jueves, 4 de julio de 2019

La abuela

Paulina Pérez


Nacida en tierra fría, en el seno de una familia tradicional, una década antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. La llamaron Beatriz, fue muy cuidada y vigilada como todas las niñas de familia de aquella época. Era la segunda de tres hermanos y tuvo el privilegio de asistir a la escuela y terminar la primaria, pues por entonces las mujeres solo debían saber las cuatro operaciones matemáticas fundamentales y leer, no era bueno que llenaran su cabeza de conocimientos, se creía que podían perder el buen juicio; estaban destinadas a ser madres, hermanas, esposas o sirvientas y para ello no se necesitaba más.

Su corazón siempre guardó un pequeño resentimiento contra su padre por no haberle permitido ser maestra, sentía que de haber estudiado su vida no habría sido tan dura.

En su infancia disfrutó de muchas comodidades hasta que su padre enfermó y se vieron obligados a trasladarse a otra ciudad para que recibiera atención médica especializada. La madre tuvo que aprender a administrar cada centavo y ser muy austera para poder casar decentemente a las hijas mujeres y darle una carrera al único varón. Al fallecer el padre, Inés, la mayor, contrajo matrimonio al poco tiempo, Celso, el menor, viajó a la capital para iniciar sus estudios en la escuela de medicina y ella permaneció con su progenitora. Se casó a los veintidós, edad tardía para aquellos tiempos donde una mujer soltera de más de dieciocho años preocupaba a su familia pues corría el riesgo de quedarse a vestir santos. 

Su esposo había heredado junto a sus hermanos una fábrica de dulces, trabajaba en las ventas y en las noches y fines de semana estudiaba ingeniería básica por correspondencia gracias a un instituto estadounidense de cuya existencia se enteró por un amigo. Cuando la empresa familiar quebró, al no lograr recuperarse después de un incendio que consumió la mayor parte de la infraestructura, salió a buscar empleo y fue contratado por una constructora privada que trabajaba para el Estado y pasó varios años en la zona costera del país como parte del equipo de ingenieros que diseñaban y construían grandes carreteras. 

La abuela era de esas mujeres, en quien seguramente se inspiró Silvio Rodríguez en una canción que dice: «…me estremeció la mujer que parió once hijos, en el tiempo de la harina y un kilo de pan…», de aquellas que extendían el sueldo del marido para llegar a fin de mes, capaces de repartir dos panes entre diez con una equidad milimétrica, excelentes administradoras, costureras expertas, creadoras de deliciosas recetas que las mejores escuelas de cocina del mundo no han podido imitar. 

La casa de la abuela Beatriz olía a hogar; en la memoria de todos quienes convivimos con ella, han quedado los aromas de aquella rica sopa de frejol, que el abuelo comía con plátano, del pastel de naranja con ralladura de cáscara del árbol del jardín, así como el ruido de la máquina de coser Singer, que compró para pagar en un año cuando la palabra bastaba para obtener un crédito, y con la que vistió a sus nueve hijos y a los de los vecinos de barrio. 

Las tardes en que enseñaba a zurcir medias y a pegar botones a sus nietas, en las vacaciones de verano, siempre terminaban con una rica coladita dulce acompañada de empanaditas o bizcochos que se hacían en un «santiamén», como ella solía decir. 

En épocas de Fanesca, una sopa de granos típica de Semana Santa o de la Colada Morada por el día de los Difuntos que se acompañaba de un pan con forma de niños (las guaguas de pan), las ollas iban y venían de las casas de los vecinos. Cuando ella compró el terreno para hacer su casa, encontró dos viviendas más aún sin terminar, poco a poco fueron llegando otras parejas de recién casados a formar parte de aquel barrio que empezaba a crecer. Las construcciones iniciaban pequeñas para acabar siendo grandes casonas que albergaban familias numerosas. Entre vigas, baldosas, ladrillos y tejas pasaban los canastos de fruta y las jarras de refresco en las mañanas soleadas y de pan acabado de hornear junto a jarras de chocolate caliente para animar a los constructores, que siempre eran los hombres de la casa ayudados por algún que otro aprendiz de albañil al que se le pagaba con techo y comida, el dinero no alcanzaba para contratar a nadie por un salario, pero donde comían cinco comían siete y hasta diez. En esa casita con jardín, maceteros de plantas de colores, y la fragancia del naranjo y el limón jugaron los hijos y los nietos. Las hijas que se separaron de sus esposos volvieron con sus hijos a pasar la rabia y el dolor y nuevamente partieron. Las puertas siempre estaban abiertas para acogerlos a todos.

Ahora que físicamente no está más, pensar en ella revive sabores y aromas; ella, ejemplo de abnegación, firmeza y disciplina, no era de muestras de afecto, pero sus acciones hablaban del amor infinito que guardaba en su corazón hacia los suyos.

Con el pasar de los años sus ojos verdes se mantenían luminosos y los negros cabellos se iban volviendo blancos, pero no había cana o arruga que apagara su fuerza, esa fuerza que nos impulsaba cuando nos sentíamos derrotados y su sabiduría nos acompaña hasta ahora en los momentos de dudas y aflicción.

La abuela continúa presente en nuestras vidas, nos sigue con la mirada bendiciéndonos, acompañándonos, incluso acogiéndonos; cuando el llanto en algún momento se vuelve inevitable y nos aislamos a rumiar las penas, siento su mano cariñosa acariciando mi cabeza y vuelvo a escuchar aquella frase que siempre nos repetía cuando nos encontraba deprimidos o frustrados: «Todo pasa y no pasa más de lo que debe pasar y al final, esto aunque no lo creas ahora, también pasará».

1 comentario:


  1. Felicidades disfrute de la historia de la Abuela, parecia que estaba describiendo a mi abuela, tan gratos recuerdos de ella que tambien tenia los numerosos hijos y nietos, la tipica maquina singer, jajaja bonita historia.

    ResponderEliminar