jueves, 30 de agosto de 2018

El otro mundial


Paulina Pérez


No podía esperar a que amaneciera, su madre había colgado el uniforme en la puerta del closet, las medias eran tan blancas que parecían tener luz propia, los zapatos impecables, con los cordones nuevos y bien tejidos y las suelas negras relucientes como si hubieran sido barnizadas.

Las paredes de su cuarto estaban tapizadas de fotos de las estrellas del futbol del pasado pero sobre todo actuales, las había coleccionados desde que tenía memoria. En el armario las camisetas con los nombres y los números de los capitanes de los equipos de diferentes países y selecciones ocupaban un lugar especial. Bastaba con entrar en su habitación para saber que el rey de los deportes, como solían llamarle, lo había cautivado desde muy pequeño.

Su madre apoyaba su afición e incluso lo inscribió en una escuela de futbol reconocida pensando que si tenía talento sería tomado en cuenta en algún momento y quizás en el futuro su foto también aparecería en las grandes revistas y pantallas al igual que las de aquellos cracks que tanto admiraba.

La luna llena atenuaba la oscuridad de la habitación a través de la ventana. Estaba tan emocionado que al final fue rindiéndose al sueño. Se levantó muy temprano, tomó una ducha caliente, restregó muy bien su cuerpo, y luego de dejarlo totalmente seco, se colocó la camiseta. Parado frente al espejo peinó su cabello de diferentes formas –durante unos treinta minutos- hasta encontrar el estilo perfecto; una vez convencido de cómo quedarían sus cabellos se colocó el fijador abundantemente, no podía arriesgarse a que un viento fuera el culpable de que saliera fatal en las miles de fotos que ese día le sacarían.

Su madre le había preparado un desayuno ligero, lo conocía muy bien y sabía que los nervios le revolvían el estómago, era preferible que pasara algo de hambre, ya después del gran momento irían a comer todo lo que quisiera.

Estaba impecable, el uniforme le quedaba perfecto y hacía juego con sus facciones y el color de su piel. Antes de salir de casa su madre lo fotografió un millón de veces con su celular.

Ninguno de los dos olvidaría ese momento.

Llegaron al estadio y una coordinadora lo recibió para llevarlo directo a los camerinos, su madre lo esperaría en un asiento previamente asignado en los graderíos, no en los palcos, pero en un buen lugar, un progenitor por niño tenía asegurado su puesto.

Pasaron unos cuarenta minutos antes de que por los altavoces anunciaran la salida de las dos selecciones, el estadio estaba a reventar y los aplausos y vítores de los asistentes retumbaban en los camerinos. Los equipos salieron a la cancha, cada jugador con un niño de su mano, y ahí estaba él, con una ligera sonrisa en el rostro y el corazón a punto de salírsele del pecho. Un momentáneo silencio precedió a la entonación de los himnos nacionales de cada país, luego de las fotos los niños regresaron a los camerinos para que los encargados de ellos los llevaran junto a sus padres.

A pesar de haber sentido que todo pasó en un segundo y había esperado toda una vida por ello, estaba feliz, infinitamente feliz. Tenía el libro de autógrafos de puño y letra de los ídolos y las fotos que serían el testimonio de que fue parte de un mundial de futbol.

Una vez sentado junto a su madre una mesera se acercó con una gran bandeja de comida y refrescos y cuando se disponía a tomar la botella de coca cola con su foto y nombre impresos en la etiqueta recibió un golpe en la cara.

Compartía la cama con su inquieto y pequeño hermano. Estaba acostumbrado a recibir, manotazos, codazos, o un puntapié. Pero esta vez quería matarlo, el sueño había sido tan real, tan vívido que no sabía si podría perdonarlo por haberlo despertado tan abruptamente. Los padres trabajaban muy duro y a duras penas alcanzaba para comer y mandarles a la escuela pública. El balón de futbol que tenían era de aquellos rellenos de lana de ceibo para que duraran muchos años, la ventaja era que enduraban los pies y si algún cazatalentos se daba la vuelta alguna vez por las canchas polvorientas de los alrededores, tal vez podría ver lo hábil y fuerte que era. Si eso ya pasó con Maradona, tal vez podría repetirse el milagro.

Se levantó de la cama y abrigó a su hermano con las mismas cobijas desteñidas y llenas de retazos de siempre. Su hermana estaba lista para salir al colegio y ya había preparado el agua de panela con tortillas de maíz que desayunaban cada día. Vestido con el pantalón corto y la camiseta vieja llena de manchas de tintura y grasa tomó el cajón de limpiar zapatos y salió a trabajar, debía aprovechar la mañana. Luego de hacer algo de dinero, regresaba a casa y almorzaba con su hermanito. A las doce en punto salían juntos a la escuela vespertina.

De camino a la escuela, con sus caritas lavadas, resecas, con algunas manchas blancas causadas por el sol y el polvo, los cabellos peinados y tiesos; él con el uniforme estrecho y su hermano con uno tres tallas más grandes de manera que debía doblar las mangas y las bastas, se pararon a mirar los últimos minutos de un juego de futbol de las semifinales mundialistas a través de la ventana de un restaurante que tenía colocada una gran pantalla para que los comensales miraran los partidos mientras almorzaban.

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