra era. Su cabello blanco siempre bien domado hacia atrás
con brillantina, usando esos cepillos negros delgados. Tiene unos ojos verdes
apagados, traicionados ya por párpados envejecidos más de la cuenta que le
cubren la vista neciamente, agravada por un glaucoma que poco a poco le llena
la vida de sombras. Mantiene un bigote gris, corto y digno. Viste hoy una
camisa manga corta de botones con bolsillo en el pecho izquierdo, portando
siempre una diminuta libreta de apuntes y un bolígrafo barato. En ella tiene
anotados números de personas que ya no viven, así como de familiares que hace
tiempo lo olvidaron. El pantalón es de tela barata, pero bien planchado para
lucir sus pliegues, sostenido con una faja de cuero café muy gastada, la cual
ya sufrió la perforación de tres agujeros adicionales para acomodarse a su
escasa cintura. Los zapatos de cuero negro recién lustrado ya tienen remiendos
y poca suela, pero son los únicos con lo que cuenta en estos momentos.
Se gana la
vida vendiendo pan «casero» en uno de los cruces viales más transitados de la
zona oeste de la ciudad. Aprovecha el semáforo en rojo para capturar a sus
clientes, que normalmente están distraídos en sus celulares, por lo cual la
venta cada día se ha vuelto más dura. Nadie le ha explicado a don Fabricio que
las harinas con gluten, los carbohidratos y la comida callejera atraen cada vez
a menos consumidores. Tiene varias señoras fieles a su marca y siempre le dan
propina adicional a cambio de su acostumbrado piropo. El día comienza antes del
amanecer, para aprovechar a los motoristas de transporte pesado que madrugan
para llevar su bocadito para la merienda, así como los vendedores quienes
buscan anticiparse al endemoniado tráfico de San José.
Desde hace
unos meses conoció a Mauro, con quien ha forjado una alianza
de beneficio mutuo: don Fabricio le empuja su silla de ruedas mientras Mauro se
encarga de los cobros y manejo de la caja, dado que la visión del viejo
Fabricio está cada día peor. Mauro perdió una pierna tratando de alcanzar el
sueño americano. Aprendió por las malas: el tren que cruza la frontera mexicana
no perdona a los que caen sobre los rieles mientras va a toda marcha. Ese es el
precio del intento de cruzar la frontera ilegalmente. Su segunda mejor opción
migratoria fue Costa Rica. Logró hacerse de una silla de ruedas vieja, y con
ella se gana la vida, mendigando por las calles josefinas. El opuesto perfecto
de don Fabricio, Mauro provoca algo de disgusto por su desfachatez. Pelo sucio
y enredado, contenido por una gorra de béisbol que perdió su tonalidad hace años.
Barba espesa y descuidada, siempre empapada en sudor y polvo. Los botones de la
camisa resisten valientemente la presión del abultado abdomen, aunque uno,
cercano al ombligo, ya cedió.
—Don Fabi,
está dura hoy la venta, y yo ya no aguanto la panza por el hambre —reclama
Mauro, mientras tiene la vista clavada en una bolsa de pan que vigila don
Fabricio.
—Todos los días
me dice lo mismo. El día que usted no tenga hambre, se acabó este mundo.
Atenidos a sus deseos, no tuviéramos producto para el negocio y usted estaría
con esa barriga a reventar —respondió al instante, sabiendo que es mejor matar
esas malas intenciones al solo nacer.
—Tranquilo,
don Fabricio, no tiene razón para exaltarse. No queremos que se vuelva más
viejito cascarrabias de lo que ya se le aguanta. ¿Dónde está el sentido del
humor? —bromeó Mauro, buscando sacarle una sonrisa al caballero, lo cual
siempre lograba.
Levantaron la
vista al escuchar el rugido de un vehículo proveniente del este, como alma que
la persigue el diablo.
§
Mariano
Torres terminaba su turno, exhausto y muy nervioso. Caminaba empujando su
bicicleta hacia la calle principal, repasando en su mente lo sucedido tres
horas antes. Se quitaba y ponía su gorra, como esperando un milagro que lograra
calmarlo. Sus cincuenta y dos años se marcaban con una cabellera blanca,
profundas líneas en su cara que corrían en su frente, ojos y cachetes. Delgado
como un palo, denotaba sus abundantes ayunos y poca atención en lo propio. Lo
habían encontrado durmiendo en el turno y ese condenado supervisor no
perdonaba. Llevaba casi treinta y tres horas de trabajo continuo en la posta
principal del plantel al que está asignado, pero a ese mal nacido no le
importaba. La fábrica industrial, que cubría varias cuadras de extensión,
estaba teñida de gris y emanaba olores de combustión que penetraban al
respirar. La posta donde se ubicaba Mariano era rectangular y aburrida,
limitada en espacio a un pequeño escritorio, un banco de tres patas y un
archivo metálico oxidado al que solo le servían dos de sus cuatro gavetas. Tenía
negociado con el dueño de la empresa de seguridad hacer durante este mes un
segundo turno cubriendo las vacaciones de Machado, buscando aumentar sus
ingresos a través del pago de horario extraordinario, pero nunca imaginaba que
hoy Ramírez —otro guardia asignado a la posta— tampoco llegaría al cierre del día.
Esto lo obligó a quedarse en sitio y responsable hasta el siguiente relevo de
las seis de la mañana. A eso de las tres de la madrugada, fatigado y
hambriento, cedió su cuerpo al sueño y dormitó en su silla, arrullado por el frío
viento de la madrugada. Se sobresaltó al escuchar el incesante claxon de una
motocicleta, y reaccionó automáticamente, poniéndose de pie, dirigiéndose todavía
semidormido hacia el exterior de la caseta. Para su desdicha, el supervisor de
turno, Banegas, estaba a su espera, fumándose un cigarrillo, casco en sus
piernas y recostado en la moto, disfrutando ese momento donde ejercería su
poder. Durante esos instantes, él era Dios y Torres un infeliz mortal.
—A ver, a
ver, ¿qué hace usted roncando en medio de su turno? —murmuró el supervisor sin
soltar el cigarro de los labios, desinteresado en absoluto de lo que sería la
respuesta. Su mirada fija en el horizonte, arrugando el ceño por el humo.
—Señor
Banegas, discúlpeme de verdad —suplicaba Torres, aterrado por lo que podría
pasar—, solo cerraba los ojos por un momento. Este ya es el tercer turno, señor.
¡Estoy reventado! Empecé antenoche en el turno de la noche, y me obligué a
quedarme corrido.
—«Corrido» lo
van a dejar después de mi reporte, Torres. Es usted un irresponsable y esto no
se va a quedar así.
Y así de fácil,
tiró la colilla de su cigarrillo, se puso el casco, hizo rugir su moto, y se
fue. Quedó Torres inhalando el humo blanco que expiró el escape, viendo a ese
desgraciado sonreír como quien acaba de coger.
Montó su
bicicleta y tomó la calle principal. Pensaba en su hija, acostada en esa cama,
y se aterraba tratando de descifrar cómo pagaría esas medicinas si perdía este
trabajo. Pedaleaba en automático, con escalofríos causados por una combinación
nefasta de fatiga, frío, ira y nervios. Pasó por la intersección del semáforo,
divisando a lo lejos al señor que vende pan acompañado del inválido. Escuchó el
rugido de un motor a su espalda, y solo pudo encoger los hombros.
§
Andrés
Sevilla se recostaba en el sillón, mantenía los ojos cerrados mientras la música
bombardeaba sus sentidos y sus arterias transportaban el veneno. Podía sentir
en su pecho el redoblar de la batería. El agudo rechinar de la guitarra eléctrica
le provocaba erizarse. Sufrían los tímpanos atacados como con dardos clavados
en un tablero, y los alaridos del cantante le empujaban los ojos hasta sentir
que se saltaban de su cara.
—¿Qué diablos
me diste, Nela? —gritaba a todo pulmón para hacerse escuchar por sobre la
potencia del parlante.
—¿Qué decís,
papi? —respondía con la misma intensidad Marianela, con un porro de marijuana
ardiendo en su mano izquierda, sus ojos semiabiertos tratando de ubicarlo. Se
dirigió lentamente hacia él.
—¿Qué me
diste que me siento tan loco? Esas pastillas, ¿qué putas eran?
—¡Solo bueno,
papi! ¡Usted no pregunte mucho y vuele alto! —exclamó mientras se le sentó encima
y le dio un beso profundo, restregándose toda sobre él, preparando el camino.
Andrés tenía
veinticinco años y acababa de regresar de terminar su maestría en el exterior.
Conocía a Marianela de su colegio, aunque él era cinco años menor. Atleta de
toda la vida y forrado en dinero por su familia, era común verlo con muñecas de
sociedad. Pero con Nena había superado cualquier locura vivida. Ella lo llevaba
a lugares underground, donde todo lo imaginable y oscuro era posible,
todo. Eran antros exclusivos que mantenían su clientela bien reducida para
asegurar el anonimato requerido. Ella conocía a las personas indicadas para
obtener acceso, los dealers que cada mes le ofrecían la nueva «experiencia»,
y las amistades en las posiciones públicas correctas para mantenerla a salvo,
en caso de darse alguna redada.
—Vámonos,
Nela. Ando cruzado…
Salieron al
estacionamiento y la claridad del amanecer les cegó la vista. Se abrazaban para
mantenerse de pie. Los guardaespaldas de Andrés se acercaron para ayudar, pero él
los rechazó con una señal de su mano y una malcriadez. Torpemente, se montaron
al vehículo. La falda de Nela era tan corta que al sentarse, todas sus vergüenzas
se expusieron. Los muchachos intentaron disimular haberle visto las vergüenzas,
y ella les sonreía pícara, disfrutando hacerlos sufrir.
—No maneje así,
don Andrés. No lo veo muy bien hoy —se arriesgó a recomendar Vargas,
calificando la situación con alta gravedad.
—¡Andate al
carajo! —Cerró la puerta y encendió el motor de su Mustang clásico.
—¡Rápido,
Andy, quiero sentirme que vuelo! —gritó Nela, mientras se quitaba sus zapatos y
un diminuto calzón, tirándolos por la ventana. De inmediato sintió cómo su
cuerpo se tallaba al asiento, al tomar velocidad el automóvil. Se mareó por un
momento. Observaba con visión turbia a Andrés, concentrado en acelerar, mirada
fija y manos pegadas al timón, cigarrillo en los labios y la cólera hirviendo
en su sangre.
—¿Qué se cree
ese animal? ¿Cómo se le ocurre hablarme así? ¡Ya verás quién soy yo! —se repetía
a sí mismo, balbuceando.
Pisaba más el
acelerador, intentando desmarcarse del carro escolta —era su manera de
castigarlos por el atrevimiento—, aprovechando la ventaja de los redundantes
caballos de fuerza de su automotor. Se acercaba al semáforo, y le liberó toda
la potencia al vehículo para pasar la luz amarilla. Sentía que le faltaba música
y bajó la mirada para tomar su celular. Rugió el Mustang, como un animal
salvaje que lo acaban de liberar de su jaula...
§
El impacto
fue seco. Al instante, los frenos del Mustang bramaron. El auto se detuvo casi
cincuenta metros adelante, marcando el pavimento de líneas negras, salpicadas
con rojo, emulando una pintura macabra. Restos del cuerpo de Mariano, al igual
que su bicicleta, quedaron esparcidos en la calle. El carro escolta trató de
evadir el cadáver y no volcarse en el intento. Se bajaron ambos guardaespaldas
y recorrieron la escena: era dantesca. Sabían que tenían urgencia por actuar
para contener el desastre por venir. Uno de ellos se dirigió al Mustang.
Mauro casi
vomita. Nunca había podido ver sangre. Cuando vio llegar el segundo carro, el
cual en ningún momento intentó ayudar al atropellado, interpretó la situación
con su malicia callejera. Se colocó unos desgastados anteojos oscuros —el viejo
truco que lograba motivar a quien da la limosna a ser más generoso para un inválido
que también era ciego— y comenzó a disimular. Don Fabricio, atónito, pero
reaccionando de manera instintiva, corrió en dirección a los vehículos y se
arrodilló junto a Mariano. No era un cuerpo, eran restos, nada que hacer. Al
digerir la gravedad de la situación, don Fabricio se sentó sobre el pavimento,
paralizado.
El otro
guardaespaldas se apresuró en dirección al viejo. Sabía el riesgo que corrían,
y dispuso probar la cordura de Fabricio.
—¿Qué fue lo
qué pasó, señor? —consultó, simulando nerviosismo y tribulación.
—Ese muchacho
atropelló y mató a este hombre —respondió firmemente don Fabricio—. Ni siquiera
ha tenido la decencia de bajarse del carro a ver el desastre que provocó.
—¿Y cómo es él?
¿Pudo verle la cara?
—Claro. Es un
crío mal parido. Niño bonito que acabó con la vida de este pobre hombre. Venía
en el carro con otra niña. ¡Tampoco ha hecho nada por ayudar!
Era todo lo
que necesitaba escuchar. Hizo un ademán con la quijada a su compañero, y este
se retiró del Mustang y se acercó. En sintonía, tomaron de los brazos a don
Fabricio y lo levantaron de manera violenta, arrastrándolo hasta su vehículo.
Obtuvieron del asiento trasero un lazo y un pañuelo, amarrando los brazos y
tapando su boca, lo forzaron a recostarse dentro del auto. Uno de ellos tomó el
volante y arrancó. El otro caminó hacia el Mustang, donde Andrés seguía
impactado, sin reaccionar, y bruscamente lo obligó a trasladarse de asiento. Se
le había acabado la paciencia. De inmediato, rugió el motor y pisó el
acelerador a fondo, perdiéndose de vista al instante.
Mauro se quitó
sus gafas oscuras, temblando. No podía creer lo que acababa de ver. Un
asesinato y un secuestro, ambos con olor a homicidio. Con cuidado, detuvo la
grabación de video de su celular, y en silencio juró hacer justicia por don
Fabricio y ese pobre diablo que yacía en el pavimento. Cerró los ojos y lloró.
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