Mario César Rios Barrientos
Miguel
y yo nos apurábamos en la aplicación de esponjas con tinte color ceniza sobre
viejas indumentarias que compramos en Cachina Fashion. Lucíamos camisas con mangas largas; pantalones gruesos de drill; gabanes
largos y sombreros de copa alta, al estilo de los limeños de inicios del siglo
XX. Ese día nos íbamos a iniciar como esculturas vivientes. Ambos éramos
escultores egresados de la escuela de bellas artes de Lima. Yo era mayor que
Miguel a quien aventajaba en dos años como artista desempleado. Él egresó el
verano último.
Con
mi colega habíamos planeado tener un taller en el segundo piso de la vieja casa
de mis tíos en la cuadra tres del Jirón Trujillo en el Rímac, que éstos me
dieron a título gratuito. Pasamos meses ofreciendo nuestros servicios mediante
volantes y anuncios en la web. Brindábamos servicios de tallado en granito y
mármol para residencias y lapidas; trabajos en resina de fibra de vidrio; hasta
imágenes en pasta de arroz representando vírgenes y santos para procesiones. De
clientes, nada de nada. Hasta que hace poco menos de un mes mi socio me propuso
este oficio callejero para pagar nuestros
gastos básicos de manutención. La verdad, me parecía demasiado brutal iniciarme
en este arte justo en el paseo peatonal del jirón Ucayali en el Centro de Lima
a dos cuadras de la escuela. Igual, lo escuché.
—Horacio,
estuve de paso por la escuela y me fijé en estas esculturas vivientes en el
Centro de Lima. Averigüé un poco y no está tan malo ese negocio, al menos para
pagar comida y servicios mientras aparece algo mejor —me dijo Miguel convencido
de traer auxilio a nuestra exigua economía. Nuestro taller se había convertido en
vivienda desde que mi colega se mudó de su habitación en Zárate, a vivir
conmigo en abril último.
—No
creo que ese negocio genere muchas entradas Miguelito pero si ayuda en buena
hora —contesté con desinterés por su idea. Y es que aún tenía esperanzas de que
me respondieran a una solicitud de trabajo de restaurador de esculturas en el
Ministerio de Cultura. Cuando me convencí que no habría respuesta del
Ministerio acepté la propuesta de Miguel: representar unos gemelos petrificados
en el jirón Ucayali. Él ya había tramitado una autorización ante la
Municipalidad de Lima para un turno de dos horas, entre las cinco y las siete
de la tarde sin importar que yo lo acompañe en esa aventura. Lo que siguió fue
investigar la moda y costumbres del periodo de Leguía. Aparte de una gran
variedad de chaquetas de talle alto con grandes solapas y pantalones estrechos
y rectos que se prestaban bien a nuestro propósito, encontramos dos gabanes y
dos velocípedos idénticos que me entusiasmaron. Podía proyectar en mi mente la
imagen de los dos sentados sobre estos aparatos en el jirón Ucayali. Y así, nos
pasamos los días siguientes discutiendo detalles ínfimos sobre la forma de los
botones de la chaqueta, la longitud de los ojales del gabán o la caída de la
basta del pantalón. Hasta el día de hoy, en vísperas de fiestas patrias cuando estamos
a punto de estrenarnos como artistas callejeros.
—Ha
quedado perfecto el maquillaje, este tinte color ceniza nos da una apariencia
de gente petrificada por lava de volcán, como la que encontraron en Pompeya, los
vamos a impresionar —sonrió Miguel mostrando la blancura de sus dientes y ojos
escondidos detrás de varias capas de maquillaje y de la barba y bigote de
utilería pintados cuidadosamente con tinte
color ceniza.
—Bien,
vamos de una buena vez —le dije agitando una mano y tomando uno de los
velocípedos e indicándole que tome el suyo.
Nuestro
recorrido por el jirón Trujillo y la Plaza de Armas produjeron la curiosidad de
los peatones. Al circundar la plaza sentimos las risas y murmullos de los transeúntes.
Mira, dos tíos Sam exclamó un hombre con pinta de turista dirigiéndose a su
familia. Otros niños desde el parque nos apuntaban con el dedo índice
sonriendo. A las cinco en punto de la tarde llegamos al sitio recién desocupado
por un muchacho quien había representado una estatua de esclavo. Observé a
nuestro alrededor en el paseo peatonal de Ucayali. Cada vez más gente yendo en
dos direcciones, la Avenida Abancay y la Avenida Tacna. Apuré a mi compañero
diciéndole que llegamos en buena hora. Nos colocamos Miguel a la izquierda, yo
a la derecha, observando como punto fijo, una tienda de venta de menajes al
frente de donde estábamos apostados. Nos quedamos inmóviles, respirando muy
despacio, imperceptibles, dosificando nuestros parpadeos.
—¡Qué mostro! —exclamó una jovencita de tez trigueña, nariz aguileña y cabello
corto que venía tomado de la mano de un chico de su edad con rostro anguloso y
gafas gruesas con aire de estudiantes. Se quedaron a observar un rato y eso era
bueno, atraería más gente.
—¿Quiénes son? ¿Qué representan? —preguntó un hombre mayor, delgado, de unos
cincuenta años, traje azul marino, pelo entrecano, pinta de ejecutivo con aire
inquisidor quien blandía un cigarrillo entre los dedos y hacía aros de humo de
tanto en tanto con dirección de las estatuas.
—Uno
es el Tío Sam y el otro, también parece otro Tío Sam —dijo otro hombre altísimo
de mediana edad con una calvicie pronunciada en el área frontal quien limpiaba
la humedad de sus gafas con una franela.
—Son
bien parecidos ambos, parecen gemelos con esas bicicletas con rueda grande y
pequeña, y la ropa al estilo antiguo. Si dos hermanos gemelos como los que vivían
en el centro de Lima hace mucho tiempo, quizás banqueros —apuntó una morena
gorda con pinta de vieja limeña que empujaba un carrito sanguchero que despedía
un hedor a aceite quemado de sus planchas de acero y canastillas freidoras.
—Ni
hablar, ja ja, de banqueros no tienen ni la cara ni el vestuario —replicó el
cincuentón de traje azul marino emitiendo una gruesa bocanada de humo, y señalando
con desprecio nuestro viejo y raído vestuario.
Había
transcurrido la primera hora y la lata que habíamos colocado como receptáculo para
la contribución y apoyo del público a nuestra presentación había tintineado solo
tres veces. Le pregunté a Miguel con una débil emisión de voz entre los dientes
si estaba seguro de este negocio y me respondió que debíamos ser pacientes, que
las cosas se darían solas. Eso no sucedió. En la siguiente hora nada mejoró, al
contrario. En la esquina de la misma cuadra donde estábamos ubicados, se detuvo
un invidente y encendió un equipo de sonido instalando un USB con pistas de
canciones de Leo Dan y comenzó entonando Estelita que linda que está. De otro
lado, frente a nosotros, un jovencito marcaba el área que usaría para dibujar
los primeros trazos de una pintura de Francisco Bolognesi. El público iba
definiendo sus preferencias entre el invidente que todo lo cantaba igual, con
la voz desgarrada; y el pintorcito quien iba revelando con cada trazo al héroe
en su conocida postura en la batalla de Arica, sobre el suelo y ligeramente elevado por la mano izquierda, empuñando una
pistola con la mano derecha. Dura
competencia donde el público nos abandonaba a medida que nuestros cuerpos
cedían su rigidez a nuestro cansancio. Exhausto le reclamé parar a Miguel antes
de terminar el turno de dos horas:
—Ya
está bueno Miguelito, me cansé de esta vaina —le dije a mi socio provocando que los
merodeadores voltearan a mirarnos. Mi socio hizo un casi imperceptible
movimiento de cejas que interpreté con un ruego de que me calle. Desde el
extremo del Jirón Ucayali que terminaba en la Avenida Abancay se oía un enorme
bullicio. Era una maestra que paseaba con una veintena de niños de
aproximadamente diez años quienes al ver al grupo de artistas rompieron filas desoyendo
las amenazas de la maestra.
—¿Oye cieguito, y por qué no te cantas algo para hacer bailar las estatuas? —dijo un colegial con cara de pícaro colocándole
una moneda de diez céntimos.
—
¿Cómo qué canción quieres niño? —indagó el ciego, intuyendo que podría recibir
más monedas de los demás niños.
—
¿Te sabes Estatua de Xuxa? —interrogó el colegial. El ciego entornó sus ojos
hacia arriba como pensando un buen rato y el muchacho recogió su moneda de diez
céntimos de la lata.
—Tú
no sabes nada, mejor canto yo mismo, haré que bailen las estatuas y ya verás
que hasta Bolognesi se va a parar y bailar —dijo resuelto el niño y ante el
griterío de sus compañeros entonó: “Mano a cabeza, a la cintura, un pie
adelante y el otro atrás. Ahora no puedes moverte más... y el coro respondió: “¡Estatua!”
—No,
esto ya es demasiado Miguelito, me voy —dije fastidiado. Los niños dijeron
“ooohhh, habla la estatuita pero ahora “que baile, que baileee”, y el pícaro
volvió a entonar con la complicidad de sus compañeritos que hacían movimientos
de coreografía: “Un brazo arriba, un brazo adelante, cruzando las piernas,
colita hacia atrás. Ahora no puedes moverte más... ¡Estatua!
—Te
equivocaste Miguelito, las estatuas no funcionarán por ahora, esta gente
necesita moverse, es hora de irnos —dije
y concluyendo el día le hice una señal para que me siga y pedaleamos con
dirección a la Avenida Tacna con un movimiento que balanceaba nuestros
sombreros de copa acompañado de las risas de los colegiales.
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