Marco Absalón Haro Sánchez
Madrid es una de
las ciudades más importantes de Europa y su bien merecido galardón lo ha
conquistado a pulso su gente amable y laboriosa. Las amplias avenidas pobladas
de frondosos árboles y calles interminables hacen de esta ciudad muy extensa en
perímetro; tanto los altos edificios como los amplios mercados o coliseos
cubiertos complementan el ornato bien proporcionado de la populosa urbe. Así
como sus vistosos estadios y aeropuertos engrandecen a la legendaria metrópolis,
sin hacer de menos a las estaciones de trenes o metros que circulan como
gusanos por dentro del subsuelo y comunican a los pobladores en contados
minutos. Lo propio ocurre con los autobuses o taxis que prestan eficientes
servicios a la comunidad, en el menor tiempo posible, salvo cuando se dan los
temidos atascos en las horas punta de los días laborables.
En
una finca o edificio no menor de siete plantas, ubicado en el barrio de
Embajadores, donde sus moradores pertenecen a la clase media de la capital
española, se mezcla su convivencia con inmigrantes de diversa nacionalidad;
quienes alquilaron uno o dos pisos en dicha finca y, en el interior de uno de
ellos, dos mujeres suramericanas de mediana edad comentaban lo siguiente:
–Acabo
de llegar de la boca del metro –anunció Marta, la mayor de las dos– acompañé a
Liborio y Fernandito a coger el que va con destino a Méndez Álvaro.
–
¿Se iría ps, Liborio con el guagua? –objetó Tania– mejor lo hubieras hecho
quedar contigo.
–También
pudiste quedártelo tú –replicó Marta– ¿no ves que voy a trabajar en El Corte
Inglés, hasta los sábados? Ya sabes cómo es el tema del transporte: por la
mañana o por la tarde van a tope todos los vehículos. Aunque el metro es el
mejor y más accesible a toda hora o día.
–Claro
ps, como cuido a la señora Concepción de las Mercedes a dos plantas de tu
apartamento; me hubieses dicho que me quedara con el guagua si no me molesta
para nada.
–Qué fue, Tania –volvió Marta, cambiando de tema– ¿le has dicho a Eugenio lo que conversamos entre tú y yo?
Ese
«lo que conversamos entre tú y yo» no era otra cosa que un supuesto comentario
de las señoras habitantes de la finca donde él prestaba sus servicios
temporales y era donde Marta tenía alquilado el apartamento en el que vivía en
compañía de Liborio y Fernandito, su marido e hijo, respectivamente. Asimismo,
habían compartido la vivienda con Eugenio, amigo de la familia y ex de Tania. En
este orden de cosas, la más preocupada era Marta porque le ayudó a conseguir
este trabajo:
–¿Has
visto cómo se entretiene el tuyo, en tanto está de servicio?
Él
era un hombre de mediana edad, piel trigueña y pelo negro. A sus espaldas
llevaba más de cuatro décadas de existencia. Su complexión física estaba más o
menos acorde con su estatura y esta armonía se debía a que practicaba deporte
con cierta regularidad. Cuando estuvo en el Ecuador, Eugenio se licenció de
Profesor en Educación Primaria y prestó sus servicios como tal un par de
lustros en la provincia de Pichincha; pero se vio obligado a renunciar para
emigrar a España, hacía una década.
–¿Sobre
qué cosa? –inquirió Tania.
–¿Dónde
se ha visto un conserje con ordenador portátil –soltó Marta– tú crees que la
gente va a mirar bien que él esté entretenido, en vez de estar pendiente del
trabajo?
–Yo,
tampoco lo veo bien eso –atajó Tania para sintonizar con su hermana.
–Imagínate
–prosiguió Marta– si él quiere evitar que la gente hable mal de su labor y pudiera
ser recomendado para futuros trabajos, debería dejarse de ordenadores y vainas
que por eso le pagan no por estar como niño bonito metido en el feizbu. Tú que
tienes más amistad con él, dile que has escuchado estos comentarios de los
vecinos de la otra escalera para que no sospeche que sea asunto nuestro.
–Sí,
apenas pueda le hablaré sobre este tema –asintió Tania– para que corrija su proceder
y se dedique solo al trabajo.
Soy
pensionista de la
Seguridad Social y he tenido trabajos esporádicos que me han
hecho ganar unos cuantos euros. Esta vez me ofrecieron un reemplazo en la
portería de una finca y fue Marta la intermediaria. Lo acepté porque siempre he
creído que algo era mejor que nada.
–Empiezas
el lunes, la primera semana de agosto –me advirtió Apolo, el conserje titular–
a las siete y treinta de la mañana.
La
semana anterior a dicho reemplazo; o sea, la última de julio: recibí todo tipo
de indicaciones referentes a las actividades de limpieza y ornato de dicha
finca, quehaceres sencillos como regar las plantas o echar agua en los sumideros,
sin descuidar entrar y sacar los cubos de la basura a horas establecidas.
También había que recoger las bolsas con desechos sólidos de los propietarios que
lo soliciten, de diez a diez y treinta de la noche.
–Nunca
te olvides las llaves dentro de ningún cuarto –recomendó Apolo– porque
carecemos de copias.
Ah
–volvió Apolo– también es labor de un conserje echar una mano a cualquier
vecino que lo necesite al entrar o salir de la finca y más cuando vienen
cargados de bolsas o maletas. Ten en cuenta que para eso estamos nosotros.
Suerte, chico.
Arranqué
con éxito mi primera jornada y realicé todo cuanto estuvo estipulado que debía
hacer cada día. Por la tarde, al ser jornada partida, continuaba a las siete de
la noche y acababa a las nueve. Entonces fijé un horario para mis quehaceres de
escritura y esto era personal mío porque tenía tiempo de sobra si me tocaba estar
pendiente de quien entraba o salía de la finca; aunque no era tan fácil
concentrarme.
A
los dos o tres días, se acercó Tania y me dijo casi a hurtadillas:
–He
oído que hablaba un grupo de señoras y decían que dónde se ha visto un conserje
con ordenador. ¡Vaya! Menudo personaje que nos ha dejado en reemplazo suyo,
Apolo.
También
dijeron –añadió Tania– que hoy no le has abierto la puerta al vecino de al
lado, que él ha tenido que salir por sus propios medios y te ha quedado
mirando, ha hecho una mueca y ha meneado la cabeza.
–A
ver –repuse al borde de la impaciencia– vamos a ver. Lo del ordenador hoy
consultaré a Apolo si está prohibido o no su uso mientras esté en el servicio y
lo que no le he abierto la puerta a uno de los vecinos era porque estaba
llenando el cubo de agua; pues agarraba la manguera con una mano agachado hacia
adelante y no podía moverme porque si lo hacía el agua se regaba. Es más,
consultaré también al presidente de la comunidad a ver qué me dice del portátil.
–Mejor
no le digas nada a nadie –atajó Tania– la gente siempre comenta.
Yo
estaba convencido de que todo lo que me aseguraba era verdad; sin embargo, no
perdí oportunidad de consultar con alguien sobre el tema. Telefoneé a Apolo
que, aunque estaba gozando de vacaciones, casi cada día se dejaba ver por la
finca, ya que tenía un piso en la misma; pero cuando quise consultarle no
apareció ni una sola vez.
–Sí
–dijo al otro extremo de la línea.
–Buenos
días, Apolo –dejé caer– ¿puedo consultarle algo?
–Sí,
claro –asintió– dime.
–Quiero
saber si está prohibido tener un ordenador portátil en el escritorio de la
conserjería.
–De
estar prohibido –repuso Apolo– aquí nada está prohibido. No existe ninguna
norma que regule su uso por parte de un conserje en tanto está de servicio.
¿Qué
pasa, te han dicho algo? –añadió.
–Sí
–repuse– Tania ha escuchado un comentario referido a lo que debe hacer o no el
conserje. En mi caso, de que uso el portátil y desatiendo las tareas por estar
con él.
–Demetrio,
el presidente de la finca –inquirió Apolo– ¿te ha dicho algo?
–No
–repuse.
–Entonces,
mientras él no te diga nada, no hagas caso a los comentarios de la gente y
sigue adelante. Con tal que por usar el aparato aquel no descuides tu labor, lo
demás es pura bazofia.
¿Algo
más? –agregó al notar mi silencio.
–Nada
más –solté satisfecho– gracias, Apolo.
–Vas
a notar que el presidente en otros tiempos fue un inmigrante como tú –aseguró–
pero mejor dejo que tú mismo te des cuenta. Buena suerte, chico.
–Gracias
–repuse y me quedé con un signo de interrogación en la cara.
Y
medité que en realidad tenía razón el conserje titular; esto significaba que
iba a seguir usando mi portátil mientras estuviera en la portería. Sin embargo,
lo último que me comentó Apolo empezaba a intrigarme.
Al
siguiente día, la mirada inquisitiva de Marta obligó a su hermana a que le
diera una respuesta y enseguida le comentó:
–Ya
le dije –dejó caer Tania– pero como es un eterno cabezota me ha dicho que eso
no afecta en nada a su trabajo y que consultará a Apolo si está prohibido usar
un ordenador en la portería. Pero yo le recomendé que no dijera nada a nadie y
él me aseguró que no solo hablaría con Apolo, sino también con Demetrio, el
presidente de la finca.
–Ojalá
no hayamos metido la pata –anheló Marta– por intentar enderezar las acciones de
Eugenio, a quien le gusta andar siempre conectado al feizbu.
–Ojalá
pues –corroboró Tania un tanto molesta– por culpa de ese maldito ordenador fui
infeliz; pues cuando fue mi pareja, más tiempo lo dedicaba al aparato que a mí.
Con todo, yo fui la babosa que estuve con él en las buenas y malas; incluso
cuando estuvo malito por el accidente laboral que casi se le lleva al hueco, no
faltó ninguna de mis atenciones hacia él ¿Para qué? Para nada.
–Si
cuando era tu marido no pudiste hacer nada en contra de sus hábitos o hobbies
–esgrimió Marta– peor ahora que solo eres su amiga. Su apego a las últimas
tecnologías es un mal sin remedio; mejor será dejarlo porque parece que lo
lleva en serio.
Por
acaso, dejé unos días de usar mi ordenador mientras estuve atendiendo la
portería; pero estaba intrigado por la actitud de los vecinos de la finca frente
a la mía y una de esas tardes le proferí a Tania lo siguiente:
–Es
increíble que a la gente le moleste que yo esté con el ordenador mientras
atiendo la conserjería.
–Eso
es lo que oí –aseguró queriendo encender más mi preocupación sobre el caso.
–Pero
jamás creo haber molestado a alguien con mi ordenador –protesté seguro de mí
mismo; aunque ya empezaba a pesarme el haberle incomodado a ella misma cuando
estuvimos juntos–. Si cuando trabajé en un parking de Valencia como taquillero,
su propietario estuvo lejos de reprocharme y más bien aplaudió mi actitud
cuando pidió que le hiciera el favor de procesar unas hojas en word. Lo hice
con el mayor de los agrados; pero nunca me prohibió su uso en horas laborables
y eso que debía estar pendiente de los vehículos que entraban o salían del
parking.
–Yo,
solamente te he dicho lo que oí decir –se limitó a asegurar la mujer.
–En
cuanto pueda hablaré con el presidente de la comunidad y le preguntaré si está
o no prohibido el uso de un ordenador –sentencié sin sospechar que el ligero
rubor que subió por sus mejillas era porque en realidad algo le preocupaba en lo
tocante al tema que tratábamos.
Pero
estaba lejos de sospechar que era un amague mezquino que se urdía entre Tania y
Marta con el fin de alejarme del ordenador y que so pretexto del trabajo o la
supuesta desatención del mismo querían que lo dejara al menos por una
temporada.
En
los días sucesivos contemplé varias entradas y salidas de Demetrio, el
presidente de la comunidad, hasta que por fin pude hablarle del asunto; pero
primero le comenté sobre la constante preocupación que tenía un vecino sobre la
cerradura del portal y me sugirió que llamase al cerrajero para que lo
arreglara, que lo tuviese informado.
–
¿Puedo hacerle una consulta que no tiene que ver con la cerradura? –empecé.
–Sí,
claro –repuso vivamente y mirándome a los ojos.
–Quisiera
saber hasta qué punto está permitido tener un ordenador portátil sobre el
escritorio de la conserjería.
–Pero
coño ¿Cómo va a prohibirse? –fue su respuesta mientras enarcaba una de sus
cejas y añadió– mientras no interfiera en tus labores de conserje vos podés
tener lo que se te antoje. No faltaba más.
Bueno,
¿por qué lo preguntás?
–Es
que Tania ha escuchado un comentario de varias mujeres de la escalera derecha y
se han referido a mis actividades como conserje suplente. De que no estaban de
acuerdo en que usara un ordenador mientras estuviera en el servicio.
–A
mí, no me han dicho nada –dejó caer Demetrio– y si a vos te dicen algo
directamente, decíles que has hablado conmigo y ya está. No hay que darle más
vueltas al asunto.
Es
más –añadió– no hagás caso a la gente, vos seguí con tu marcha. Lo del portátil
es cosa exclusiva de vos.
–Gracias
–improvisé– al oírlo de sus labios me quedo tranquilo.
–Por
nada –replicó y siguió su camino hacia el interior de la finca.
Entonces
puse sobre el escritorio el ordenador que lo tenía cargando ocultamente en una
repisa debajo y empecé a transcribir los relatos que tenía en un cuaderno de
apuntes; pero lo hice muy a gusto por haber aclarado las dudas que había
tenido. En lo tocante al presidente, saqué como conclusión que era procedente
de Argentina, su dialecto lo delataba.
Amaneció
la víspera del día final de la tercera semana laborable y tenía sueño como todos
los días, ya que me tocaba levantarme a las dos o tres de la madrugada para
entrar los cubos de la basura. Si no los guardaba a tiempo bajo llave y estaban
hasta la mañana frente a la finca los llenaban de basura que salía de no sé
dónde; por eso prefería madrugar antes de que tuvieran que pasar todo el día
cargados de deshechos malolientes.
Realicé
las actividades programadas para ese día, me duché antes de desayunar y estuve
listo para establecerme en el sitio de la conserjería que estaba ubicado a un
costado de la entrada principal de la vivienda; pero antes de bajar se me
ocurrió comentar a Liborio y Marta lo que había hablado con el presidente de la
finca.
–Hablé
con Demetrio, el presidente –solté sin más ni más– y le pregunté sobre el tema.
–Prohibido,
no –interrumpió Marta como sorprendida en su mezquindad– sino que ¿Dónde se ha
visto un conserje con ordenador? Debe estar dedicado a su trabajo y no como
niño bonito, metido en el bendito feizbu.
–No
se ha visto –refuté inmediatamente– porque no saben manejarlo o no tienen ganas
de hacerlo.
Noté
que toda esta intriga había sido montada por Marta y que la había corroborado
Tania por el odio que le inspiraban los ordenadores.
–Si
quieres que te recomienden –sentenció Marta bastante molesta– debes hacer las
cosas bien y dejarte de portátiles.
Estaba
claro que en contra de mi ferviente afición a la escritura, las dos mujeres
habían urdido esta treta que llegó hasta las más altas esferas de una comunidad
de vecinos madrileños; pero en nada influyó negativamente en la redacción,
composición y corrección de los relatos que en esos días pujaban por salir a la
luz.
Como siempre, interesante y bien elaborado gracias a la sabia dirección de mi tutor José Alejandro. Gracias por su sabio aporte en mis conocimientos sobre la escritura y redacción.
ResponderEliminar