Mario César Ríos
Te
quedas mirándome con tus intensos ojos redondos mientras me desperezo. Cuando me
incorporo, esperas a que salga de la cama como cada mañana a pasearte al parque
donde perfumarás sus cercos y sus árboles. Enroscas tu cola con un gracioso
pompón en la punta que contrasta con el alisado pelo color beige del resto de
tu cuerpo.
—¿Quieres salir Jackcito? —te hago la pregunta
de siempre mientras te acaricio la cabeza y me respondes como siempre con un
ladrido, meneando la cola de felicidad.
Tu
prisa me hace caer en cuenta que estoy retrasada, me visto rápidamente colocándome
una bata sobre mi camisón de dormir y zapatillas dispares, color fucsia el
izquierdo, rosado el derecho. Parece que te dieras cuenta de mi error y lanzas
unos divertidos ladridos estirando tus patas delanteras y levantando tus
cuartos traseros como si estuvieras riéndote de mi error. No me importa, así calzada,
tomo tu soga de paseo que está en la cabecera de mi cama y enlazo su gancho al
collar de tu cuello.
Abro
la puerta del apartamento y tus ladridos fuertes y repetidos anuncian tu
salida, desafiando al Fox Terrier de la esquina que no ves pero puedes oler
indubitablemente. Él responde al desafío
con débiles ladridos detrás de la puerta de la cochera de su casa. Eres
un pendenciero Jack, ¿no ha sido suficiente la última prueba de fuerza cuando tu
rival de cuadra se escabulló por una puerta entreabierta para enfrentarte y
casi le diste una paliza. Debes mejorar ese carácter, a este paso te quedarás
sin amigos en el vecindario para jugar.
—No
jales tan fuerte la cuerda hijo —te digo para que aquietes un poco el paso.
Respondes volteando la cabeza hacia atrás y mostrándome esa misteriosa sonrisa
subgingival tuya que me cautiva, si no te hubiera criado desde el primer mes de
nacido pensaría que planeas algo siniestro.
Llegamos al parque y te suelto sin perderte de vista. Exploras palmo a
palmo el lugar y te sigo con las bolsas de plástico para ocuparme de las
excretas que dejarás en tu recorrido.
No
lo sabes pero me había negado por mucho tiempo tener un perro por un sentido de
falsa comodidad, no quería distractivos para enfocarme en mi relación con Max,
vivía entre el trabajo y mi bonito apartamento acondicionado al gusto del señor.
¿Recuerdas cuando llegaste a casa?, en diciembre cuando se cumplió un año desde
que él se marchó, tu tía Gaby me convenció de adoptarte al verme tan sola y
triste. Cuando te vi, tu blanco pelo esponjoso, que se ha tornado beige con los
meses, hacía juego con tu nariz y ojos redondos, parecías un oso de felpa hasta
que sentías alguna mano invadir tu espacio y respondías con un gruñido de
advertencia. Así llegaste con ese mal carácter, ¡joder, qué perro más renegón
has sido desde cachorro!
—¡Jaaacko!
¿Dónde estás? —te llamo angustiada. Te perdí de vista mientras recogía
excremento. Limpiar tu popó y pila en el apartamento sí que eran un problema; y
luego quitarte el hábito de destruir los muebles a mordiscos y arañazos, me
molestaban tanto que gritaba como poseída al encontrarte con los restos de los
cojines entre tus dientes. Me hacías llorar de rabia pero me calmabas con tus gemidos
de arrepentimiento, tu semblante, tu cola y orejas caídas pidiéndome perdón. ¡Ojalá
Max tuviera un gramo de tu nobleza!
Pero,
diablos, estoy segura a mis cuarenta años que criarte ha sido lo más laborioso pero
maravilloso que he hecho, más que criar un bebé de verdad. Tampoco en eso nos
hubiéramos puesto de acuerdo él y yo, tenía tanta ternura como una hiena, no sé
cómo pude vivir con ese ser tan egoísta e irresponsable.
—¡Guauu,
Guauuu! —ladras emocionado por encontrarnos de nuevo y te escurres entre mis
piernas. Observo grass entre tus dientes y te resondro inclinándome a tu altura
haciendo gestos de desaprobación con el dedo índice por comer porquerías. Me
respondes enseguida con un gemido pidiendo comprensión y lamiéndome la cara. La
claridad de la mañana convoca a los primeros actores en la cuadricula del
parque. Serenos en el parque tocando el silbato de reglamento para hacer notar
su trabajo, coros estruendosos de gallos anunciando el inicio de la jornada,
jóvenes obreros de construcción llegando con sus mochilas hacia las obras donde
se quedarán hasta que la luz vuelva a perderse en la noche, chicas luciendo
uniformes saliendo a alguna oficina del centro de Lima. De todo esto me perdía
cuando vivía con Max, triste vida, triste yo en el apartamento mientras nada en
este mundo se detenía. ¿Qué más habrán visto circular por este parque estos
añosos arboles de tallos retorcidos? ¿Qué de historias de amor y desamor
podrían contarnos? Ten un poco de consideración por estos señoriales árboles
Jackcito, no le eches tanta pila.
—Qué
perro más gracioso, parece un carneeeeero
—comenta un vecino imitando el balido de esos animales. Lleva consigo una
perra mestiza a quien conduce con una graciosa cuerda rosada, se ve muy limpita
y perfumada, parece recién bañada. Te mueves graciosamente moviendo la cola y
la invitas a jugar. Te suelto y él suelta a la perra, ambos forman una figura
piramidal cuando permanecen en dos patas juntando las cabezas, las bocas, las
narices, olfateándose, conociéndose, explorándose. Corretean frenéticos por los
cuatro cuadrantes del parque ladrando como contándose cómo han sido sus vidas
antes de conocerse.
—Mi
Jack es un caballero —te defiendo ante
Armando, el dueño de Jill, quien observa preocupado tus escarceos con su perra.
Se ve buen hombre, es un contador divorciado que cría a tu nueva amiga desde
hace cuatro años. ¡Uyyy, es mayor que tú Jacko, ahora quiero ver qué harás!
—Atiendo
a Jill con gusto mientras estoy en casa, sólo me apena dejarla tanto tiempo
sola —me cuenta Armando y yo le explico cómo nos ayuda tu tía Gaby. ¡Ay Jacko, sin
mi hermanita que sería de nosotros. No puedo evitar las comparaciones, con
Armando la comunicación es fresca y espontánea, con Max, apenas teníamos temas
comunes, los relativos a nuestras actividades de profesores universitarios.
Quizás
es muy rápido para decirlo pero qué hombre comprensivo y atento es Armando. Hasta
tiene esa sonrisa misteriosa tan parecida a la tuya, a veces triste, a veces
pícara. Pero ya es demasiado tarde Jack, es hora de marcharnos, mañana seguro
que la verás y la conocerás más. Te acaricio y sujeto tu correa del gancho de
la cuerda delicadamente. Te sientas mirando a tu compañera en una posición que
me recuerda una deidad egipcia.
—Ya
debo irme Armando, ¿te veo mañana? —le digo al dueño de Jill que muestra una
mirada inquieta y sonrisa, y no sé porque pienso que se debe por la despedida
de hoy.
—¿Nos vemos mañana tempranito y así juegan más
tiempo Ana? —me responde ahora con ojos
esperanzados y una sonrisa pícara.
—Sííí,
mañana a la mañana, bien tempranito, Armando.
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