Juana Ortiz Mondragón
Era ella la abuela soñada: cabello cobrizo y
ensortijado, brazos fuertes y trabajadores, pero siempre dispuestos a dar
abrazos. Dulce María se hacía llamar. A sus cincuenta y siete años conocía de
todo un poco: labraba, sembraba, bordaba y, como todas las abuelas, sabía
hornear postres, tortas y sabrosas galletas. Tenía su vivienda a las
afueras de un pueblecito de encanto, circundado por praderas y montañas. La casa estaba
rodeada de arbustos, flores y árboles frutales como cerezos, guayabos y brevos.
Un corredor la bordeaba. En ella Juan, Miguel, Alicia y Patricia habían
jugueteado hasta el cansancio en las noches de luna llena, mientras Dulce María
preparaba ricas tartas para vender en el mercado. Juan y
Miguel eran gemelos, corpulentos y
juguetones, de cabello liso color castaño. Compartían la pasión por explorar la
naturaleza y desde muy niños tenían la sana costumbre de levantarse temprano
para aprovechar el día. Alicia, había nacido dos años después. Pelinegra, ojos
miel y facciones pulidas. Disfrutaba
cocinar y aprender de Dulce. Patricia, era la hija
menor, habilidosa con los números y las ciencias. Pequeña de estatura, cabello
castaño claro y ojos verdes. Le gustaba sembrar y cantar. Estos cuatro hijos eran la adoración de María,
tenía ella un maravilloso esposo alto, delgado y fuerte, de barba y cabellera
espesas. Su nombre era Mario, había cumplido sesenta años hacía algunos meses.
Leñador de oficio, en sus tiempos libres leía y narraba cuentos a los niños del
pueblo en la biblioteca pública en compañía de Dulce.
Dulce María, había tomado clases de teatro y clarinete
en la infancia y aunque no se desempeñaba como artista, no olvidaba su amor por
las artes. Cuando los niños de la aldea cumplían años, les realizaba presentaciones
cortas y caracterizaba desde un animal
hasta un súper héroe con tal de hacerlos
felices. También pertenecía a un grupo musical en el que
interpretaba su instrumento. Sentía una pasión por la poesía y por los grandes
poetas de su época, escribía cortos
versos cuando la inspiraban las musas de la montaña.
Juan y Patricia, decidieron que su futuro estaba fuera
de casa, en otra ciudad quizás y viajaron a un lugar cercano donde estaba una
de las universidades más prestigiosas. El estudio era gratis para los
habitantes del campo. Allí cada uno
realizó sus estudios y formaron
hogares. Dulce entristeció de tal forma, que por varios meses dejó de
hornear. El ambiente de casa era frío, hasta que con ayuda de sus otros hijos,
Dulce se recuperó y volvió a sentirse amada. Durante los meses que pasó en
cama, Miguel, Alicia y el querido Mario se ocuparon de las labores de casa:
horneaban tartas todos los días, cocinaban y limpiaban. Juan y Patricia luego
de enterarse de esta situación, comenzaron a comunicarse y a viajar a casa de
sus padres una vez al mes. Los extrañaban y habían hablado entre sí varias
veces de volver. Ellos deseaban que sus
hijos crecieran rodeados del buen clima de la montaña y en compañía de su
abuela. Decidieron mantener en secreto para los demás el deseo de volver a
casa.
Cuando Miguel y Alicia cumplieron la mayoría de
edad, Mario y Dulce les dieron la parte de su herencia.
Esta era una parcela cercana a la casa de infancia y unos cuantos dólares para
construir y amoblar el espacio. La parte de la herencia de Juan y Patricia seria guardada hasta que
regresaran. Aunque en hogares separados, Miguel y Alicia se esmeraban por
conservar las costumbres de infancia: reunirse en fechas especiales y para hornear. Miguel contrajo matrimonio con una bella aldeana llamada
Camila, ojos claros, cabello liso y una sonrisa que sumergía a Miguel en los más apacibles sueños. Al poco
tiempo de estar juntos, llegó al mundo Anita. Una tierna bebé de ojos grandes
como luceros y piel tan blanca como la leche fresca. Dulce María y Mario estaban felices con la llegada de la nena, parecía ser que venía
con la misión de iluminar la pradera. Anita era sonriente, casi nunca lloraba.
Los días
transcurrían felices y tranquilos, hasta que una mañana fría de invierno, un
alud cayó sobre el tejado de la casa familiar, generando terribles daños y
despertando a Mario y a Dulce de un golpe. Sufrieron heridas leves pero la casa
quedó destruida. Miles de historias y recuerdos sepultados bajo la espesa
tierra. Veían un nuevo comienzo difícil, ya que estaban viejos y se sentían
cansados. Pero sus hijos y los habitantes del pueblo que tanto los querían no
los dejaron desfallecer y construyeron juntos una vivienda para ellos. En ella
empezaron a realizar talleres de cocina y manualidades para los niños y adultos
de la comunidad. La aldea se llenaba tres veces a la semana de dulces aromas y
de artes para exponer.
Dulce era la abuela más feliz, ya que además de Anita,
los demás niños del pueblo la amaban con locura y en las noches contaban
historias alrededor de una vela. Luego
Alicia sorprendió a la familia con un par de traviesos gemelos de piel morena y
ojos claros que se convirtieron en la delicia de las fiestas.
Unos días antes de la llegada de la primavera, Juan y
Patricia se reunieron acompañados de sus respectivas familias para
formalizar la vuelta a casa, sería el mejor regalo para Dulce.
Un hermoso día de primavera, una sorpresa llegó a la aldea:
Juan y Patricia volvían, acompañados por sus familias. Cada uno con tres
hermosos hijos, educados y tranquilos. Fueron recibidos con amor, el amor de
una madre siempre puro. Volvieron para quedarse y dejar clara la sentencia:
“HOGAR DULCE HOGAR”
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