Cristina Navarrete
La ciudad amaneció especialmente
fría y nublada. Las personas iban y venían apuradamente, mientras en los
dispensadores del periódico matutino y en todos los puestos de revistas resaltaba el titular: “Bianca
Dabariano desaparece sin dejar rastro”.
Un pequeño y
acogedor departamento del centro de Manhattan, con suave olor a vainilla y
patchouli, una rústica salita de estar, estantes de madera lacada llenos de
libros y videos, hermosas cortinas rojas y violetas —donde antes no había más
movimiento que el entrar y salir de una hermosa e introvertida mujer italiana,
siempre cargada de una cámara fotográfica y un morral de viaje— se había
convertido en el escenario de una película policíaca. Hombres y mujeres
vestidos con overoles, mascarillas y guantes, escudriñaban cuidadosamente en
las habitaciones, revisando documentos y fotografías, recogiendo evidencia de
lo que allí podría haber ocurrido.
Los agentes especiales líderes
del equipo de investigación recorrían el barrio y el edificio, entrevistando a
todos los vecinos y empleados de los comercios cercanos. Hasta ahora solo
habían encontrado la pequeña librería y videoteca donde solía comprar sus
libros y películas, descubrieron su gusto por la fotografía documental y
artística, por la comida internacional, especialmente la que se preparaba en un
pequeño restaurante de comida fusión ítalo–germana donde iba a comer frecuentemente
con su entrañable amigo Lars.
Además, los vecinos comentaron
que todas las mañanas se la veía salir en su bicicleta de color violeta a
recorrer el parque escuchando música en su reproductor.
—Esa chica canta como un ángel...
alegra mis mañanas con su voz —dijo una anciana que vivía sola en el
departamento del frente, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas— cuando no
estaba viajando, estaba atenta de mí y no dudaba en ayudarme con las labores de
la casa.
Los agentes, después de una
jornada agotadora, entraron a la cafetería donde trabajaba Lars, un joven de
aproximadamente veintiocho años, alto, delgado, de facciones muy finas y de
procedencia germana, quién hizo la denuncia al no saber de Bianca.
—Bianca es mi mejor amiga, una
mujer incomparable —dijo Lars mientras dejaba de lado las bandejas para
sentarse con los investigadores— ella siempre ha buscado la verdad y la
justicia, y aunque les suene a superhéroe, es una realidad. No solo es una reconocida
fotoperiodista sino que ha luchado durante años, por la no violencia,
especialmente en contra de las mujeres.
—¿Sabe en qué se encontraba
trabajando últimamente? —preguntó uno de los investigadores.
—No lo sé exactamente, pero hace
dos días llegó de una delegación donde recorrió varios países de América del
Sur.
—Y, ¿le comentó algo sobre su
investigación? —replicó el entrevistador, mientras apuntaba unos datos
ilegibles en una pequeña libreta marrón, gastada por el uso cotidiano.
—Bianca siempre ha sido discreta
con su trabajo, es muy seria sobre sus investigaciones y evita comentarlas;
pero… la noté ansiosa y tenía urgencia de hablar con el editor de la agencia —le
explicó Lars, mientras escribía en una servilleta el nombre y dirección de esta—
tal vez allí encuentren alguna respuesta.
—¿Hay algo más que puedas
comentarnos sobre ella, su trabajo, otras amistades, sus hábitos?
—Bianca es una mujer muy especial
y reservada con respecto a sus relaciones. Yo la conocí aquí, pues le encanta
tomar café por las mañanas y a la media tarde. Me tomó bastante tiempo ganar su
confianza, pero poco a poco nos hicimos grandes amigos. Hemos compartido
algunas reuniones sociales, donde siempre se convierte en el centro de atención
por su inteligente sentido del humor, pero en estos años no la he visto
envuelta con nadie románticamente; es muy consecuente con sus ideales por eso
siempre viaja en su bici, excepto en el invierno o cuando hay una fuerte lluvia,
entonces toma el metro; va todos los miércoles a un festival de cine independiente
en una escuela comunitaria de artes visuales del Bronx, me parece que queda en
la Avenida Brook.
Luego de concluida la entrevista,
los agentes se despidieron de Lars, agradeciendo su colaboración.
—No dude en llamarnos si recuerda
algo más —dijo la agente Amanda Geller, antes de marcharse.
Esa madrugada, Amanda se despertó
sobresaltada por el timbre de su teléfono móvil.
—Agente Geller, soy Lars. Discúlpeme
por la hora, pero cada segundo cuenta.
—No se preocupe. Dígame, ¿qué es
lo que sucede? —dijo Amanda, incorporándose de su cama y encendiendo una
pequeña lámpara de noche.
—¿Revisaron la computadora
portátil azul? La guarda en la mesa de trabajo que está junto a su cama. La usa
para hacer sus informes, y a lo mejor algo se puede encontrar sobre el trabajo
que estaba haciendo.
—Debo preguntarle a mi compañero,
su equipo revisó el departamento. Gracias por la información.
A la mañana siguiente, los datos
recopilados dirigieron la investigación a la puerta de un inmenso, imponente y
moderno edificio en el centro de Manhattan, hogar de una de las agencias
internacionales de prensa más reconocidas en el mundo.
A pesar de
los esfuerzos realizados por los dos oficiales, la elegante joven de la
recepción no les permitió pasar y, conocedora de todos los subterfugios
legales posibles, los envió a casa a la espera de una citación para el editor y
jefe de Bianca.
—Definitivamente están ocultando
algo —dijo Amanda.
—Tienes razón, sino ¿Cuál sería el
motivo para no recibirnos? —susurró su compañero.
La búsqueda del computador en el
apartamento de Bianca fue inútil, el equipo de investigación dio vuelta el
lugar y no lo pudo encontrar, definitivamente no estaba ahí; de hecho ni
siquiera estaban seguros de que esa fuera la escena del crimen, pues todo
estaba en orden y no había señales de lucha.
La bicicleta violeta se encontró
encadenada en el parqueadero del edificio, con su casco y accesorios intactos.
El morral fue hallado en la habitación de la desaparecida, completamente vacío,
pero la cámara fotográfica y la célebre computadora azul se habían desvanecido
en el aire conjuntamente con su propietaria.
Una semana había pasado desde la
misteriosa desaparición, todas las posibles evidencias fueron recaudadas y el
equipo de investigación abandonó el sitio. Lars, llegó esa mañana, como siempre
que ella salía de viaje, para ayudarle con el arreglo del departamento, éste había
quedado hecho un desastre después del paso de la policía; al llegar al estante
de libros se quedó hojeando una antiquísima edición de Don Quijote de la Mancha que ella guardaba celosamente, pues fue un
regalo de su abuela. Un sonido casi inaudible lo distrajo de su lectura y una
delgadísima memoria externa con una etiqueta que decía: respaldo, cayó al
suelo.
—¡Genial! Hermosa e inteligente,
esa es mi Bianca. —dijo Lars tomando el pequeño artefacto. Sin pensarlo dos
veces corrió a buscar a la agente Geller.
—¡Amanda! ¡Amanda! Descubrí algo,
tal vez esto nos ayude a encontrar a Bianca —gritaba Lars mientras entraba a la
oficina de la agente mostrando la diminuta prueba en sus manos.
—Tranquilo, déjeme ver lo que
trae, voy a pedirle a los expertos que recuperen la información —respondió
Amanda mientras retiraba la memoria externa de la agitada mano de Lars.
Mientras Lars, esperaba
ansiosamente los resultados de lo encontrado, con la esperanza de que existiera
alguna pista cierta sobre el destino de Bianca; al otro lado de la ciudad, una
esbelta joven de cabello largo y ondulado, visiblemente maltratada, se quejaba
débilmente en la oscuridad de una húmeda y sucia alcantarilla.
—De esta no vas a salir viva —pensaba
mientras trataba de soltar las fuertes ataduras que lastimaban sus manos— si no
te apuras, pronto regresarán y esta vez no van a dejarte un hueso sano —se
repetía sin dejar de luchar por soltarse.
Por una ranura de la alcantarilla
la joven vio el anochecer de la ciudad nuevamente, el tráfico aminoraba, escuchaba
los pasos de cientos de personas que bajaban y subían apresuradamente las
escaleras de las atestadas estaciones del metro, ignorantes de lo que pasaba.
Ya no gritaba para pedir auxilio, sabía que era inútil, así que decidió guardar
energía para sobrevivir.
—Buenas noches Lars, se que no
dejarás de buscarme —dijo la joven mientras cerraba lentamente los ojos— esta
noche tampoco llegaré a casa.
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