lunes, 24 de junio de 2019

Cuando amanezca


Adrián González


Se ha hecho de noche, y el agradable olor a tierra mojada que dejó el chubasco de la tarde hace que Renato respire profundamente al caminar de prisa por el interminable y pedregoso callejón, como tratando de que el aire en sus pulmones refresque su mente y expulse de ella los gritos y manotazos al viento de su padre ebrio al golpear a su madre. «¡No te asustes, solo estamos jugando!», grita ella, en el mejor tono posible, fingiendo risas e intentando esquivar los puños mientras él llora; quisiera detenerlo, defenderla, mas solo es un niño; busca con la mirada dónde refugiarse, pero en el pequeño cuarto de esa vieja vecindad solo hay una cama, una mesa y una estufa destartalada. Finalmente, escondido bajo la cama, los gritos cesan dando paso a gemidos y movimientos bruscos, que hacen que la cama parezca caer sobre él una y otra vez. «¡Ya!», reclama sollozando su madre, en tanto su padre gruñe. Ninguno de los dos escucha el pasador de la puerta abrirse para que él escape.

Al final del callejón, casi en la esquina con la avenida pavimentada, un grupo de vagos beben cerveza; una significativa cantidad de latas están tiradas a su alrededor. «¡¿A dónde vas, chamaco?!», grita uno de ellos. Renato se detiene y voltea a verlo, pero no contesta, lo conoce bien, «solo es un amigo», le ha dicho su madre, cada vez que él se les acerca a hacerles la plática camino al mercado. Aprendió a callarse, después de que un día su padre se pusiera violento y derramara toda la comida que había sobre la mesa, cuando a él se le ocurrió comentar que el amigo de su mamá les había ayudado a reparar la pata rota de la silla sobre la que estaba sentado. «¿Las cosas no están bien en casa? —pregunta, mirándolo a los ojos sin recibir respuesta—. Bueno… ¿Ves aquellas luces junto a los campos de futbol? Vete a dar una vuelta en lo que tu viejo se calma». Renato voltea hacia la avenida, lo encandilan los faros de los carros que pasan salpicando los charcos que dejó la lluvia. Dos cuadras más allá están los terregales a los que el barrio llama canchas, y junto a ellos, algo enmarcado con luces se levanta en la oscuridad. «¡Ponte listo al cruzar!», le advierte por último el vago.

Luego de esquivar el tráfico, escuchando a sus espaldas las mordaces vulgaridades entre carcajadas de los demás al amigo de su madre, Renato arriba caminando lentamente, pateando piedras y con las manos en los bolsillos de su pantalón, a los campos donde se ha instalado un circo. Las brillantes y coloridas luces de su marquesina lo deslumbran y se da cuenta de que lo que veía a lo lejos era una serie de focos que bajan desde los postes más altos en todas direcciones sobre la gran carpa. Una larga fila de familias se forma en la taquilla para entrar y un gran reflector apuntando al cielo se enciende en ese momento lanzando un haz de luz que pareciera buscar algo entre las nubes; a su izquierda, un grupo de niños observa un elefante beber agua de una gran pileta con una pata atada a una estaca clavada en la tierra, y a su lado, tras una cerca, un grupo de ponis devoran paja esparcida bajo ellos. Pero lo que más llama la atención de Renato es un hombre vestido con un reluciente traje de payaso que, con un altavoz, llama a la gente a entrar a la función que está a punto de comenzar; a su lado, otro individuo avienta por los aires unos aros, atrapándolos con habilidad para volverlos a lanzar cada vez más alto, y una muchacha hace giros, avanzando hacia delante y hacia atrás sobre un artefacto que parece una bicicleta de una sola rueda. Impresionado, decide que tiene que ver lo que pasa adentro de esa carpa, por lo que empieza a caminar alrededor de ella buscando por dónde colarse. Observa que en la parte trasera están estacionados varios vehículos y que el movimiento de personas va decreciendo, se aleja y se acerca con discreción entre las sombras, escucha que el espectáculo ha comenzado, pero aguarda paciente tras las llantas de un camión al observar que un par de hombres vigilan que a su alrededor todo esté bien, hasta que encuentra el momento oportuno para correr y deslizarse a rastras bajo la carpa. Una vez adentro, todo está oscuro salvo la pista al centro del circo y sobre él hay una serie de tablones en los que gente sentada aplaude con entusiasmo; cautelosamente, busca por dónde observar mejor entre los pies de la gente.

«¡Señoras y señores, niñas y…! —se escucha gritar al animador—. Ahora, presentamos a ustedes… ¡A nuestros maestros del trapecio!». Se escucha el redoble de un tambor seguido por música estridente, la gente aplaude y las luces se apagan dando paso a un reflector que alumbra directamente a dos hombres y una mujer parados en una pequeña plataforma, saludando desde lo más alto de uno de los postes de la carpa. Renato se esfuerza por torcer el cuello y meter la cabeza entre las gradas para alcanzar a ver lo que está sucediendo. Lo que ve, lo deja pasmado: ambos hombres se han colgado de cabeza, sostenidos de las piernas, cada uno en un trapecio a los lados de la pista, en tanto la mujer se descuelga girando por los aires para ser atrapada de las muñecas por uno de ellos. Un gran «¡Ah!», se escucha, en tanto ambos siguen columpiándose vigorosamente, tomando impulso de izquierda a derecha hasta que deliberadamente el hombre suelta a la mujer… «¡Oh!», exclama la gente, para que después de un giro, sea ahora atrapada de los tobillos por el otro hombre. Renato no puede creer lo que ve, quisiera aplaudir, pero su posición entre los tablones y las piernas de la gente no se lo permite, trata de acomodarse para continuar disfrutando la función, cuando un brusco jalón por su espalda lo hace golpearse la cara y caer en la tierra; de inmediato reacciona tirando algunas patadas para tratar de zafarse. «¡Mira a este. salió bravo!», exclama el vigilante que lo ha sujetado con firmeza de un brazo.

Él no era el único niño que se había tratado de colar sin pagar para ver la función de circo, los dos hombres que hacían rondines los han reunido tras la carpa, amenazándolos para que no vuelvan a intentarlo. La mayoría se va gritando maldiciones y haciendo señas obscenas, Renato simplemente se sienta sobre una piedra frente al circo, observando cómo llevan y traen primero al elefante y luego a los ponis, escuchando los aplausos y exclamaciones del público hasta que la función acaba. Cuando el circo apaga sus luces, luego de que la gente se ha ido, él sabe que es hora de regresar, voltea la mirada rumbo a casa y trata de armarse de valor antes de partir pues, salvo por las luces de la avenida, todo se ve lóbrego y desamparado; imagina a su madre preocupada, pero espera que su padre esté profundamente dormido, de otro modo con todo y la borrachera, sacará fuerzas de algún lado para darle una tunda.

Casi no hay autos en la avenida al momento de cruzar, pero la lluvia ha vuelto y se ha convertido en un chubasco, los vagos de la esquina se han ido y Renato arrecia el paso adentrándose en el oscuro callejón, enlodando sus zapatos y abrazándose él mismo para protegerse del frío. Conforme avanza, oye más y más a su madre gritar; al fondo, un foco está encendido y una puerta parece abierta, el aguacero le impide ver con claridad; su corazón empieza a latir con fuerza y un escalofrío recorre su espalda. En ese momento se escucha la sirena de una patrulla y el callejón se ilumina tras de él, que voltea, solo para deslumbrarse con la intensa luz de los faros; dos policías y uno de los vagos descienden y lo rebasan corriendo hacia el fondo del callejón.

Cuando Renato arriba a la vecindad, ambos policías están tratando de someter a su padre, quien, montado sobre el amigo de su madre, lo golpea con furia una y otra vez, en tanto este ya ni siquiera respira. La lluvia hace aún más confusa la escena: agua, lodo y sangre, han manchado las ropas de su madre mientras trataba de evitar la pelea; de hecho, primero se interpuso en la puerta cuando su amigo tocó llamando, ebrio y a gritos, a su esposo a salir y enfrentarlo, después, cuando amanezca, pensó, todo será diferente.

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