Elena Villafuerte
Hacía varios meses que
rondaba la parroquia sin acabar de decidirse; sabía los horarios de misa y de las
prácticas del coro, conocía de vista a los asiduos al lugar. Mujeres que por lo
general pasaban de los cincuenta, alguno que otro señor de edad que había
encontrado a Dios al ver que se acercaba la muerte. Sabía dónde se llevaban a
cabo los talleres de pastoral, las pláticas prematrimoniales, la doctrina para
los niños. La parroquia era muy concurrida, y se había pasado muchas tardes
sentada en la jardinera observando el ir y venir de los creyentes.
La iglesia en sí estaba
separada del edificio parroquial por un amplio patio. Era una estructura
moderna, con ventanas en la parte superior de los gruesos muros de piedra y
unos vitrales impresionantes en el techo, que bañaban el interior con una luz
amarillenta. El altar se encontraba al final de un desnivel en descenso, con
los asientos para los fieles acomodados en un semicírculo a su alrededor, como
en un teatro. Tras él se erguía una espiral de madera, como una especie de
biombo que ocultaba la entrada a las criptas y la sacristía. Junto a las
puertas de la iglesia se apreciaban unos cubículos dobles, recubiertos de
madera y apartados de miradas indiscretas y oídos curiosos. Galilea se dirigió
hacia ellos y se sentó a esperar en un banco pegado a la pared, intercambiando
un cortés murmullo de saludo con quienes deseaban confesarse.
- En el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.- El sacerdote inició el rito de la misa,
y mientras tanto Galilea reflexionaba sobre las cosas. Ciertamente que lo que
hacían no era una solución perfecta; perfecto habría sido que las leyes
sirvieran. Pero visto estaba que no servía de nada denunciar. Los niños tenían
que seguir su camino con la vida destrozada y los adultos, tan felices, se iban
a su casa con una advertencia, sabiendo que para salir bien librados no
necesitaban sino su nombre, su prestigio, su puesto, sus contactos, un buen
abogado…
Una anciana, envuelta
en un chal negro, se sentó a su lado, y Galilea le cedió su lugar en la fila
para que pasara antes. Faltaban tres personas. Galilea midió su tiempo; según
sus cálculos, estaría entrando cerca del final del sermón. Regresó a sus
meditaciones. Definitivamente no le remordía la conciencia, y ahí es donde
radicaba el problema. ¿Se estaría convirtiendo en una especie de psicópata?
Siempre se aseguraban
de que los casos fueran reales, que no hubiera ninguna duda acerca de la
culpabilidad del sujeto. No era difícil. Niños aterrados de ir a la escuela,
insomnes y con dolores de cabeza. Niños deseosos
de estar en la escuela el mayor tiempo posible, evitando de cualquier forma
quedarse en casa. Infecciones frecuentes, moretones inexplicables, ropas manchadas,
y sobre todo, miedo. Tan solo era cuestión de seguir la pista y encontrar al
agresor. Y una vez detectado, entrar en acción.
La anciana salió del
confesionario y Galilea entró. Era un cubículo reducido, íntimo, con dos sillas
por todo mobiliario. Entre ambas había un medio muro de madera y sobre él una
rejilla, que se encontraba abierta; a través de la puerta cerrada se escuchaban
las palabras del sermón.
El sacerdote indicó a
Galilea que se sentara en la silla opuesta con un movimiento de cabeza y una
ligera sonrisa. Ambos se miraron unos instantes; era un hombre de unos cuarenta
y tantos años, fornido, de tez apiñonada y nariz ancha. Observó a Galilea como
esperando que ella dijera algo, y como no lo hacía, comenzó:
-El Señor esté en tu corazón para que te
puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados. Hace mucho que no te
confiesas, ¿verdad, hija?
-¿Se nota?
-Claro. Usualmente cuando entran me piden que los bendiga o bien inician
con “Ave María Purísima”, pero tú te ves un poco despistada. Así que dime, ¿qué
te trae ante el Señor? ¿Cuáles son tus pecados?
Galilea bajó la vista y contempló sus uñas.
-Pues… En realidad tengo meses pensando en venir,
pero no lo había hecho porque no era el momento.
-Siempre es momento de acercarse a Dios.
-Sí, lo sé, pero es que… -Galilea se cubrió el rostro con las manos-
Bueno. Vengo porque tengo que confesar varios asesinatos.
El sacerdote dio un salto casi imperceptible en la silla.
-¿A qué te refieres, hija?
-Pues a eso, padre –el tono de voz de ella se tornó un tanto sarcástico-
asesinatos, usted sabe, cuando se ha matado a varias personas. Bueno,
estrictamente hablando no solo he sido yo. Somos varios. Pero antes de que me
diga nada, quiero aclararle que tenemos justificación.
-¿Justificación? No hay justificación para quitarle la vida a uno de tus
hermanos. Tal vez quieres decir que crees que hay atenuantes.
-No, padre. Justificación. Han sido simples actos de justicia. Nuestras
víctimas son pederastas, animales, no son gente.
-No eres tú quien debe juzgar eso. –reprendió el sacerdote, severo-
Estás tomándote atribuciones que no son tuyas, ni de tus amigos. Son cosas que
Dios en su infinita misericordia sabrá cómo resolver. Es comprensible, hija
–continuó el religioso, conciliador- que te sientas frustrada al ver los fallos
de las criaturas de Dios, tanto de quienes actúan equivocadamente como de
quienes aplican la ley. La justicia humana nunca será completa ni comparable a
la divina. Pero debes tener presente que el Señor ve en el fondo de toda
situación, de las almas y los corazones, y que no dejará que nadie se escape
sin un justo castigo, si es eso lo que merece.
-¿Y dónde están Dios y su justicia, padre, cuando no les tocan un pelo
porque son directores de un periódico?- preguntó Galilea, algo agresiva.
El cura frunció el ceño, contrariado. Era evidente que no estaba
convenciéndola de que cometía un pecado terrible, y que no estaba en lo
absoluto arrepentida.
-¿Te estás refiriendo a Joaquín Villalobos?
-A ese desgraciado entre otros. Toda la ciudad sabe que era culpable, no
lo había hecho ni una ni dos veces. Pero claro, siempre se le protegió, porque
el señor era dueño del periódico y los niños hijos de familias humildes. Iba a
seguir haciéndolo, lo sabe usted y lo sé yo. Hasta que se le atravesó un pie en
un momento inoportuno y zas. ¿Eso no es justicia?
-Ay, hija. Te repito que no eres quién para juzgar, para eso está Dios.
A veces las personas llevan en sus almas demonios que no pueden callar, y es
por eso que tú no debes tomar la justicia, como la llamas, en tus propias
manos. Ahora te has manchado de sangre, y dices que son varios casos…
-Uy, sí. Abundan. Payasos simpáticos en las fiestas infantiles, parientes
solícitos, amigos de la familia. ¿Pero sabe usted quiénes son los peores? Aquéllos
que abusan de su posición y de la confianza de los padres para violar a un
niño. Los padres no andan dejando a sus hijos por cualquier parte, y cuando los
dejan en la escuela, o con el médico, les dicen que deben obedecer a la figura
de autoridad… y esa autoridad abusa, y no sólo de la criatura, sino de la
confianza que por su posición se le ha otorgado. Por ejemplo, y no vayamos más
lejos: cuando a usted le dejan niños al catecismo o al coro, ¿cree que los
padres van a quedarse ahí a observar todo el tiempo que a sus hijos no les vaya
a pasar nada? No, ¿verdad? Ellos creen que en la iglesia están seguros y por
eso los dejan. Entonces, ¿cómo es posible que usted abuse de esa confianza?
Conforme avanzaba la perorata, al sacerdote se le iban mudando los
colores del rostro, del rojo al verde pálido y luego al amarillo. Para cuando
finalizó estaba blanco como el papel de la Biblia en la que apoyaba su
temblorosa mano. Dominándose con un esfuerzo visible, intentó aparentar
serenidad y hacerse el desentendido.
-Pues sí, hija, pero insisto: no eres tú quien debe dispensar una
justicia humana. Únicamente el Señor, en su infinita misericordia, puede ver en
los corazones de todos nosotros y saber qué le toca a cada uno.
-Tal vez tenga razón, padre. Pero mientras que son peras o son manzanas
–Galilea deslizó desde el interior de la manga de su saco un delgado estilete y
con un solo movimiento lo clavó en el pecho del sacerdote- ¿qué le parece si va
usted y le pregunta qué opina?
Había calculado con precisión: la iglesia entera cantaba, lo cual ahogó
los sonidos que hacía el moribundo. La puñalada había sido dada con maestría:
el hombre se desangraría en dos o tres minutos. Dado que ya estaban en la
consagración, no había más fieles esperando confesarse, por lo que Galilea
salió con paso tranquilo de la iglesia y se subió al auto que esperaba en la
calle.
-¿Qué tal te fue?
-Bien –respondió ella- tuvimos una plática interesante sobre la justicia
divina.
-Eres mala –se sonrió su acompañante- no te basta con asesinarlo en
misa, aparte tienes que ir a confesarte con él antes.
-Pues claro, querida. Si no, ¿cómo iba a saber el pobre hombre por qué
le estaba clavando un cuchillo? Podría haber pensado que estoy loca, que eran
las hormonas, que soy una fanática de alguna secta, ¡qué sé yo! Así no queda
lugar para dudas.
-¿Y te absolvió?
-No le dio tiempo.
-¿Esa mancha que tienes ahí es sangre?
Galilea se revisó la manga del traje.
-Rayos. Sí es, pero con el negro no se nota si es sangre o una mancha
cualquiera. Igual puede ser salsa roja, cátsup o mole.
-Eso sí.
-¿Vamos a almorzar? Yo invito.
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