Rosita Herrera
La lluvia
arreciaba, el viento silbaba y limpiaba todo lo que había a su paso en la
desolada estación de un pueblo cercano a Chillán. Allí se encontraba Martín
viendo cómo se alejaba el tren de las cinco de la tarde con destino a Santiago,
hasta convertirse en un diminuto punto perdido en la inmensidad.
Era un hombre
alto, frisaba los setenta años, vestía un abrigo gris marrón de gabardina,
zapatos de buen cuero negro y un sombrero del mismo color que su sobretodo.
Se paró de pronto
con ayuda de su bastón y luchando contra la fuerza del viento se enderezó y
comenzó la marcha con destino a la panadería y luego a su casa.
Desde que dejó de
trabajar como profesor en una escuela vespertina, sus días se componían de
pequeñas actividades que conformaban una rutina amable que lo sacaba de
pensamientos autodestructivos y agobiantes, pero, aun así, el pasado lo
visitaba muy a menudo y le era difícil no acudir a su llamado, pues había
miedos no resueltos.
El viento tibio en
la cara lo hacía feliz, también el recorrer algunos kilómetros con la ayuda de
su bastón, una suerte de sumisa compañía y mudo auditor de sus contradicciones
cotidianas que, desde hacía un tiempo, manifestaba en voz alta. El ir a la
estación de trenes era, dentro de su rutina, uno de sus momentos favoritos. Los
trenes significaban para él algo así como el desapego a la vida, el marcharse
de un lugar sin mirar atrás, una sensación de libertad exquisita y temeraria.
Había estado
privado de ese dichoso bien en su juventud, diecisiete años tras las rejas por
una estupidez, sintiose atrapado en un vertiginoso camino de incertidumbre y argumentaciones
existenciales como lo era la efímera seguridad que da el poder, el dinero y el
deseo de integridad que él siempre había admirado en algunos seres que vinieron
al mundo con ese chip de la consciencia incorporado.
Era un muchacho
lleno de sueños que quería surgir a costa de esfuerzo y constancia en sus
labores docentes, admirador de los grandes escritores rusos quienes le habían
mostrado las desigualdades de la vida y cómo a veces la nobleza no nos sirve
para nada, pese a ello, lograba siempre encontrar un resquicio humano de bondad
y esperanza que lo alentaba a seguir el camino recto, aquel que sus padres le
imponían como un dogma…, pero no, no era eso lo que él buscaba, no era la
simpleza del castigo o la recompensa, era la maravilla de la libertad, de la
despreocupación, aquella sensación de saber que todo tiene un orden y está
atado a leyes universales que debemos respetar, no porque el castigo apremie,
sino porque se es un sabio conocedor de la fortuna y los hombres superiores velan
por la suya.
Transcurría el
invierno de mil novecientos cuarenta, había conseguido trabajo en una escuela
pública de una localidad minera llamada Coronel, a treinta y dos kilómetros de
la ciudad de Concepción en el sur de Chile. Este pueblo que se caracterizaba
por una historia de lucha contra el abuso y la explotación laboral gozaba de
los más grandes contrastes: la abundancia, aquella riqueza desbordante y, por
otro lado, la carencia, que duele y da rabia de tanta fealdad en sus muros,
suelos y olores. Había un tercer mundo, el que desde la neutralidad permitía
apreciar las discrepancias y hacerse partícipe de ambos sin comprometerse con
ninguno.
Los niños llegaban
cada mañana en condiciones paupérrimas a calentarse en el fuego de la pequeña
salamandra que entregaba su tibieza a no más de quince por día, los que
asistían en forma intermitente a gozar de una habitación templada y de un
alimento caliente que cayera a sus estómagos.
Martín procuraba
ser parte de esa fracción amable del día y, además, estimular sus sueños
tratando de incorporarlos en un viaje imaginario a través de sus escritores
favoritos.
El joven era
apuesto y muy cálido en el trato, esto despertaba la simpatía de los jefes y la
envidia de sus pares.
Ya terminaba la
jornada del día viernes y una vez que todos sus pequeños discípulos se habían
retirado, se disponía a ordenar el salón de clases, cuando de pronto ve la
sombra imponente del director de la escuela:
―¡Martín! ¡Qué
bueno que no se ha ido! Necesito hablar con usted y cumplir con un gran amigo.
―Junto con decirlo se sentó en una pequeña silla que desapareció bajo su
descomunal figura y grueso abrigo, al que acompañaba su atuendo un sombrero elegante
y un maletín de cuero café―. Lamento venir a última hora, pero es que el día ha
estado muy ajetreado.
―No se preocupe,
don Bernardo, lo entiendo perfectamente, pero… dígame, ¿en qué lo puedo ayudar?
―Mira, hay una
persona con mucho poder en el pueblo de
Lota, don Matías, nos ha ayudado en el mantenimiento de esta escuela y podemos
seguir contando con él para lo que necesitemos, su empresa carbonífera está
progresando mucho y ha traído la modernidad a estas tierras, tiene dos niños en
edad escolar, por lo que me ha pedido que le recomiende al mejor maestro que
conozca y, sin dudarlo, pensé en ti.
Martín sintió que
un frío intenso recorría su espalda, si bien él quería surgir a costa de su
esfuerzo, no le interesaba codearse con la aristocracia del país, puesto que
sabía que era un germen corrosivo que se insertaba en las capas más bajas de la
sociedad carcomiendo sus energías y destruyendo sus vidas sin ninguna
clemencia. Pese a ello y viendo la necesidad de su jefe por complacer a su
amigo, no tuvo más remedio que aceptar su pedido.
―La verdad, don Bernardo,
es que lo haré por usted ya que mi tiempo es escaso. No solo trabajo acá,
también ayudo a mi padre con los asuntos de la iglesia, pero hablaré con él.
Martín sintió
rabia consigo mismo por no haber tenido la entereza de rechazar la petición,
pero es que la oferta laboral era tan escasa en lugares alejados de la capital
que temió a las represalias indirectas de don Bernardo que a la larga podrían
desencadenar un despido.
Volvió a su hogar
cabizbajo, a su paso se veían mocosos corriendo por las calles, sin zapatos y
con la ropa raída viendo la oportunidad de darle un «zarpazo» a algún distraído
transeúnte que llevara descuidada su billetera. Niños que ya no eran niños, una
extraña dicotomía que era consecuencia de una sociedad injusta e irresponsable.
Al llegar a su
hogar encontró a su padre leyendo el capítulo del sermón muy ensimismado,
apenas se percató de la llegada de Martín. Este pasó raudo a la cocina a hurgar
en las ollas de su madre quien preparaba la cena, ya prontos a recibir el
sábado, solo faltaba la presencia de su querido hijo.
―¡Martín, hijo!
¡Justo llegas para la comida! ¡Qué alegría! Tendremos que preparar el sermón de
mañana. ―Acto seguido, lo abraza muy fuerte y le palmotea la espalda.
―Padre, no podré
asistir mañana a la prédica, lo siento, pero tengo un compromiso de trabajo que
fue imposible eludir. ―Baja la mirada y se dispone a ayudar a su madre.
Al día siguiente,
se levanta muy temprano, a regañadientes con la vida, ordena sus libros y se prepara
para salir. En Lota lo estaría esperando don Matías, en su gran casona.
«Seguramente es un
magnate dedicado a maltratar gente y a explotarlos hasta el desfallecimiento
con la sola idea de crear su propio imperio. Siempre me pasa lo mismo, digo sí
cuando quería decir no. Qué mal me siento, solo he venido por cumplir. Martín,
Martín… así nunca te podrás convertir en un hombre virtuoso…».
Eran casi las ocho
de la mañana cuando bajó del incómodo bus, al poner los pies en la carretera se
dio cuenta de que estaba escarchada y de que el viento era despiadadamente
helado. Se arrebozó en su abrigo lo que más pudo y se dispuso en dirección a la
mansión de don Matías.
Desde el gran
portón de entrada hasta la casona había que caminar aproximadamente un
kilómetro, que no advirtió debido a que en el trayecto ensayaba su presentación
con respecto a su persona y a la cátedra que impartiría a los niños. Al llegar,
sintió una profunda admiración por la fineza y belleza de la construcción, el
lugar en sí era una gracia divina, la
abundancia se precipitaba en cada rincón, cualquier esfuerzo humano de los que
había visto por lograr la armonía en una construcción era un irrisorio e inútil
atrevimiento de aquellos que no conocían la exuberancia en la tierra y… él se
sentía tan pobre y pequeño, pero… no, eso era la primera tentación de satanás,
un espejismo de la banalidad.
Se reincorporó y
dejó atrás sus cavilaciones.
Un señor alto y
bien parecido salió a su encuentro, se notaba un hombre de mundo, pero también
se veía en él aquella experiencia que no es regalada, sino fruto de una vida
llena de esfuerzo y sacrificio.
―¡Martín! ¡Qué
gusto! Te estaba esperando. Bernardo me avisó ayer que venías y me alegró mucho
la noticia ya que un profesor con tu preparación y dedicación es difícil de encontrar
por estas tierras. ―Le da la mano muy afablemente y le indica que entre, dirigiéndolo
a su oficina.
Martín, hablando
con monosílabos, lo sigue en su recorrido.
Nuevamente las
contradicciones inundaban su vida, aquel hombre no tenía nada de despiadado ni
de déspota, todo lo contrario, era muy amable y la paga que recibiría sería mucho
más grande de la que él había estimado.
―¿Te parece bien,
Martín? Sé que la vida está difícil así que si lo consideras poco solo dímelo.
¿Qué si le parecía
bien?, pensó, lo que recibía en la escuelita era una propina en relación a lo
que obtendría por enseñar en esa gran residencia.
Martín se despidió,
pero antes de que se fuera, don Matías lo invitó a conocer su casa y a las
personas que vivían en ella. En aquel paraíso se divisaba a lo lejos a una niña
y un niño de aproximadamente nueve y doce años, corriendo por el jardín. La
servidumbre se dedicaba a sus labores con mucha alegría, todo iba perfecto en
aquella casa, don Matías no era el hombre cruel que se había imaginado… o lo
ocultaba muy bien. Al dirigirse a la puerta principal, pasó por fuera de una
sala donde había una enorme biblioteca, un hombre relativamente joven lo miró
con sorna, salió a su encuentro y con bastante gracia y dominio de sus gestos
inclinó la cabeza y le hizo una reverencia. Martín muy confundido no supo qué
hacer y solo atinó a mirarlo atisbando una sonrisa.
En el camino de
vuelta a casa reflexionaba sobre lo acontecido y si bien se había llevado una
gran sorpresa al darse cuenta de que don Matías era un personaje muy
respetable, aquel que apareció de súbito, al final de la visita, le había
dejado una desagradable sensación de vulnerabilidad, y es que los débiles pueden
ser presa fácil de los poderosos cuando estos combinan ambición con afabilidad,
pero… ¿Por qué le atemorizaba esto? ¿Será que la vida pretendía mostrarle el duro
contraste entre la integridad y la corrupción?
Transcurrían sus
días entre la escuela, la iglesia y la casona en Lota. Todo iba de maravilla,
con lo que estaba ganando podría independizarse muy luego, aunque esto a sus
padres no les alegraba, sentía que ya era tiempo de poder tener una vida que le
permitiera desarrollar una mayor conciencia y así poder tener sus propias ideas
con respecto a ella.
Desde niño había
estado inmerso en un mundo absurdo y lleno de contrariedades, el amor a Dios
debía ser la consigna, pero aquello conllevaba la gran mayoría de las veces el
odiarse a uno mismo, a su cuerpo, a sus emociones; la renuncia a sentirse bien,
negar sus deseos y ansias de libertad, apegarse a los seres humanos de una
forma dañina y castradora, tal como lo hacían sus padres con él. Muchas veces
se encontraba con la disyuntiva de querer romper las normas y mostrar el
malvado ser que habitaba dentro de él con el bueno, con el santo, con el
ejemplar hijo de mamá y de la iglesia, aquella que aborrecía y a la que se
había negado a ir por primera vez.
Un día de aquellos
en que debía ir a dar clases a la casa de don Matías, divisó nuevamente al
hombre resuelto y oscuro, estaba en el despacho de aquel, al verlo se
dispusieron en forma rápida y automática al saludo bonachón característico del
dueño de casa, pero no sabía por qué extraña razón se respiraba nuevamente la vulnerabilidad
que había sentido en aquella ocasión.
―¡Qué tal, Martín!
¡Te estábamos esperando! ―Se paró de su escritorio y se acercó a la puerta de
su oficina para darle la mano y hacerlo entrar―. Te quiero presentar a mi
hermano, él ha venido a pasar conmigo una temporada, lo verás deambulando por
la casa, si te provoca con sus ironías, no le hagas caso, él es así, un
desenfadado con la vida, no le rinde cuentas a nadie ―lo dice mirando a su
hermano al mismo tiempo que carcajea.
―No se preocupe,
don Matías, yo he venido a trabajar y en eso me concentraré. Con su permiso,
los niños esperan la clase.
Salió muy
apresurado, ya era incómodo para él interactuar «con los de arriba» más difícil
se le hacía al estar siendo observado por una persona que escudriñaba en su ser
como para encontrar cualquier sesgo de debilidad y convertirlo en objeto de
soborno o de burla.
Cada vez que se
encontraba en aquella casa no dejaba de admirar sus lujos, le llamaba mucho la
atención aquel desprendimiento inconmensurable de recursos, pero no era tan
solo eso, no se notaba ningún tipo de esfuerzo, todo se manifestaba mágicamente,
¿quién o quiénes estaban detrás?, ¿cómo era humanamente posible tanto dinero,
en un contexto de dolor, escasez y esfuerzo? Ideas que colmaban su mente hasta
el instante de quedar embobado admirando «Paisaje de cordillera» de Valenzuela
Llanos, una pintura que se encontraba en el corredor que lo llevaba a la
biblioteca.
―Un gran pintor,
¿no crees? ―le habla al oído y lo acorrala con su presencia para luego hacerse
un lado y dejarlo seguir su camino.
―Sí, es uno de los
grandes, un provinciano que supo salir adelante haciendo lo que le apasionaba.
―Interesante cómo valoras
la vida, Martín, pero creo que hay que buscar la forma de disfrutar, ese «salir
adelante» no es un lema que me estimule tanto como aquel tópico literario que
sí me hace sentido: Carpe Diem y no hay más para mí. ―Se escabulle del
lugar haciendo nuevamente la reverencia elegante y graciosa que Martín había
admirado.
En cada regreso a
su hogar no podía evitar ver el contraste de la gente sufriente y la riqueza
desbordante; lo bello y lo feo; lo cálido y lo frío; lo execrable y lo seductor,
y él no quería ser parte de aquel Chile abominable, pero tampoco quería serlo de
aquella fracción que se enriquecía a costa de la explotación del bajo pueblo
mestizo.
Martín se culpaba
todos los días de su debilidad al sentirse atraído por ese mundo y en más de
alguna ocasión haber querido ser parte de ellos, a pesar de que su experiencia
de vida lo alejaba de toda candidez de pensamiento, no podía, muchas veces,
luchar con la ilusión de honestidad y camaradería que le ofrecían sus patrones.
Admiraba en su
interior el desenfado y elegancia de Joaquín, pero no le daba confianza… su
oscuridad lo descolocaba, nada bueno podía surgir al lado de él; don Matías le
proporcionaba aquella apertura a un mundo desconocido y desafiante que él tanto
anhelaba, todo era accesible en aquel lugar comenzando por apreciar una
excelente obra de arte y siguiendo con una abismante y actualizada biblioteca.
Al salir aquel día
de la casona, su patrón no estaba, había pasado por su oficina para despedirse
y le llamó la atención el desorden inhabitual de su despacho, entre aquel
desconcierto se atisbaba detrás de su escritorio una pintura de inestimable
valor ligeramente ladeada por lo que dejaba a la vista una caja fuerte
levemente abierta; se paralizó ante tal oportunidad, se vio tomando el dinero,
un dinero que a ellos no les hacía falta y ¡qué bien! les haría a tantos, pero
por qué Dios insistía en estas terribles pruebas de honestidad, se alejó
despavorido y quiso no haber entrado a ese lugar, una gran aflicción en su
pecho le avisaba que nada bueno se auspiciaba, al darse vuelta tropieza con
Joaquín y trata de disimular su turbación con un torpe saludo, hasta que por
fin se ve libre de aquel territorio que le hacía proyectar como en un espejo
toda su debilidad.
¡Qué diablos! ¡Qué
ocurrió! ¿Dónde estaba don Matías? ¿Por qué Joaquín salió a su encuentro y no
lo detuvo para preguntarle qué había pasado?
Llegó a su casa y
sus padres lo esperaban con sus rostros desfigurados y envueltos en lágrimas,
junto a ellos un oficial de policía con las esposas en la mano, sin dejar ni un
ápice de duda con respecto al acusado, revisaron su maletín y no había nada,
revisaron los bolsillos de su abrigo y… sí, metido entre medio de un periódico
que siempre llevaba doblado en los bolsillos de su abrigo, estaban los
documentos y el dinero «…,pero… cómo
llegó hasta mis bolsillos… la pintura… ¡Claro! En aquel momento, cuando
conversábamos, hubo un instante en que me acorraló…».
―¡Joven!, está
usted detenido, tiene derecho a permanecer en silencio…
―¿Me puede
explicar qué ocurre? ―Mientras, se dejaba esposar y miraba a sus padres con
cara de no entender nada.
―Se le acusa de
robo a la propiedad privada por haber extraído de la caja fuerte de don Matías
la suma de diez millones de pesos, entre dinero y documentos bancarios.
―No entiendo nada,
pero puedo explicarlo todo ―lo dice casi al borde de las lágrimas.
―Será mejor que no
me explique nada a mí, oiga. Hágalo al lado de un abogado y frente al juez.
Martín agachó la
cabeza y comprendió que no había nada que hacer. Al llegar a la comisaría
divisó a lo lejos a Joaquín que acompañaba a su hermano, ambos abandonaban el
lugar y al encontrarse con Martín, don Matías lo miró con pena y dolor, al
instante, Joaquín lo hace reaccionar y lo conduce hacia el vehículo.
«Pero qué
injusticia, ni siquiera un mínimo resquicio de duda, es decir, la vida nos
asigna un lugar de privilegio o de desventaja, que tenemos que cargar hasta la
muerte. No, no me quedaré tan tranquilo, intentaré hablar con él y explicarle,
no hay registro, ni testigos de que yo haya hurtado aquel dinero… a menos que …
¡Por supuesto! Joaquín…».
Al entrar a la
comisaría, el personal de guardia lo miró con compasión y se acerca a tomarle
la declaración un oficial a cargo.
―En qué lío te
metiste, cabro… ―Al terminar la oración levanta la mirada para ver su expresión
y corroborar sus sospechas.
―En ninguno,
señor, me quieren culpar de un robo que yo no he hecho.
―Mira,
lamentablemente, nos llegan muchos casos como este, y resulta que simplemente
se trata de desviar la atención pública hacia otros focos de tal manera que
algo ilícito ocurrido al interior de las grandes esferas, pase desapercibido.
Solo te puedo decir que, si no cuentas con un buen abogado, tendrás que pagar
con cárcel tu inexperiencia.
―Pero… a qué se
refiere con eso, señor, solo hablaba con ellos del trabajo que se me había
encomendado. ―Lo mira directamente a los ojos para demostrar su veracidad.
―En realidad, no
es necesario decir ni hacer nada. Ellos se dan cuenta cuando a las personas se
les abrillantan los ojos con el dinero, el gustito del poder, el soñar que uno puede
llegar a ser como ellos.
Martín se quedó en
silencio, y pensó en todas aquellas instancias en que deliraba ante la
magnificencia de aquel mundo. Se dio cuenta de que había sido objeto de estudio
para imputarle un robo que nadie cuestionaría. Inculpar a Joaquín era una tarea
imposible, pronto estaría fuera de Chile disfrutando del dinero que le hizo
creer a don Matías que él había robado y este, claro, privilegiaría a su
hermano.
Divisó la
panadería y recordó que los bizcochos de miel le encantaban y que la noche anterior
se había quedado dormido pensando en ellos. Ya era la hora en que abrían y no
podía más de la emoción al imaginar el sabroso té al contacto con la delicada
masa que inundaría de fragancia su hogar.
Los años en la
cárcel le enseñaron la simpleza de la vida, le mostraron que la integridad no
repara en circunstancias y no se apiada de los que dudan o sienten la lasitud
en su camino. Conoció a muchos como él que fueron entrampados para poder
encubrir crímenes mayores como la muerte de mucha gente producto de la
explotación laboral y de sus malas condiciones de vida… en fin, ya era libre,
había pagado con sus mejores años su brutal candidez y ya no quería seguir
enfrentándose a sus constantes enjuiciamientos.
Antes de llegar a
la panadería ve a un borracho que está con medio cuerpo sobre la acera, su
rostro se encuentra ensangrentado producto de la feroz caída.
«Pobre hombre, lo
ayudaré, quizá pueda encaminarlo a algún lugar».
―¿Lo puedo ayudar?
Si no tiene dinero le ofrezco pagarle un carro para que lo lleve a su casa. ―Lo
toma de la cintura e intenta ponerlo de pie.
―No te preocupes…
―Le incrusta la mirada y luego la baja para ordenar sus vestiduras, apareciendo
la sordidez de su sonrisa―. Dormiré en cualquier callejón…, Martín, estaré
bien.
Al oír su nombre
se da cuenta de que el borracho es Joaquín, viejo y miserable.
―Igual, no puedo
dejarlo aquí, al menos permítame llevarlo a alguna parte.
―Hmm… después de
lo que te hice sufrir… ―lo dice para sí mismo― Mi hermano nunca creyó que yo no
había tenido nada que ver, así que tuve que decirle la verdad: Aquel día, sentí
un gran disturbio en su despacho, la puerta de entrada estaba abierta, alguien
se había metido en su oficina, fui a ver y tú te encontrabas ahí, te pusiste
nervioso, podría haberte dado tiempo de explicarme lo que te pasaba, pero no
quise hacerlo, sentía envidia de la
admiración que Matías te tenía, se veía reflejado en ti, pero yo… había visto cómo
te atraía el lujo y la riqueza, sabía que en tu interior existía una lucha
constante entre el bien y el mal, veía tu resentimiento, pese a que lo
manejabas discretamente y presentía que en cualquier momento darías el zarpazo,
solo había que prepararte el escenario y, ese día, cuando entraron aquellos
delincuentes, te asomaste y yo te espiaba desde un rincón del pasillo, me di
cuenta de que ellos no habían alcanzado a robarlo todo, así que supuse que hurtarías
el resto. Me diste la oportunidad de reivindicarme y demostrarle a Matías que
eras peor que yo, pero fue imposible convencerlo, así y todo, no tenía pruebas
para señalar lo contrario y tampoco lo hubiera hecho, yo era su único hermano.
―¡Desgraciado! ¡Me
quitaste mis mejores años! ¿Qué diablos tenía que ver yo con todas tus
frustraciones? ¿Qué derecho poseías de truncar mi futuro? ¿Qué se creen todos
los de «tu especie»? ―Lo agarra fuerte del abrigo y lo deja en el mismo lugar
del que lo había recogido―. Solo me queda por decir que la vida me ha dado la
oportunidad de escupirte en la cara y hacerte ver que la nobleza es como un
roble, robusta, limpia y recta hasta el final, y si bien podemos dudar y
sentirnos débiles ante las banalidades de este mundo, la reflexión y una firme
convicción en nuestros principios siempre saldrán a nuestro encuentro.
Además, mientes
vilmente, no hubo delincuentes, tú robaste el dinero y esa era tu coartada, ya
me habías manchado horas antes, cuando me acorralaste frente a la pintura
¡Púdrete en tu maldad! Ya el caso está cerrado y, a Dios gracias, mi camino
está lejos del tuyo.
Martín entró a la
panadería en busca de los bizcochos y se dirigió a su casa para poder
disfrutarlos, el frío se hacía cada vez más intenso, así como la tranquilidad
de su alma. Los viejos demonios ya estaban sepultados y los que quedaban eran
retazos de un hombre que ya no existía porque había muerto y vuelto a la vida
en aquella cárcel…, pero sin miedo.