Carlos Reynafé
Lalo
vive en la casa paterna. Su madre falleció hace tiempo. El padre, don Arturo,
al quedar solo, hombre mayor; le pide que vaya a vivir con él para tener
compañía y se instala junto con su mujer y dos hijos adolescentes: Martín y
Alicia.
Una casa modesta en un barrio
obrero. Ocupó su dormitorio de soltero. Los hijos se acomodan en la galería de
manera provisoria, inventan una habitación con camas cuchetas, hasta construir
otra que nunca llega a realizarse.
La
mezcla de incomodidad, diferencia generacional, celos, disputas, aprietos
económicos y otras yerbas, actuaron como oxido en el hierro, carcomieron el
matrimonio. Una cosa trajo otra. La cuestión es que los hechos se fueron dando
inexorablemente. Fijar la fecha en que comenzó el empeoramiento, es bastante
difusa, pero se puede marcar como un hito el día que su mujer lo abandonó.
La
cosa venía mal. Su mujer, empezó a mirar con buenos ojos los verdes prados
vecinos, mientras que el propio, decaía mostrando una imagen mustia, seca, descuidada.
Un pequeño amague, una señal, fue suficiente para sonreír a uno de esos
vecinos. Armó el petate y se rajó. Lalo quedó con sus dos hijos y el padre
enfermo.
El
trabajo de Lalo es un reparto de fiambres y lácteos que no da lo que daba. Una
recesión económica se ha instalado con alta inflación. Esto provoca caída en la
venta, aumentos de costos, pérdida del poder adquisitivo, disminución del
consumo. Los costos de distribución crecen y los medicamentos suben todos los
días. Fórmula perfecta para una tormenta en puerta. Intentar sostener el mismo
nivel de vida, cumplir con los preceptos de cuidar al viejo, atender las
necesidades de la cría en soledad y no ser escuchado por su hermano,
desentendido del padre que está cuidado, terminaron de sazonar el estofado.
Primero
un resfriado leve. No se cura. Llamó al médico. Como no alcanzó para la
farmacia, no compró los remedios. El cuerpo pasó factura. El malestar fue
creciendo. “Ya se me va a pasar” se decía. Mientras sus días continuaban
entretejiendo enredos.
Dejó
de cumplir con algunos pagos, los reclamos crecieron. Perdió su pequeño capital
de trabajo tapando huecos. No alcanza para reponer lo que vende, la espiral se
pone en marcha. Sale a trabajar, necesita dinero, lo toma de donde no debe, se
endeuda. Viene el reclamo, “ya te pago” pero no paga y la rueda sigue sin
detenerse. El padre empeora, se preocupa, lo lleva al hospital, no está tan
grave como para dejarlo internado, lo vuelve a traer. Los hijos se cansan, se
van a la casa de su madre.
En
el trayecto conoce a Lita, una morocha casada con un tipo recio, machista,
golpeador y manipulador. Se relaciona en el momento que su marido cumple una
condena por robo. Ella pasa a ser un oasis en su desierta vida. Actúa como un
remanso en el tormento cotidiano de Lalo que acumula meses sin intimidad
femenina. Copa va, copa viene, un roce, miradas, toqueteo… final tortuoso entre sábanas mugrientas.
Consuelo, placebo de la carne ante tanta penuria.
“No
te metas, vas a tener quilombos serios” le dicen sus amigos. Él no da bola.
El
marido de Lita sale de la cárcel y vuelve a tomar posesión de su hembra. Ella
se retrae, solo quedan mensajitos, visitas furtivas en lugares insólitos, una
que otra lengua en un beso fugaz, ningún otro contacto.
Lalo
queda sumido en desesperación. La necesidad de afecto, carencia de apoyo más
abstinencia; incrementan su frustración y sensación de abandono. Impotente,
nada resuelve.
El
marido de Lita algo sospecha pero cae preso de nuevo. Esta vez por una riña a
la salida de una cancha de futbol. Lalo
de fiesta, obtiene sexo solo cuando el marido está preso.
Y
los días se suceden lentos pero inexorables, donde cada uno es distinto a otro,
cada problema se suma, no hay nada que reste. No aparece salida, su cuerpo
siente el castigo, acumula estrés como vapor en una olla a presión. Cae al
abismo con una brújula empastada mirando al este, sin encontrar un norte. Se
siente perdido, extravió la ruta. Sin luz que muestre algún horizonte.
Vuelve
al médico y luego de una parafernalia de análisis le confirma lo que sabe.
“Tienes que cuidar la máquina, ya no resiste más” palabras pronunciadas por el
facultativo que entran por un oído y salen limpiamente por el otro, sin manchar
siquiera las neuronas de Lalo.
Esa
mañana partió temprano, procurando encontrar la calma en los brazos de Lita.
Está enredada en otros más joven y musculoso. “La historia se repite” se dijo y
desaparece. Don Arturo llama a sus nietos preocupado, no ha tomado la
medicación. Martín llega, se hace cargo, llama a su hermana Alicia, con
indiferencia contesta: “Ya voy” pero no viene. Sale en busca de su papá.
Entrada la noche, al filo de la madrugada, él logra que responda el móvil luego
de muchísimas llamadas. Balbuceando dice donde se encuentra.
El
hijo lo descubre debajo de un eucaliptus, sobre la banquina, en un camino
secundario, afuera de la ciudad. Abrazado al volante de su camioneta, llorando.
Abre la puerta, quiere sacarlo, no puede. Hecho encima, mojado, oloroso, moscas
zumban a su alrededor. Trozos de pan, fetas de fiambre y queso en el asiento
del acompañante, improvisada mesa en banquete de hormigas. Esa pistola en el
piso del vehículo indica que no tuvo la valentía de volarse la cabeza.
Una
ambulancia lo traslada al hospital de urgencias. Practican los primeros
auxilios y exámenes de rigor. Se encuentra desquiciado, descompensado
físicamente. Hay trastornos circulatorios y respiratorios. Tiene un deterioro
muy avanzado con diagnóstico preocupante. Está mal, lo derivan a un nosocomio
para dementes.
Alicia
vestida de fiesta perfumada en vahos de alcohol y cigarro, andrajosa y mal
humorada increpa a su hermano por haberla molestado. Este sentado en la sala de
espera es llamado por el médico que lo atendió para darle el parte.
─Si
quieres enterarte, ¡acompáñame! ─arrastra a su hermana del brazo al
consultorio.
Un
habitáculo iluminado por la luz del medio día expone descarnadamente las ojeras
de su hermana, en claro contraste a la brillante mirada del médico, reposado,
atento, sabio y contenedor. Sin preámbulos les dice:
─Esto
es para rato, no va a ser fácil, no hay muchas esperanzas, pero una luz queda,
deben armarse de paciencia.
Desolados,
deben lidiar ahora con dos enfermos. Uno en casa, otro internado.
En
la vereda del hospital Martín dice a su hermana:
─Aplicaremos
la receta de ajo y agua…
─¿Cómo
es eso?
─A
joderse y aguantar… Aunque una luz queda.
─¿Queda…
te parece? ─incrédula pregunta.
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