María Elena Delgado Portalanza
Era un frío otoño
en Madrid, cuando recibo la carta de mi congregación y nerviosamente la abro,
solo ratificaba lo que ya sabía, mi traslado a Sudamérica era un hecho. En los
próximos días… rumbo a Ecuador.
Pues bien, me quedan menos de cinco días
para arreglar mis cosas personales y partir. Me miro
en el espejo y observo mis primeras canas que ya se notan en las sienes, voy a
cumplir cuarenta y dos años, y eso no me preocupa en lo más mínimo, me gusta.
Hace casi dos décadas me recibí de novicia y dejé de pensar como mujer para
dedicarme por entero a la labor social y al servicio de Dios.
Emocionada arribo
al aeropuerto Simón Bolívar de Guayaquil, en una cálida tarde de enero de mil
novecientos setenta y seis, donde me esperaban dos hermanas de la congregación.
El olor a manglar y a tierra húmeda me dio la bienvenida y tuve una extraña
mezcla de sensaciones: de libertad e inquietud al mismo tiempo. Luego nos condujeron
a una furgoneta donde el chofer nos esperaba y seguiría mi viaje por tierra
durante tres horas más. Llego por fin a Manta, pequeña ciudad puerto, observo
el mar de un verde turquesa, allí revoloteaban algunos pelícanos, y se me
antoja que seré muy feliz en ese lugar. La Casa de Retiro San Claver, queda
enclavada en un peñasco alto del que se divisa la inmensidad del mar, rodeada
de buganvillas y palmeras que dan sombra y se mecen al compás del viento. Este
lugar de ensueño sería mi nuevo hogar, el padre Patricio, hombre alto de
cuarenta y cinco años, de mirada bondadosa es el cura de la parroquia y
encargado de la casa; me recibe amablemente y me presenta a todas las hermanas
que convivirían conmigo. «¡Ave María purísima, ¡qué guapo es ese cura!», pensé
para mí, y enseguida pido perdón a Dios por tener esos pensamientos mundanos.
Me llevaron a un recorrido por toda la casona, amplia y con muchos espacios
verdes, los jardines muy hermosos, el huerto bien cuidado, la capilla señorial,
el olor a jazmines y a chocolate caliente que salía de la cocina, me inundaban
y me llenaban de gozo. Pero, lo que más me estremecía, era la presencia del padre
Patricio, estaba conmocionada. Cuando finalizo el recorrido por las
instalaciones él se acerca y me dice:
—Qué tal, ¿te gustó?
Me sobrepongo a mi turbación y le contesto.
—Me encanta, está
muy lindo todo.
—Debes estar
cansada con tu viaje, el cambio de clima, la diferencia de horas... Vete a descansar y en la cena, que es a la
siete, nos veremos, hermana.
Me recuesto en mi
pequeña cama dura y suspiro hondamente, me siento como una quinceañera en su
primera cita amorosa. ¡Dios!, pero ¿qué me está pasando? Enseguida me incorporo
y me arrodillo al pie de mi cama, rezo con devoción para sacar esos
sentimientos que despiertan en mí ese padre. Pensaba que esa sensación de ahogo
y el rubor en mi rostro, que desde hace décadas no había sentido, ya había sido
superado. Temo mucho que alguien se dé cuenta. Llego puntual a la cena con la
firme convicción de permanecer imperturbable ante la presencia de él.
—Disculpe, hermana,
¿le molesta algo?, necesito saber si está conforme o hay alguna cosa que
requiera, solo comuníqueme con toda confianza, quiero que se sienta en familia.
—No, gracias, padre, todo está bien —le
contesto mientras intento suavizar mi rostro, pues creo que exageré.
Después de la cena
pasamos a la salita contigua a tomarnos un bajativo y mientras nos envolvía ese
delicioso aroma de café recién molido, afuera las cigarras cantaban anunciando
el verano.
Mi azoramiento aflojó
un poco y el padre me aborda diciendo:
—He sabido que en España encabezaste una
marcha de protesta contra el papa Pablo VI e incluso enviaste cartas de
protesta al Vaticano junto con otras monjas. Cuéntame…, ¡¿cómo fue eso?!
—Sí —le respondí—,
y lo volvería a hacer, así me cueste la expulsión de la congregación, que es lo
que más amo. Nos prohibieron a las monjas sin hábito asistir a la reunión con
el papa Pablo VI en El Escorial. ¡¿Puede usted creer eso?! Pues, como usted
sabe, padre, la reforma conciliar nos permitió quitarnos el hábito con todas
las bendiciones eclesiásticas hace más de cuarenta años, y nuestra labor no es
menos meritoria por no cargar esa indumentaria…
Continúo, hablando con énfasis, de las muchas
actividades tan encomiables de nuestra congregación y de otras como las
carmelitas, las salesianas, las jesuitas, solo por nombrar las más conocidas,
en el campo de la enseñanza, la salud y la caridad hacia los pobres.
Y añado con vehemencia: —«por algo decía Don
Bosco: “no solo deben diferenciarse por un hábito, sino por la forma de vida”».
Él me observa y me sonríe con su calidez
innata, que parece acariciarme y me dice con algo de admiración.
—Tiene usted razón hermana Isabel, a pesar de
algunas reformas interesantes, la iglesia católica aún mantiene cánones
machistas, además como usted dice, «El hábito, no hace al monje”. Ya sé dónde
le voy a designar su trabajo, hermana Isabel, ¡he de aprovechar esa euforia juvenil
suya!, —dijo, como pensando en voz alta.
—¿De qué se trata,
padre? —Quise saber.
—Después hablamos,
hermana.
Me despido
prudentemente con una venia respetuosa. Él se acerca, me toma las manos y me
dice con su apacible voz:
—Descanse hermana Isabel, que Dios bendiga sus
sueños, que en estas tierras la esperan buenas semillas para ser sembradas.
Bendición.
El contacto con
sus fuertes manos cálidas fue como un cataclismo que electrocutó mis sentidos. Traté
de disimular y como pude llegué a mi recámara sintiendo que me ruborizaba toda.
No pude pegar un ojo en toda la noche.
Me había enamorado de un imposible.
SEGUNDA PARTE
En los días
posteriores traté de evitar los encuentros con el padre con el pretexto de
ayudar en las tareas del huerto y la cocina. Asistía a la capilla y oraba con
mucha fe para superar este sentimiento que comenzó a aletear en mi pecho, como
un ave que desea con urgencia salir volando hacia su libertad.
Una noche
sofocante de calor y humedad por las lluvias invernales, se escuchaba un coro de
ranas croar, se percibía el olor a tierra mojada que invadía los resquicios de
mi alma, y el despertar de una femineidad que creía ya dormida. Después de la
cena, el padre Patricio me dijo:
—Hermana Isabel,
no se vaya tan pronto, deseo hablar con usted.
Me hizo señas con
su brazo para que continúe caminando hacia la salita de reuniones, una vez allí
instalados, me senté en una de las butacas y él se ubicó al frente mío.
—Usted dirá padre, soy toda oídos —le
contesté, disimulando mi sofocación.
—Le tengo ya el
grupo de muchachos que necesitan una guía espiritual. Sus edades son de quince
a diecisiete años. Casi todos son estudiantes y hay unos dos o tres chicos que
combinan sus estudios con trabajo. Me parece un buen grupo, ya he hablado con
algunos de ellos, Martha, es la jovencita, con formación católica y muy
espiritual, que se ha acercado a comentarme su inquietud y es el enlace con
ellos. Se reúnen en casa de los padres de tres integrantes de grupo que son:
los hermanos Delgado, tienen una postura abierta y de apoyo a los chicos.
—Sonriendo un poco agrega—: Ellos se autodenominan «Happy Children».
—La influencia
norteamericana, —dije sonriendo por el nombre extranjero.
—Pues bien,
hermana, mañana mismo vendrán al patio de la parroquia donde juegan baloncesto
y se los presentaré para que se ponga enseguida en acción. Necesitamos jóvenes
entusiastas que empiecen a hacer labor cristiana en los barrios pobres de la
ciudad y tantas cosas buenas a favor de ellos mismos.
—Claro padre,
estaré pendiente y muchas gracias por pensar en mí para esa labor, en Brasil
estuve algunos años con grupos juveniles, y, por cierto, me encanta trabajar
con ellos, pues su alegría, entusiasmo por la vida y la lucha por causas nobles
son desbordantes.
—Claro hermana,
justamente por ello y sus experiencias con jóvenes es que pensé en usted, estoy
seguro de que armaremos un buen equipo. —Se acercó más y tomando mis manos las
apretó en un gesto de complicidad sincera.
Sentí mi corazón
agitarse tanto que retrocedí conmocionada ante la cercanía del padre, que,
dándose cuenta, a manera de disculpa me dijo:
—Perdóneme,
hermana, no quise asustarla.
—No padre,
discúlpeme usted a mí, soy una tonta.
—Bueno, hermana
Isabel, mañana empezaremos con los jóvenes. Hay un salón que disponemos para
charlas y para pasar diapositivas educativas.
—Claro, padre
Patricio, si no hay nada más, que tenga buenas noches.
—Dulces sueños,
hermana, descanse usted. Mañana será otro día.
Y me retiré de la
estancia con una venia respetuosa intentando disimular mi estado, aún convulsionado
Al pie de mi cama
me arrodillo con mis rezos, suplicando al Todopoderoso que me ayude a calmar
estos sentimientos confusos de atracción, de pasión, de vergüenza, de temor, de
amor… y no sé cuántas cosas más al mismo tiempo.
Ave María Purísima,
«¡¿cómo voy a ayudar a esos jóvenes?! ¡Tengo que estar bien primero yo, para
poder ser la guía espiritual de ellos!». Con lágrimas en los ojos y con toda la
fe del mundo, me fui calmando poco a poco y pude dormir unas horas sintiendo la
lluvia caer sobre el techo e imaginando que ese aguacero tropical y mis
lágrimas lavarían mis temores y mi angustia.
Al día siguiente,
agradezco a Dios por la oportunidad de llegar al corazón de cada uno de los
chicos, me dirigí a ellos y les trasmití mis objetivos, hubo una buena
receptividad. Me acogieron muy entusiasmados. A las chicas les pareció la idea
genial, ya que eran niñas de casa y sus padres no siempre les permitían salir libremente,
pero con el aval de una religiosa, las cosas se facilitarían. Empezamos con las
charlas educativas y, en los recesos, dos jóvenes tocaban la guitarra y los
demás cantaban. Todo era alegría y amistad.
Así pasaron los
días y el grupo se fortaleció, entre ellos había un joven que se destacaba por
su liderazgo, seriedad y disposición hacia las cosas correctas: Beto, y fue
elegido por unanimidad el presidente. Las cosas empezaron a tomar forma. Había
notado cierto recelo entre el grupo de hombres y mujeres y logré acercarlos
más. Las chicas a pesar de su alboroto eran tímidas y con las charlas
educativas fui logrando mayor cohesión como equipo. Ya estaban listos para
empezar a hacer conciencia del medio socioeconómico. A pesar de que ninguno era
de clase pudiente, tampoco eran pobres. Así que un buen día solicité permiso
para ocupar la furgoneta de la parroquia y le dije al chofer que nos conduzca a
los barrios periféricos de mayor miseria en la ciudad, e iniciamos el
recorrido.
Tal como pensé,
los chicos estaban profundamente conmovidos, sobre todo las chicas con mayor
sensibilidad soltaban lágrimas al observar de cerca las condiciones
infrahumanas de hacinamiento en donde moraba gente, viviendas que no tenían ni piso.
¡Estaban sobre la tierra! Ello nos llevó a planificar nuestras próximas
acciones. Todos acordaron que deseaban hacer alguna actividad para ayudar. «¡Tenemos
que recoger fondos!» Dijo Loli pensativa. A Marcelo, uno de los chicos serios,
se le ocurrió la idea de participar en un concurso de disfraces que el
municipio de la ciudad estaba organizando para atraer turistas en la temporada
de Carnaval, y se comentaba que los premios eran buenos y en efectivo. De esta
manera obtendrían algo de fondos para la labor humanitaria.
Soraya, una chica
muy jocosa, dijo sonreída: — Pero ¿qué vamos a hacer nosotros?
—Participar, claro
está. —contestó Beto, el presidente.
A todos les agradó
la idea y no pararon de hablar y reírse imaginando de que nomás se irían a
disfrazar.
Se pusieron a
planificar desde ese mismo día. No pararon de trabajar y divertirse al mismo
tiempo. Yo los contemplaba satisfecha, pues ellos respondieron a mis
expectativas, todos coincidieron en que querían llevarse el premio mayor, pues
ya tenían el objetivo fijo de destinar dicho dinero a la labor social para los
barrios marginados. Ellos nunca hablaron del segundo o tercer lugar, siempre
decían que ellos apuntaban al primero.
—Pues bien,
chicos, es bueno ambicionar siempre lo mejor, pero debemos ser conscientes de que
nos espera mucho trabajo y disciplina. —Enfaticé.
—Estamos claros en eso, —observó Beto— Fíjese
hermana, me he permitido elaborar estas comisiones ¡para empezar ya! Además,
hemos pensado hacer un carro alegórico representando los deficientes servicios
de salud pública que tenemos en la ciudad, a manera de denuncia.
—Estoy de acuerdo
con ello. Pero recuerden que esto es una comparsa de carnaval y, por ende, debe
haber colorido, música y alegría.
—Claro, hermana,
es que no todos vamos a estar en esa representación del tétrico hospital, las
chicas danzarán con sus coloridos disfraces de sambas y sus vistosos turbantes
en la cabeza, ellas bailarán en las calles al compás de música alegre, imitando
a las famosas bailarinas populares del Brasil.
Algunas de ellas
tenían pudor y les daba pena salir, pero el propósito del grupo era más fuerte
y superaron todo obstáculo. Me encantó verlos cómo se organizaban. Alquilaron
un trasporte de carga con una gran plataforma que serviría para la
representación del obsoleto hospital. Las chicas diseñaron sus faldas con ruedo
y los turbantes de vistosos colores.
Mientras trabajaban
iban acumulando los enseres en la casa de los tres hermanos Delgado, lugar en
que se reunían al inicio del grupo. Los padres de familia: don Augusto y la señora Yolita, contagiados
con la alegría de los muchachos, estaban siempre prestos para apoyarlos con
ideas, herramientas, bancos, sábanas, y otros objetos que usarían para la
comparsa.
Llegó el gran día
del carnaval, todos estaban algo nerviosos, pero alegres y optimistas, Hubo
muchas personas, sobre todo turistas, bastantes fotos y diversión. Fueron
algunos meses de preparación y dieron sus frutos. ¡Quedamos en primer lugar!
Los chicos estaban
felices y yo también, además orgullosa de ellos. Nos fuimos a festejar a un
bonito lugar de moda en el malecón de la ciudad, La Tortuga, nos
servimos palomitas de maíz y helados. El presupuesto no daba para más. Y el
premio era intocable.
De regreso a casa
me esperaban el padre Patricio y las hermanas para felicitarme, ellos ya sabían
del triunfo, porque había seguido el evento por una radio local. Les agradecí
mucho y me excusé pretextando estar algo cansada.
En los últimos tiempos no veía muy seguido al
padre ya que le habían designado un servicio extra en otra parroquia cercana,
por muerte del titular y aún no llegaba el reemplazo, sin embargo, mi amor por él
seguía creciendo día a día. A medida que intentaba sacármelo de mis
pensamientos y de mi corazón, más se calaba en lo profundo de mi alma, así que
decidí ya no luchar más. Lo seguiría amando en silencio, como se ama el
amanecer de un bello día. Con el respeto y la devoción de lo sagrado.
Las chicas a veces me hacían pequeñas
confidencias de sus escaramuzas de amor y las entendía más de lo que ellas se
imaginaban, pues yo también, a la par con ellas, experimentaba inquietudes,
manos sudorosas, éramos como las flores, que empiezan a abrir sus pétalos
esperando los tibios rayos del sol. Me reía con ellas y les indicaba que todo
eso, era normal, parte de la vida.
TERCERA PARTE
El club de muchachos pudo realizar su
labor humanitaria cobrando el primer premio del concurso. No alcanzó para
mucho. La recompensa no era tan grande, y sí los barrios marginales. A pesar de
todo, el propósito se cumplió. Hicieron conciencia de su realidad y la que los
rodeaba. Al cabo de dos años los chicos
se sentían más comprometidos para participar en la comunidad, se divertían
igual que los demás jóvenes de su edad, pero habían madurado mas emocionalmente
y sobre todo habían adquirido responsabilidad social y espiritual. Estaba
contenta, me di cuenta de la madurez de ellos, cuando decidieron amonestar a
uno de los chicos del club por comportamiento inadecuado, y cuando este
nuevamente reincidió, no dudaron en sacarlo del grupo. Estaban pendientes de
las chicas y no permitían que cualquier abusivo se introduzca, empezaron a
tener orgullo de pertenencia y eran muy celosos con el ingreso de nuevos
miembros.
Tuvimos hermosas vivencias como las
fiestas de disfraces, retiros al campo con otros grupos de jóvenes cristianos,
charlas y mesas redondas para discutir y actualizarnos en temas filosóficos,
integración con actividades de la comunidad. En fin, fueron dos años de intenso
trajinar. Luego los chicos se graduaron del colegio y se empezaron a disgregar,
unos se fueron a estudiar la universidad a la capital y a otras ciudades, otros
empezarían a trabajar y estudiar, una se casó y se fue a vivir a otra
provincia. Pero, todos, siempre llevarían en su alma un grato recuerdo de esos
dos años en que fueron los «happy children.».
La mayor parte de los muchachos se ausentaron
por las nuevas obligaciones de estudio y trabajo y, con los pocos que quedaron
emprendimos un nuevo grupo e ingresaron otros miembros. Les trasmití la
historia del nombre del grupo de jóvenes de Brasil, Stelium, cuyo significado era, ‘sal de la tierra y luz del mundo’, con
fundamentos cristianos, por lo que, les encantó el nombre y acordaron que ahora
se llamarían: Stelium Dos, como la segunda versión del
primero.
Me sentía feliz
con los jóvenes, experimentaba sus mismas ilusiones, sus alegrías, y a veces
sus penas. Yo era su confidente y también su nana, los aconsejaba, los
respaldaba y también los amonestaba, cuando había que hacerlo.
Al cabo de dos
años me ofrecieron ocupar el cargo de rectora del Colegio Julio Pierregrosse,
ya que los jesuitas habían pedido la colaboración a nuestra Congregación
Esclavas del Divino Corazón, y ellos, se habían fijado en mis antecedentes, por
lo que me hicieron dicha propuesta.
Me sentía honrada
por la denominación de tan alto cargo, aunque un poco temerosa por la gran
responsabilidad que se avecinaba. El padre Patricio me daba ánimos, diciéndome «Usted
conoce mejor que nadie la psicología de los jóvenes…». Lo tomé como un desafío
que la vida se encarga de hacerme cumplir. Volqué en mi trabajo toda la
experiencia acumulada y me sentí orgullosa conmigo misma. Pasaron muchas generaciones
de jóvenes a quien ahora los recuerdo con cariño, pero nunca olvidaré a los
primeros, los Happy children, con quienes viví experiencias únicas, sintiendo
mi corazón al unísono con ellos.
Estoy retirada, ya
han pasado más de veinte años, los jóvenes de ayer se han convertido en
destacados empresarios, profesionales, madres y padres de familia amorosos y yo
me siento como la sembradora que puso su semillita en tierra fértil.
Respecto a mis sentimientos
de mujer con el padre Patricio, no decrecieron nunca. Lo seguí amando en
silencio. Aprendí a controlar mi turbación, pienso que también él, al darse
cuenta evitó todo contacto físico, pues su costumbre a manera de aprobación y
empatía era tomar de las manos a las personas en forma sincera. Cuando supe que
me quedaban pocos meses de vida por un cáncer terminal y, como es lógico, debía
regresar al suelo patrio a descansar el sueño eterno, sentí mucha nostalgia por
esta ciudad, que había sido mi hogar y el lugar donde había amado en secreto.
Me despedí de las hermanas y del padre cuando estábamos en el postre y noté cómo
él había envejecido, su cabello era todo blanco. Le hice una broma y sonrió
asintiendo. Cuando ya me despedía, me dijo gentilmente, «Venga, por favor».
Tomamos un último
café y me confesó que él también sintió una fuerte atracción hacia a mí desde
que me conoció, por lo que prefirió apartarse un poco, ya que el apostolado que
habíamos iniciado era más importante que cualquier sentimiento. Me pidió
permiso para tomarme de las manos y —se acercó dándome un beso de despedida en
la frente—. «Nunca la olvidaré, hermana. También yo la he amado en silencio,
además, ha hecho una gran labor en estas tierras». Me sentí hechizada bajo su
mirada. Yo le agradecí por todo y le hice notar que, sin su ayuda, no hubiera
podido realizar lo que me fue encomendado.
Solté suavemente
sus manos y salí sin mirar atrás, sintiendo cómo se me nublaba la vista por las
lágrimas que brotaban de mis ojos, pero ya no de tristeza, ni de angustia; sino
de alegría por saber que también había sido correspondida sin saberlo, por
conocer que no solo yo había sufrido por amores imposibles, ahora podía morir
en paz. Mientras me trasladaba al aeropuerto observo el mar color turquesa y me
digo: «¡Qué feliz he sido, en estas tierras! ¡Gracias, mi Dios»!
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