Érika Ramírez Levín
Tuve que detenerme
y agudizar mis sentidos. «¿Dijiste algo?», pregunté en voz alta y me mantuve
atenta a las copas de los árboles. Nada. Dejaron de mecerse y de nuevo todo
quedó inmóvil, en silencio. Esa mañana de enero estaba más fría que las de días
anteriores. Apreté los puños dentro de las bolsas de la chamarra y moví la
cabeza negando la idea que me llevó a creer que querías comunicarte conmigo.
«Qué tonta», musité y continué mi camino, cobijada por la obscuridad matutina,
sintiendo una cascada salada brotar de mis ojos. Anduve en silencio los quince
minutos en promedio que me tomaba regresar de la escuela tras haber dejado a mi
hija y en algún punto de este trayecto mi mente se perdió:
—¡Ay! ¡Cómo se me
antoja un cafecito! —dijo una voz desde la recámara principal un domingo en la
mañana, hace poco más de treinta y cinco años.
—¡Vooooooy papá!
¡Yo te lo preparo! —contesté emocionada desde mi habitación, porque solo yo
sabía prepararlo como te encantaba (o al menos eso me decías).
—¡Gracias,
hija! —respondiste con un gesto triunfal
mientras seguías recostado en la cama viendo el fútbol en la televisión.
Me enjugué las
lágrimas y sonreí ligeramente, pues eso sucedía un domingo sí y otro también
cuando aún mi mamá y tú seguían juntos y vivíamos en casa de Leopoldo, mi
abuelo materno.
Subí los cinco
pisos del edificio donde vivimos mi hija, nuestro perro y yo, y abrí la puerta
del número diez jadeando por la falta de aire. «¿Cuándo vas a retomar el
ejercicio?», me recriminé recordando cómo subías esos mismos cinco pisos
haciendo carreritas con tu nieta y, sin un ápice de cansancio, llegabas al
último escalón. Cerré con llave. Mi hija ya estaba en sus clases y yo tenía que
conectarme al trabajo a pesar de la apatía y el dolor que traía atravesados en
el pecho.
Me senté en el
escritorio frente a la computadora mordisqueando la pluma con la que intentaba
tomar notas del reporte que se proyectaba en la pantalla, pero otra vez me
trasladé al pasado: tenía unos once años y entré corriendo a su recámara para
encontrar a mi hermanita de unos cuatro años sentada junto a mi mamá que estaba
tumbada en la cama, llorando, mientras tú llenabas unas maletas con ropa y
otras cosas que ibas sacando del clóset.
—¿¡Nos vamos de
viaje!? —grité exaltada—. Mamá, ¿por qué lloras?
—No, tu papá se…
—y calló.
—¿Papá? —pregunté
desconcertada volteándote a ver, mas continuaste guardando tus cosas sin mirarme
o responder, como si te urgiera acabar lo más pronto posible.
De ahí… negro; no
recuerdo más, ni cuando saliste de la casa con las maletas ni lo que sucedió
después en la habitación con mi madre y mi hermana.
Vivíamos junto con
mis abuelos maternos en la casa que Leopoldo diseñó y construyó tras concluir
sus estudios de Ingeniería Civil en la UNAM. Era una construcción muy grande. La
planta baja la habían acondicionado como departamento para ustedes, con el
espacio antiguo de la sala dividido ahora en dos para su estancia y comedor; el
área del cenador anterior se había cerrado para formar la habitación principal
y lo que solía ser el antecomedor también la cerraron para crear otra recámara.
Al fondo, en lugar de pared, había un ventanal enorme teniendo en medio una
gran puerta corrediza de vidrio que daba a un jardín muy amplio, en bajada,
donde aprendí a andar en bicicleta aventándome en esa resbaladilla de
pasto sobre el aparatejo gigantesco marca Benotto que en ese entonces
pesaba mil veces más que yo, con un respaldo larguísimo de piel blanca unido al
asiento, también largo, para terminar aplastada una y otra vez por el metal con
llantas a falta del equilibrio que no conseguía dominar.
En ese mismo
jardín solías colgar en los tendedores unas cobijas gruesas en donde, con
grapas o no sé con qué, acomodabas en un pequeño cuadrado globos inflados para
que practicara mis tiros con tus dardos. ¡Cómo me encantaba cuando eso sucedía!
Recuerdo los consejos que me dabas sobre la mejor forma de agarrar el jáculo,
la fuerza y la altura con que debía arrojarlo, y la emoción que sentía en el
momento justo en que la punta filosa hacía explotar al pequeño cuerpo ovalado
relleno con el aire de tus pulmones. Gracias a esto, en la feria del parque
cerca de la casa, los fines de semana siempre ganaba premios, contrario a
ocasiones anteriores en que lo más que había logrado alcanzar mi dardo fue un
árbol que estaba detrás del puesto y por lo cual el dueño del juego me dio un regalo
porque: «Al menos le atinaste a algo», dijo. Hoy se me pone la piel chinita de
pensar en que pude haberle atinado a alguien. ¡Qué horror!
Se compartía una
cocina del tamaño de mi departamento actual, que estaba en una esquina de la
casa y que conectaba a la planta de abajo, mediante una escalera de caracol, hacia
arriba con el piso donde vivía mi abuela y hacia abajo con un sótano del tamaño
de, fácil, la vivienda de mi hermana.
En el tercero y
último nivel, en una especie de estudio-departamento, vivía solo mi abuelo,
quien le llevaba veinte años de diferencia a mi abuela y, por lo tanto, hoy es
fácil comprender el abismo en el que se encontraban después de treinta años, o
más, de matrimonio.
El episodio de la
recámara viéndote hacer maletas se confunde con otra escena en donde están
ambos, tú y mi mamá (supongo que tiempo después), sentados en la sala,
platicando con mi hermana y conmigo. Hay demasiados nubarrones en mi memoria y
frases como «Siempre seremos sus papás» o «Juntos o separados las queremos
igual» se logran colar en este mar de confusión que fue esa etapa de mi vida
repleta de pérdida y angustia. Corrí a la cocina. Mi abuela estaba sentada,
como solía, en su banco junto a la estufa al lado de una mesa de trabajo larga
y cubierta de frijoles que limpiaba de piedritas. Me abracé a ella llorando y
sollozando. «Ay, hijita, ya te dijeron».
Quién diría que
dos años más tarde mi abuela fallecería tan joven, ni sesenta años, víctima de
un infarto, cúspide de una vida solitaria, triste, llena de dolor y
resentimiento por haber perdido al menor de sus tres hijos en un accidente
casero cuando este tendría no más de cinco años. Mi abuela, que se convirtió en
mi guía, en mi apoyo, en mi hombro para llorar cuando tenía preocupaciones. Mi
abuela, que tomó la decisión de salirse de la casa poco tiempo después de que
se fuera mi papá, por el maltrato psicológico que mi abuelo le proporcionaba
desde muchos años atrás, yéndose a vivir con su otra hija con quien en realidad
nunca se sintió tranquila ni en confianza. Mi abuela, que sucumbió un año
después de haber decidido luchar por su bienestar.
Y quién hubiera
podido predecir la resistencia que habría tenido mi abuelo para sobrevivirle
varios años más, marginado en su estudio hasta que su independencia se vio
comprometida por la edad y unos sobrinos lo recluyeran en una casa de reposo, falleciendo
casi a los noventa años, dejándonos a mi mamá, a mi hermana y a mí viviendo en
ese caserón.
Un timbrazo fuerte
y sorpresivo me sacó de mi ensimismamiento haciéndome brincar sobre la silla en
la que estaba tomando notas. El perro comenzó a ladrar tan fuerte y agudo que
terminó por regresarme al presente. Pregunté por el interfono y era el señor
que recolectaba la basura. Le dije que bajaría al día siguiente.
Me seguí a la
cocina por un refrigerio, pero en el camino desvié la mirada hacia la
fotografía que tengo de ti sobre la mesa en donde también está la urna con las
cenizas de mi mamá, quien falleció a los cincuenta y nueve años, llevándose con
ella el yugo que mantuvo sobre mí desde niña y la decepción que le generé por
no cumplir con sus expectativas de vida. Hoy en día me sigo sintiendo mediocre
y un vivo ejemplo de lo que es el fracaso, tal como me hacía sentir cuando
vivía: «Tú y tus pensamientos mágicos», me repetía, como si cada palabra
que salía de mi boca fuera un absurdo patético e irracional, contrario a mi
hermana que de solo verla le brillaban los ojos de orgullo: «Es una cabrona,
una rebelde; ¡me encanta!», solía decir.
¿Qué tan cierto es
lo que los padres les cuentan a los hijos? ¿Qué de todo son manipulaciones para
caer mejor o mentiras para ganar puntos por sobre el otro? Mi mamá
siempre dijo que trató en varias ocasiones de recuperarte sin saber que tú ya
habías dado vuelta a la página. Y entonces, ¿por qué no fuiste claro con ella y
te dejabas seducir?
En esa misma sala
en donde nos anunciaron su separación, tiempo después estábamos mi hermana y yo
sentadas frente a ti. Dijiste que nos contarías algo importante y, sin previo
aviso ni señal alguna, nos soltaste la bomba de que tenías otro hijo de seis
meses de edad. La frase aquella que reza: «Sentí que me cayó un balde de agua
helada» se queda corta en comparación a lo que experimenté al escuchar esas
palabras. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Con quién? ¿Por qué? ¡Ni siquiera sabíamos que ya
estabas saliendo con alguien más! Mi cabeza se llenó de preguntas, de dudas, de
sinsabores. Mi hermana y yo subimos desconsoladas a cobijarnos bajo las alas de
mi mamá a quien, según percibí, también la golpeó fuerte la noticia. Mi
hermanita gimoteaba y repetía: «¡Mi papá ya no me va a regalar más juguetes!».
Terminé de
prepararme el emparedado y regresé al escritorio. «¡Vamos, concéntrate!», me
dije en un intento de recuperarme. Di la primera mordida y ¡PUM! Me sacudió el
recuerdo de ti llevándome a la escuela. En ocasiones, cuando no tenías cambio
para que yo comprara algo en la cooperativa, me ofrecías el sándwich que
yo sabía que te preparaba Beatriz, tu pareja, esposa o lo que haya sido en ese
momento. Nunca lo acepté; prefería pedir prestado.
Después del
anuncio de tu nueva familia, mi hermana y yo tomamos caminos distintos. Yo
elegí no conocerlos. Sentía que le debía eso a mi mamá a manera de solidarizarme
con ella por la traición que sintió. Mi hermana, en cambio, sí los conoció y
convivió con ellos en varias ocasiones. Jamás se comentó esto con mi mamá; solo
ubico su actitud seria y distante al regresar mi hermana de esas visitas. Tampoco
recuerdo algún comentario a favor de que yo no los frecuentara, así es que
nunca supe a ciencia cierta su sentir, aunque sí logró que las razones de mi
decisión se tambalearan.
Conforme el tiempo pasó, fue evidente la distancia que se marcó entre nosotras y nuestra familia paterna. De forma gradual, a las fiestas, reuniones familiares, paseos, viajes y demás eventos como Navidades y Años Nuevos, quienes iban contigo eran tu esposa y tus otros dos hijos (dos años después tuviste otra hija) y no nosotras, dado que yo me mantuve por muchos años sin querer conocerlos. ¿Por qué, entonces, no iba mi hermana siempre con ustedes? No lo sé, no lo recuerdo, pero también la marginaron.
Lamento en el alma
esto por ella, porque si de por sí las vivencias que tuvo contigo en su
infancia fueron escasas, con esto se reafirmó la brecha tan infinita que se
abrió entre ambos. Sin embargo, ¿a quién le debió corresponder encontrar una
solución? ¿Al adulto que propició el enredo o a la niña que no supo reaccionar
ante la deslealtad de su padre al no involucrarla a ella y a su hermana en el
camino previo a esos seis meses de que había nacido su tercer hijo? A la fecha
sigo sin una respuesta. Se juzga fuerte a los padres, pero cuando se es uno,
los colores toman nuevos matices que ni siquiera sabíamos que existían. Lo que
es un hecho es que nadie me preguntó qué sentí o por qué reaccioné así; solo se
me juzgó y se actuó en respuesta con la única variable a la que el ser humano
accede al no saber qué hacer: lejanía.
Lo que sí reconozco
es que intentaste mantenerte presente en nuestras vidas. Aun cuando llegabas
tarde, procuraste vernos cada sábado para comer e ir al cine o dar un paseo por
alguna plaza. ¿Por qué sabiendo que estabas con nosotras, pocas horas, Beatriz
te llamaba o te mandaba mensajes? No lo sé, pero tus respuestas monosílabas con
un tono de voz casi imperceptible, tu modo de ladear el celular a fin de
ocultar la pantalla, me marcaron de una forma que solo tiempo después, en mis
relaciones personales, supe que lastimaron mi confianza; era como si esa
sensación desagradable se hubiera tatuado en mis poros y cada que ocurría una
acción similar, exudaba ese recelo antiguo.
¡Las once! ¡La
junta! ¡El reporte! Conecté los audífonos a la máquina y me enlacé a la
reunión. Abrí la presentación, preparé las cifras que me tocaba exponer y
navegué por mis mensajes en busca de los datos que mi jefe me había enviado
días atrás. La prisa nunca ha sido la mejor aliada y por más que subía y bajaba
los mensajes del celular, no encontraba la conversación que estaba buscando. En
un nuevo intento, deslicé hacia arriba mi dedo con un impulso mayor al deseado
hasta que los mensajes se detuvieron en el remitente: «Papá». El último mensaje
que se leía era del dos de diciembre, un mes atrás: «Hola hija, ¿qué le
puedo regalar a Atenea?». El cumpleaños de mi hija era el cuatro. La
punzada en el corazón, el vuelco en el estómago, la falta de aire… todo hizo mella
en mí: me sentí mareada y desubicada. «¿Casandra? ¿Estás ahí?», escuché por los
audífonos. «Sí, sí, una disculpa, debió fallar el internet», respondí con el
típico pretexto al que todos recurríamos en la actualidad.
Terminó la reunión
y retomé el celular. Navegué por otros mensajes que habíamos intercambiado. Al
final sí conocí a tu familia cuando tenía como diecinueve años porque decían que
mi abuela paterna estaba muy enferma y quizás fuera la última reunión en que
pudiéramos estar todos juntos. Por fortuna esto no fue así y vivió muchos años
más como la matriarca que era a falta de su esposo al que, por cierto, jamás
conocí. Aquel debió ser un golpe fuerte para ti, para ustedes como hijos al
perder a su padre tan jóvenes.
No obstante, jamás
se creó un vínculo entre tus hijos y nosotras, o bueno, y yo. No los culpo. De
seguro no saben la verdad y, si la saben, no tienen la foto completa y
solo cuentan con la versión que tú y su madre les brindaron a conveniencia. La
ventaja fue que pudimos coincidir con la familia en celebraciones o reuniones
domingueras y que, cuando ibas solo, eras el mejor padre y abuelo que alguien
pudiera desear.
A pesar de todo,
papá, hiciste un buen trabajo. Tu hijo hoy en día está haciendo un posgrado en
el extranjero, tu hija terminó su carrera y supongo que ha de estar trabajando.
¿Nosotras? Somos fuertes, estamos luchando; sí, quizás quebradas, laceradas… a
veces rotas, pero dicen por ahí que sobrevivir a esta vida tampoco está tan
mal.
Abrí el grupo de WhatsApp
que teníamos mi hermana, tú y yo, y regresé en el tiempo al diecinueve de
diciembre: «Hola hijas, ya regresé de Huatulco. Llevaba un catarro de cinco
días y allá se me incrementó la tos, el dolor de cabeza y desde el sábado he
tenido fiebre. Hoy me fui a realizar la prueba a la farmacia y…». Debajo del
texto venía una imagen del resultado del estudio: Antígeno (Ag) del SARS-CoV-2
POSITIVO.
Te preguntamos
cómo te sentías y cómo estaba tu oxigenación. Respondiste que tenías
escalofríos incontrolables, dolor de cuerpo y cabeza y la fiebre no cedía. La
oxigenación estaba al noventa por ciento. Te pedimos mantenernos informadas. Mi
hermana, para mi sorpresa, te escribió: «Te queremos mucho» y algo se estremeció
en mi interior. Respondiste: «Yo también hijas» y nos mandamos caritas con
corazones y besos.
Dos días después,
a pesar de habernos estado reportando que te sentías mejor, nos escribiste: «Ya
no fue así, se me bajó mucho la oxigenación y me van a llevar al hospital». «Ánimo
pa, todo va a estar bien, tú puedes contra el bicho», te respondí, y mi
hermana complementó: «Te queremos mucho… mucho, mucho». No tengo idea qué habrás
sentido, pero agregaste: «Sí, hijas. Beatriz o Cecilia las mantendrán
informadas, ok? Las quiero mucho también». Tu nieta, al saber esto,
de inmediato te mandó un mensaje privado, pidiéndote que salieras adelante para
enmendar esa lejanía que en muchas ocasiones también imperaba entre tú y ella
porque, siendo honestos, siempre diste prioridad al tiempo con tu familia por
sobre nosotras… por sobre ella. Ya no lo leíste.
Lo que siguió ni
siquiera me es posible contarlo sin tener lagunas mentales o confusión en el
detalle de los eventos. Todos nos trasladamos al hospital a acompañarte desde
la calle, ya que, por el tipo de enfermedad, no podíamos pasar a verte. Solo a
tu esposa le daban acceso para informar sobre tu situación, la cual se tornaba
cada vez más grave y compleja con las horas. «Trajeron muy tarde al paciente», «Falla
múltiple de órganos», «Pulmones cristalizados», «No le son suficientes los
tanques de oxígeno»… ¿Qué hacer con esas frases cuando te niegas a reconocer
que son sobre alguien a quien amas y con quien dos semanas atrás festejabas el
cumpleaños de tu hija?
Esa misma tarde tu
vida se apagó al tiempo que la mía se destrozó. Escuché perfectamente a mi
corazón quebrarse en mil pedazos salpicando de vacuidad mi existencia. ¿Qué
carajos voy a hacer sin ti? ¿Cómo demonios se reacciona ante una noticia de esa
magnitud? ¿De qué manera quieren que continúe sin tu guía o tus palabras de
aliento impulsando mi realidad? Mi tía,
unos días después, mientras yo vaciaba mi tristeza en llanto, me dijo: «Ay,
hija, y luego ustedes que ya habían perdido a tu papá una vez».
La ventaja es que
nos pudimos despedir de ti. No sé cómo tu esposa arregló para que nos dejaran
pasar a verte antes de llevarte al crematorio y lo agradezco con todo mi ser.
¡Qué diferentes son el cuerpo y el alma! Tu alma quedó impresa en la mirada de
las fotografías que guardo de ti, en tu sonrisa siempre discreta pero tan
expresiva que aún reconforta al verla. En cambio, tu cuerpo inerte, alejado ya
del sufrimiento, ajeno a tus continuas migrañas, me sacudió de forma inaudita.
Tenías los ojos cerrados. Cuando ingresaste le hiciste jurar a Beatriz que no
autorizaría que te intubaran; en el fondo sé que creías que intubarse era el
último recurso de lucha, pero también el preludio a darse por vencido. Por eso,
cuando firmaste para que procedieran a intubarte un día después, debiste haber
estado al borde de la desesperación, jalando aire con todas tus fuerzas para
seguir viviendo, pero ya agotado de dar todo de ti. ¡Ay, papá! Tu cara me lo
dijo cuando te vi, lo supe y sufrí contigo. Nos despedimos con palabras y con
pensamientos, al unísono, tomadas de la mano llorando tu partida.
Aventé el celular
al sillón reviviendo ese día y, en un instante, lloré la muerte de mi mamá hace
once años, de mi abuela materna, mi divorcio y la tristeza de ser testigo de
una felicidad ajena, la frustración de sentir que nunca fui suficiente, la aterradora
maternidad que amo, mi creciente soledad… tu pérdida.
Siento esta
opresión en el pecho que no me abandona, quiero suspirar desde hace varios
días, jalo aire hasta que mis pulmones se sienten reventar y no logro ese
alivio característico. Hoy estás tan vivo en mi memoria que no tiene cabida el
concepto de tu muerte. No tengo la fortaleza para aceptar que ya no estás y
envío al fondo de mi conciencia esta necesidad amarga de querer escribirte o
llamarte; trasciende en mis noches el impulso de revisar el celular con la
esperanza de ver algún mensaje tuyo y te hablo en voz baja para saciar esta
exigencia de mi alma por comunicarme contigo.
La novia de mi
hermana nos dijo que estás en el viento, en el aire que sopla y que transmite
tu presencia. Por eso me detuve, para escucharte, para sentirte, para abrazarte
y que me abrazaras, pero no fuiste tú. No puedo papá, no puedo con tu ausencia.
Te extraño tanto. Por favor, te lo suplico, ven a verme en los vientos de
febrero, en las ráfagas de aire de marzo o de agosto impregnadas de ti, que yo,
envuelta de esperanza, te estaré esperando en la siguiente brisa.
Me conmovió mucho este relato, pero además me gusta mucho cómo en pocos párrafos vemos ante nuestros ojos la historia de la autora: no sólo relata su vida desde la infancia, sino que va modulando la voz narrativa acorde con los pasajes que relata: se percibe la inocencia de la niña, el coraje y la incertidumbre de la adolescente, y la ambivalencia y madurez de la mujer. Creo que es un gran acierto que el fallecimiento de su padre no "pinte de rosa" toda su vida, sino que es capaz de ver en todos sus matices la historia de su papá y su compleja (y humana) relación con él.
ResponderEliminarEnganchada desde el principio de la lectura... una narración valiente y emotiva.
ResponderEliminarConmovedora y fuerte naarrativa. La perdida de un ser querido es un proceso difícil que no siempre vemos reflejado a detalle como en esta ocasión, en que nos vemos inmersos y sentimos el mismo dolor que la autora nos quiere comparti. Todos tarde o temprano pasamos por esto y es favorable el sentirnos acompañados en estas situaciones. Felicidades
ResponderEliminarQué emotiva lectura, escrita de una manera que no quieres detenerte ni a tomar agua. Valiente y llena de vivencias tristes que admira cómo es que alguien pueda pasar por tantas cosas sin enloquecer, mucha fortaleza. Pero también qué huella tan grande del Papá quedó en la autora, que cierra de una manera maravillosa diciendo que cada día lo está esperando. Me encantó la lectura, una delicia cada párrafo y aunque son hechos muy fuertes y tristes, se transmiten de una forma perfecta. Gracias por compartir
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