Adrián González
Se ha hecho de noche, y el agradable olor a tierra mojada
que dejó el chubasco de la tarde hace que Renato respire profundamente al
caminar de prisa por el interminable y pedregoso callejón, como tratando de que
el aire en sus pulmones refresque su mente y expulse de ella los gritos y
manotazos al viento de su padre ebrio al
golpear a su madre. «¡No te asustes, solo estamos jugando!», grita ella, en el
mejor tono posible, fingiendo risas e intentando esquivar los puños mientras él
llora; quisiera detenerlo, defenderla, mas solo es un niño; busca con la mirada
dónde refugiarse, pero en el pequeño cuarto de esa vieja vecindad solo hay una
cama, una mesa y una estufa destartalada. Finalmente, escondido bajo la cama,
los gritos cesan dando paso a gemidos y movimientos bruscos, que hacen que la
cama parezca caer sobre él una y otra vez. «¡Ya!», reclama sollozando su madre,
en tanto su padre gruñe. Ninguno de los dos escucha el pasador de la puerta abrirse
para que él escape.
Al final del callejón, casi en la esquina con la avenida
pavimentada, un grupo de vagos beben cerveza; una significativa cantidad de latas
están tiradas a su alrededor. «¡¿A dónde vas, chamaco?!», grita uno de ellos.
Renato se detiene y voltea a verlo, pero no contesta, lo conoce bien, «solo es
un amigo», le ha dicho su madre, cada vez que él se les acerca a hacerles la
plática camino al mercado. Aprendió a callarse, después de que un día su padre
se pusiera violento y derramara toda la comida que había sobre la mesa, cuando
a él se le ocurrió comentar que el amigo de su mamá les había ayudado a reparar
la pata rota de la silla sobre la que estaba sentado. «¿Las cosas no están bien
en casa? —pregunta, mirándolo a los ojos sin recibir respuesta—. Bueno… ¿Ves
aquellas luces junto a los campos de futbol? Vete a dar una vuelta en lo que tu
viejo se calma». Renato voltea hacia la avenida, lo encandilan los faros de los
carros que pasan salpicando los charcos que dejó la lluvia. Dos cuadras más
allá están los terregales a los que el barrio llama canchas, y junto a ellos,
algo enmarcado con luces se levanta en la oscuridad. «¡Ponte listo al cruzar!»,
le advierte por último el vago.
Luego de esquivar el tráfico, escuchando a sus espaldas
las mordaces vulgaridades entre carcajadas de los demás al amigo de su madre,
Renato arriba caminando lentamente, pateando piedras y con las manos en los
bolsillos de su pantalón, a los campos donde se ha instalado un circo. Las
brillantes y coloridas luces de su marquesina lo deslumbran y se da cuenta de que
lo que veía a lo lejos era una serie de focos que bajan desde los postes más
altos en todas direcciones sobre la gran carpa. Una larga fila de familias se
forma en la taquilla para entrar y un gran reflector apuntando al cielo se
enciende en ese momento lanzando un haz de luz que pareciera buscar algo entre
las nubes; a su izquierda, un grupo de niños observa un elefante beber agua de
una gran pileta con una pata atada a una estaca clavada en la tierra, y a su
lado, tras una cerca, un grupo de ponis devoran paja esparcida bajo ellos. Pero
lo que más llama la atención de Renato es un hombre vestido con un reluciente
traje de payaso que, con un altavoz, llama a la gente a entrar a la función que
está a punto de comenzar; a su lado, otro individuo avienta por los aires unos
aros, atrapándolos con habilidad para volverlos a lanzar cada vez más alto, y
una muchacha hace giros, avanzando hacia delante y hacia atrás sobre un
artefacto que parece una bicicleta de una sola rueda. Impresionado, decide que
tiene que ver lo que pasa adentro de esa carpa, por lo que empieza a caminar
alrededor de ella buscando por dónde colarse. Observa que en la parte trasera
están estacionados varios vehículos y que el movimiento de personas va
decreciendo, se aleja y se acerca con discreción entre las sombras, escucha que
el espectáculo ha comenzado, pero aguarda paciente tras las llantas de un
camión al observar que un par de hombres vigilan que a su alrededor todo esté
bien, hasta que encuentra el momento oportuno para correr y deslizarse a
rastras bajo la carpa. Una vez adentro, todo está oscuro salvo la pista al
centro del circo y sobre él hay una serie de tablones en los que gente sentada
aplaude con entusiasmo; cautelosamente, busca por dónde observar mejor entre
los pies de la gente.
«¡Señoras y señores, niñas y…! —se escucha gritar al animador—.
Ahora, presentamos a ustedes… ¡A nuestros maestros del trapecio!». Se escucha
el redoble de un tambor seguido por música estridente, la gente aplaude y las
luces se apagan dando paso a un reflector que alumbra directamente a dos
hombres y una mujer parados en una pequeña plataforma, saludando desde lo más
alto de uno de los postes de la carpa. Renato se esfuerza por torcer el cuello
y meter la cabeza entre las gradas para alcanzar a ver lo que está sucediendo.
Lo que ve, lo deja pasmado: ambos hombres se han colgado de cabeza, sostenidos de
las piernas, cada uno en un trapecio a los lados de la pista, en tanto la mujer
se descuelga girando por los aires para ser atrapada de las muñecas por uno de
ellos. Un gran «¡Ah!», se escucha, en tanto ambos siguen columpiándose vigorosamente,
tomando impulso de izquierda a derecha hasta que deliberadamente el hombre
suelta a la mujer… «¡Oh!», exclama la gente, para que después de un giro, sea
ahora atrapada de los tobillos por el otro hombre. Renato no puede creer lo que
ve, quisiera aplaudir, pero su posición entre los tablones y las piernas de la
gente no se lo permite, trata de acomodarse para continuar disfrutando la
función, cuando un brusco jalón por su espalda lo hace golpearse la cara y caer
en la tierra; de inmediato reacciona tirando algunas patadas para tratar de
zafarse. «¡Mira a este. salió bravo!», exclama el vigilante que lo ha sujetado
con firmeza de un brazo.
Él no era el único niño que se había tratado de colar sin
pagar para ver la función de circo, los dos hombres que hacían rondines los han
reunido tras la carpa, amenazándolos para que no vuelvan a intentarlo. La
mayoría se va gritando maldiciones y haciendo señas obscenas, Renato
simplemente se sienta sobre una piedra frente al circo, observando cómo llevan
y traen primero al elefante y luego a los ponis, escuchando los aplausos y
exclamaciones del público hasta que la función acaba. Cuando el circo apaga sus
luces, luego de que la gente se ha ido, él sabe que es hora de regresar, voltea
la mirada rumbo a casa y trata de armarse de valor antes de partir pues, salvo por
las luces de la avenida, todo se ve lóbrego y desamparado; imagina a su madre
preocupada, pero espera que su padre esté profundamente dormido, de otro modo
con todo y la borrachera, sacará fuerzas de algún lado para darle una tunda.
Casi no hay autos en la avenida al momento de cruzar,
pero la lluvia ha vuelto y se ha convertido en un chubasco, los vagos de la
esquina se han ido y Renato arrecia el paso adentrándose en el oscuro callejón,
enlodando sus zapatos y abrazándose él mismo para protegerse del frío. Conforme
avanza, oye más y más a su madre gritar; al fondo, un foco está encendido y una
puerta parece abierta, el aguacero le impide ver con claridad; su corazón
empieza a latir con fuerza y un escalofrío recorre su espalda. En ese momento
se escucha la sirena de una patrulla y el callejón se ilumina tras de él, que voltea,
solo para deslumbrarse con la intensa luz de los faros; dos policías y uno de
los vagos descienden y lo rebasan corriendo hacia el fondo del callejón.
Cuando Renato arriba a la vecindad, ambos policías están
tratando de someter a su padre, quien, montado sobre el amigo de su madre, lo
golpea con furia una y otra vez, en tanto este ya ni siquiera respira. La
lluvia hace aún más confusa la escena: agua, lodo y sangre, han manchado las
ropas de su madre mientras trataba de evitar la pelea; de hecho, primero se
interpuso en la puerta cuando su amigo tocó llamando, ebrio y a gritos, a su
esposo a salir y enfrentarlo, después, cuando amanezca, pensó, todo será
diferente.
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