Juana
Ortiz Mondragón
Sus
ojos brillaban en la oscuridad, cual centelleantes luceros. Posada sobre la
mesa de té, esperaba la llegada de la medianoche. El reloj cucú caminaba
inquieto, su péndulo generaba extrañas sombras en la pared de la habitación. Ella
era de tamaño mediano, color terracota con blanco, unos hermosos ojos pardos;
una mancha en forma de corazón adornaba su nariz. Se llamaba Mandarina, era la
consentida de la casa. Su dueña, Bonifacia, la había conseguido para espantar
los ratones que hacía unos meses habitaban el desván. Pero Mandarina era una
gata mimada. Pasaba las tardes en el patio tomando el sol, mientras los ratones
hacían de las suyas en la cocina. Bonifacia, se había acostumbrado a su gata perezosa, la
amaba como a una hija, ya que ella llenaba sus días de luz.
Bonifacia
era una mujer solitaria, cuarenta años, piel trigueña, ojos miel, mirada
juguetona. Su rostro era ovalado, unas cuantas pecas lo adornaban, sin arrugas,
expresaba serenidad y felicidad. Sus manos cálidas, suaves, dedos largos, bien
conformados. Manos que tejían historias todos los días. Había intentado tener
compañero, un hogar, pero era tan noble, de un alma libre que de esas
relaciones solo recordaba tropiezos, deudas por pagar. Bonifacia daba clases de
manualidades y de costura en el garaje de casa. Además de estas clases, sabía
hornear tartas y pastelitos suntuosos para fechas especiales. Calaba moras, cerezas,
brevas, uchuvas, que llenaban la casita de un dulce olor; olía a navidad.
También tortas envinadas repletas de pasas
y frutas cristalizadas, que eran las favoritas de sus vecinos.
Vivía
con Bonifacia una dulce nietecita llamada Martina, de cabello rubio y rizado,
ojos azules, blanca piel. La habían dejado en la puerta de su casa una tarde
lluviosa, cuando tenía un mes. Los años habían pasado, era ya una hermosa niña
de ocho recién cumplidos. Martina le temía a Mandarina, porque esta gata maldadosa
se paraba en las escalas, cada vez que ella quería subir o bajar y con la
patita la rasguñaba o la hacía tropezar. Quería ser escritora, tenía muy claro
que para serlo debía ser primero una gran lectora. Pasaba las tardes leyendo y
ayudando a su amada mamá con las tareas domésticas. Ya sabía hornear, ponía su toque en la decoración de los
pastelitos. Se sentía feliz con Bonifacia, aunque en ocasiones la acongojaba el
no saber de su familia. Sobre esto tenía varios escritos. En un futuro quería
ser madre, tener un hermoso hogar, parecido al que Bonifacia le había brindado con
tanto amor.
Martina
asistía a la escuela primaria, era tierna, educada; por esto sus maestros la
apreciaban. Le gustaba la poesía, solía declamar en las festividades escolares.
Tenía un perrito, Chocolate, sin raza
alguna, pero el más fiel y noble de toda la vecindad. Se lo habían encontrado
en el jardín principal, una mañana de marzo. Bonifacia había permitido que
Chocolate hiciera también parte de la familia. El espantaba los ratones mejor
que Mandarina. Hasta buenos amigos resultaron ser, dormían juntos en el mueble
de la sala. Chocolate tenía seis meses, su amiga Mandarina estaba próxima a
cumplir un año. Sus ojos miel mostraban la nobleza de su corazón. Así era
Chocolate con todos los que lo rodeaban: fidelidad, hasta con Mandarina que en
ocasiones le mordía las orejas.
Mandarina
era perezosa, pero tenía sus momentos de laboriosidad, eran
aquellos días en los que con Chocolate espantaba los ratones de la cocina,
aunque sus pasatiempos favoritos eran holgazanear y ser alimentada. También
servían de vigilantes en las tardes, ya que siempre estaban dispuestos a avisar
de los peligros. En las noches descansaban un poco, aunque ambos dormían con un
ojo entreabierto.
Vivían
en dos plantas, amplias habitaciones iluminadas por la luz del sol, espaciosos
jardines, patios centrales. Una decoración sobria, muebles de madera que
Bonifacia había heredado de su abuela. Las paredes blancas, adornadas con
retratos o paisajes que Bonifacia había pintado en su juventud. Las
habitaciones invitaban a quedarse, al descanso, siempre limpias, con ventanales
al patio. Una biblioteca al finalizar el pasillo era el lugar favorito de
Martina. Allí, Martina, Mandarina, Chocolate y Bonifacia eran felices. En los
arboles del patio susurraba el viento, que se hurtaba las fragancias de otros
jardines para esparcirlas en el de
Bonifacia. Caían las flores del guayacán, cubriendo todo de ese amarillo
encendido, los rosales inundaban con su dulce aroma el vecindario.
Una
noche, tranquila al parecer, mientras todos dormían, unos ruidos extraños
alertaron a Mandarina y a Chocolate. El barrio había sido lugar de paz
hasta ese momento. Eran unos hombres armados, vestidos de negro, que habían
llegado a la puerta principal. Ocultaban sus rostros tras unos pasamontañas,
solo se veían sus ojos llenos de rabia… maldad. Uno era bajo, rechoncho, el
otro delgado, alto, un poco torpe. Mandarina y Chocolate, que eran muy
inteligentes, lograron despertar a Bonifacia y a Martina. Ellas se dieron cuenta del peligro que
corrían y se escondieron en el desván. Este par de inseparables amigos lograron
salir por una puertecita lateral para alertar a los vecinos; al salir ésta crujió asustando a los bribones, pero
cuando voltearon no vieron a nadie. Bonifacia era amigable y querida por las
personas que la rodeaban. Chocolate ladró en la primera puerta que encontró.
Como nunca los veían solos, mucho menos a altas horas de la noche, se dieron
cuenta de que algo pasaba. Varios vecinos llegaron a casa de Bonifacia; los
ladrones estaban dentro, dándose un gran festín. Tenían prisa, pero estaban
hambrientos; ya con el botín listo, se acercaron a la cocina; no pudieron
evitar abrir la nevera y las alacenas, maravillados con los dulces olores.
Fueron apresados por los vecinos, atados provisionalmente con una cuerda
mientras llegaba la policía y llevados a la prisión unos buenos años.
Después
de este suceso, se formó la primera guardia vecinal, que se turnaba para dar
ronda por el barrio. ¿Adivinen quiénes eran los principales vigías?: ¡pues
claro! Mandarina y chocolate.
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