lunes, 8 de julio de 2024

Sin retorno

Amanda Castillo


La noche estaba fría y las estrellas brillaban esplendorosas en el cielo. Rubiela se dirigía al aeropuerto para iniciar una nueva aventura. No le fue fácil tomar la decisión de irse de su natal Valparaíso y dejar atrás todo lo que la ataba a su pasado. Le dolía separarse de sus hijos. «Pero ellos ya son adultos y saben valerse por sí mismos. Yo necesito vivir». Se repetía con frecuencia para calmar su sentimiento de culpa.

A esa hora había pocos pasajeros, razón por la cual Alberto y ella se registraron de manera rápida en el módulo de viajes, y así tuvieron más tiempo para compartir con la familia. Decidieron tomar un café, antes de abordar. Los hijos de Rubiela y sus dos hermanas habían ido a despedirla. Era la primera vez que se separarían por tanto tiempo. Una mezcla de sonrisas forzadas y miradas tristes se reflejaban en los rostros de la familia. Conversaron de temas banales, hasta que llegó la hora de despedirse.

—Ya debemos pasar a la sala —anunció Alberto.  

Se levantaron con lentitud, como si les costara despegase de sus asientos. Rubiela y su familia se fundieron en un largo y cálido abrazo. Lloraron en silencio.

Alberto se alejó de ellos, entendía que debía darles su propio espacio.

—Mami, prométeme que me vas a llamar todos los días —le decía Juana, su hija menor.

—Lo haré mi amor, estate tranquila.

—Madre, cuídate mucho por favor, si las cosas no salen bien, regrésate de una. Dejá todo atrás y venite enseguida —le susurró Mateo mientras la abrazaba.

—Todo va a estar bien, te lo prometo, mijo.

Rubiela se alejó de ellos con los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta que le impedía pronunciar palabra. Atravesó el cordón de seguridad y se volteó para mirarlos por última vez. Puso sus dedos sobre los labios y les envió un beso.

A sus cincuenta y dos años, Rubiela no había tenido la oportunidad de viajar a otros países. Se casó siendo muy joven y se dedicó al hogar y a criar a sus dos hijos.  Cuando su esposo murió en un accidente de tránsito, ella solo contaba con veinticinco años y dos hijos pequeños por sacar adelante. Afortunadamente, la pensión que heredó de él, como empleado de una petrolera multinacional, era suficiente para que los tres vivieran con comodidad.

Con el paso del tiempo, empezó a sentir la necesidad de ser amada por un hombre y decidió darse una nueva oportunidad. Se dejó seducir por Carlo, un   reconocido pianista argentino. Sin embargo, la relación empezó a decaer después del primer año de matrimonio. Descubrió varias infidelidades y aunque sus hijos se sentían muy cómodos en el nuevo hogar, ella sufría en silencio. Pese a sus intentos y sacrificios, no pudo salvar la relación y decidió darle fin. 

Después de su divorcio se dedicó a estudiar, y a los cuarenta años se tituló como cosmetóloga y esteticista profesional. Con los ahorros que le había dejado su primer esposo, montó un centro de estética, y este se convirtió en un próspero y rentable negocio, del cual ya tenía varias sedes en las ciudades más importantes del país.

Dado sus conocimientos en belleza y la disciplina que desarrolló para practicar diferentes tipos de deportes, se conservaba joven y bella a pesar del paso del tiempo. Durante varios años se mantuvo soltera, aunque tuvo varios amantes, no lograba hacer conexiones profundas con ninguno de los hombres que se le acercaban. Todos terminaban alejándose de ella, situación que la desestabilizaba y le generaba recónditos cuestionamientos sobre su energía femenina: «¿Será que hay algo malo en mí? ¿Por qué nadie quiere estar conmigo?». Nunca lo había expresado, pero le aterraba la idea de envejecer sola. Sabía que sus hijos se tendrían que ir en algún momento y anhela con intensidad tener a su lado un hombre que la amara.

Dos años atrás, para su cumpleaños número cincuenta, su equipo de trabajo organizó una cena para agasajarla. A esta acudieron familiares y amigos, y también algunos invitados desconocidos para ella. Entre estos, se encontraba Alberto. Un atractivo hombre de veintisiete años, que trabajaba como jefe de seguridad de una compañía de productos cosméticos. Un conocido los presentó y de inmediato empezaron una animada charla. Él le contó que había migrado a Chile hacía cuatro años, motivado por un problema de seguridad que había tenido en su país natal.

Durante la fiesta bailaron varias veces. Las miradas intensas y las sonrisas de complicidad rebelaban el evidente magnetismo que había entre ellos.

A partir de ese día, se encontraban con frecuencia para charlar, ir a cine o tomar un trago. Al comienzo ella lo tomó como un entretenimiento, sin embargo, se inquietó al notar que lo empezaba a extrañar y que adoraba compartir con él diferentes momentos. Él era atento, amable y extremadamente cariñoso con ella. Para Rubiela la diferencia de edad era una barrera difícil de superar, pero Alberto insistía en que se trataba de solo un número y que para él no significaba nada.

Después de cinco meses de estar saliendo, se acostaron por primera vez y a partir de ese día comprendió que estaba enamorada perdidamente de Alberto, aunque esto significaba una lucha constante entre la razón y sus sentimientos. Había sido cuestionada de manera reiterada por sus hijos, quienes no aprobaban sus encuentros con aquel hombre, muchísimo menor que ella.

Su relación con Alberto cada vez era más sólida. Ambos se mostraban muy enamorados. Un día él le comunicó que debía viajar temporalmente a su país, para hacerse cargo de algunos asuntos familiares. Al cabo de un mes volvió.

—Muñeca hermosa, tengo que contarte algo.

—¿De qué se trata, mi vida?

—Me tengo que regresar a Colombia. Mi cucha está enferma y me necesita.

—¿Cómo así, mi amor? No me habías dicho nada.

—No te quería preocupar, pensé que se podía arreglar de otra manera. Pero ni modo.

Rubiela se incomodó ante esta decisión y no pudo disimularlo.

—¿Decidido?, ¿y qué hay de nosotros?, ¿qué pasará con lo nuestro?

Alberto guardó silencio y luego añadió:

—Lo único es que te vayas conmigo.

La propuesta la cogió por sorpresa. Todo lo que amaba y cuanto poseía estaba en Chile. Sin embargo, no podía imaginar vivir su vida sin Alberto. Cada día se sentía más enamorada de él, y se negaba a perderlo.

Después de unos días analizando detenidamente lo que debía hacer respecto a su negocio, tomó una decisión.

 Los hijos de Rubiela, Juana y Mateo, trabajaban en la empresa familiar. El disgusto fue mayor cuando su madre les comunicó su determinación.

—Pero, mamá, ¿cómo se te ocurre hacer eso? ¿Dejar todo por él?

—Hijo, entiéndeme, estoy luchando por mi felicidad.

—Mami, pero es que se llevan muchos años de diferencia. Ese hombre no te conviene, ¿por qué confías tanto en él? —inquirió su hija menor.

—Tenemos miedo de que te haga daño, mi hermana y yo lo hemos hablado.

—Yo sé que ustedes no confían en él. Pero crean en mí. Yo lo conozco, él me ama de verdad, me acepta tal como soy, y yo tampoco soy boba, mijo.

La noticia de la partida de Rubiela junto con Alberto causó revuelo en la familia y en el círculo más cercano de amigos. Todos estaban convencidos de que Alberto era un oportunista cazafortunas, sin embargo, nadie se atrevía a decírselo. Confiaban en su buen juicio e inteligencia para que lo descubriera por sí misma.

Rubiela se tomó un mes para dejar su negocio organizado, de tal manera que ella desde la distancia pudiera tener el control. Aunque confiaba en que su hijo mayor la representaría bien cuando se tratara de negociar con los proveedores y de atender otros asuntos que demandaran su presencia.

Durante las primeras semanas de su llegada a Bucaramanga, todo transcurrió con normalidad, visitaron familiares y amigos de Alberto. Rubiela se puso al frente de los asuntos médicos de su suegra y se hizo cargo de todos los gastos que su enfermedad demandaba.

A Rubiela le encantó Colombia.  Pensó en varios proyectos. Uno de ellos era montar una sede de su centro de estética. Sabía muy bien del gusto de las mujeres colombianas por cuidar su apariencia física, de hecho, el país era pionero en América Latina en procedimientos estéticos.

Aprovechó para viajar y conocer la región. Disfrutó el cañón de Chicamocha y de su majestuosidad, de los pueblos Santandereanos con su paisaje colonial y empedradas calles. Rubiela se maravillaba con los vibrantes colores de las flores en los balcones, el bullicio alegre de los mercados locales y de las delicias gastronómicas de la región. Fue a la costa atlántica y visitó Cartagena de Indias, Santa Martha y San Andrés Islas. No se arrepentía de haber tomado la decisión de marchar a ese hermoso país y recorrer aquellos lugares junto a su amando Alberto. Era una experiencia maravillosa para ella. 

Decidieron adquirir un apartamento en un exclusivo sector a las afueras de la ciudad. Alberto se había puesto al frente de todo. Era quien decidía qué comprar, donde deberían vivir e incluso le planteó la necesidad de conseguir un carro. Ella no lo había contemplado, sin embargo, no lo pensó mucho y accedió a comprarle una lujosa camioneta que Alberto había seleccionado previamente y la cual fue registrada a nombre de él.

Mientras tanto, Rubiela les había comunicado a sus hijos sus planes de montar una sede del centro de estética en Colombia, y les dio las instrucciones para iniciar con todo lo necesario. Ella, por su parte, se encargaría de adelantar todos los aspectos legales para los permisos de funcionamiento.

Transcurridas algunas semanas desde la compra del vehículo, ocurrió la primera pelea. Alberto se había ido de fiesta y no llegó en toda la noche. Ella, ansiosa, le escribió varios mensajes al celular, pero él no respondió a ninguno.

Alberto llegó a media mañana del día siguiente con un hermoso ramo de rosas amarillas, sus favoritas.

—Me entretuve con unos amigos, perdóname, amor —le dijo abrazándola y besándola por el cuello.

Como era costumbre, ella no pudo resistirse. La sensualidad y los deseos incontrolables que él despertaba con su cálido aliento y su varonil perfume eran su debilidad. Sabía que irremediablemente terminarían en la cama, y en efecto así fue.

Sin embargo, este episodio se repitió por varias ocasiones. Alberto se iba de fiesta y llegaba al día siguiente, siempre con una excusa. Al cabo de un tiempo Rubiela se sentía desolada, vacía y con una sensación permanente de que algo no marchaba bien. Ya habían transcurrido más de seis meses y todo estaba al revés. El negocio no había podido iniciar, su relación con Alberto no pasaba por el mejor momento. Él ahora llevaba una vida bohemia y desordenada. Había ido cambiando con el paso de los días. En ocasiones estaba ensimismado, callado y se había vuelto adicto al celular.

Rubiela había encontrado rastros de polvillo blanco en la ropa de él, lo cual le hacía temer que estuviera consumiendo cocaína. Pero además sospechaba que le era infiel, cuando ella le hacía reclamos él reaccionaba airadamente, la ignoraba y se iba a dormir a la sala. Sin embargo, el sexo seguía siendo fabuloso, y esto la hacía dudar de sí misma: «Si tuviera otra, no sería así conmigo en la cama».

Pero al darse cuenta del uso desmedido que él hacía de sus tarjetas de crédito, ella se alarmó y decidió confrontarlo.

—¡¡Yo soy joven, dejame vivir mi vida!! ¿Ahora me va a echar en cara las cosas?

La sospecha de Rubiela se había confirmado, al revisar los extractos de su tarjeta de crédito y encontrar un pago recurrente a una firma comercial.  Investigó y pudo comprobar que se trataba de pagos realizados en un motel de la ciudad.

Al día siguiente, Alberto le planteó que deseaba montar un negocio de compra y ventas de motos, y que para ello necesitaría un capital de cincuenta millones de pesos. Rubiela estaba muy molesta por el descubrimiento que acababa de hacer y reaccionó airadamente.

—No, yo ahora no tengo dinero para eso. He tenido muchos gastos desde que llegamos.

Él se sorprendió con su actitud, ella nunca le había negado nada. Sin embargo, se quedó callado. Estaba seguro de que tarde o temprano la convencería.

Rubiela reflexionaba sobre su vida y empezó a cuestionarse si su decisión había sido equivocada. Pero el temor a quedarse sola de nuevo, la paralizaba. Desistió de esos pensamientos y se enfocó en planear la forma de recuperar a Alberto. Había decidido no darse por vencida. Siempre fue una mujer optimista, por eso, optó por hacer algo y no quedarse en simples lamentos.

Creía que las cosas podían volver a ser como antes. Así que hizo las consultas respectivas y decidió realizarse un par de cirugías estéticas. Pensaba que se podría ver más joven y lograría que Alberto se olvidara de su amante.

Se lo dijo un día en que él veía un partido de fútbol en la sala de estar. Se le acercó, le llevó algo de beber y le dijo:

—Amor, mira que me voy a practicar una lipoescultura y a operarme los senos.

 La primera reacción de él fue de sorpresa, pero enseguida esta se transformó en enojo.

—¿De qué estás hablando? —respondió desencajado—. No me hagas enojar, Rubiela. ¿Te vas a gastar la plata en esa joda?

Ella se sorprendió. Jamás esperó esta reacción. Enmudeció desconcertada.

Él se puso de pie con el rostro desfigurado por la rabia y se fue dando un portazo.

Después de varios días de que Alberto le pidiera perdón insistentemente, se reconciliaron y decidieron pasar el fin de semana en un balneario en las afueras de la ciudad.  Él se la pasó durmiendo la mayor parte del tiempo. Hablaba solo lo necesario. Rubiela no estaba tranquila. Su intuición le decía que algo no andaba bien.

Al regreso, Alberto retomó el tema del dinero para su negocio. Y Rubiela se mantuvo firme frente a su decisión.

—Mira, Alberto, en serio, ahora no puedo darte dinero para el negocio. Tengo otros planes, ya te lo había dicho.

—¿Cómo, es que insistís en eso?

—¡Es mi dinero, y hago lo que me da la gana!

—Pues tú no te mandas sola. Yo soy tu marido.

—Yo no soy de nadie. Me mando sola, estoy bastante grande.

—¡Una vieja loca es lo que sos! —le gritó—. ¡No te vas a hacer ni mierda, ¡eso es para las jóvenes, no para vos!

 Ella empezó a llorar y también le gritó:

—¡Idiota, imbécil, ya sé que tienes una moza! ¡Ni creas que te voy a dar mi dinero para que goces con ella!

—Esa plata también es mía, me la merezco. Yo ya tengo derechos en lo tuyo. Ya bastante me he sacrificado. Mírate, puedes ser mi mamá.

Rubiela sintió esas palabras como un puñal clavado en lo más profundo. No podía contener el llanto. Estaba herida en su orgullo, en su dignidad de mujer. Sin dudarlo tomó la decisión de irse de aquel lugar. Se dirigió con pasos rápidos a su habitación, buscó las maletas y empezó a empacar sus pertenencias.

La furia de Alberto se exacerbó cuando, tras seguirla, vio el equipaje.

—¡No te vas a ningún lado, vieja hijueputa!

—Me largo de aquí, sinvergüenza desagradecido. Voy a vender todo. Ni te creas que te vas a quedar con mis cosas.

 Él guardó silencio por unos minutos y luego dijo:

—Te vas, pero me dejas las tarjetas y los papeles del apartamento. Ya son dos años juntos. Tengo derechos.

—No te voy a dejar nada, a ver si la zorra con la que andas te va a aceptar así.

Él la haló con fuerza y la obligó a mirarlo sosteniéndola de la mandíbula. Ella sintió miedo, pero lo enfrentó:

—Eres un desgraciado, me engañaste todo el tiempo.

—Eres una ilusa, ¿cómo crees que un hombre como yo va a estar solo contigo?

—¡Mentiroso, ladrón! —gritó Rubiela propinándole varias bofetadas.

Alberto la empujó y ella cayó de bruces en el piso.

—Te voy a denunciar, maldito estafador. Me largo de aquí y nunca más volverás a saber de mí.

Alberto, al escucharla, se lanzó violentamente sobre ella, la tomó por el pelo y la arrastró fuera de la habitación.

—¡¡Suéltame!! ¡¡Ayuda, auxilio!!

Él se detuvo por un momento pensando qué hacer, enseguida se inclinó y se sentó bruscamente sobre el cuerpo maltratado de Rubiela. Ella abrió los ojos aterrorizada. «Me va a matar… Me va a matar. Ayúdame, Dios mío».

Él, poseído por una ira irracional, golpeó su cabeza contra el piso con una violencia que resonó por toda la habitación. Al escuchar los gritos desgarradores, su rabia se intensificó y apretó con fuerza su garganta, sus dedos temblando por la furia. Sus ojos, inyectados de sangre, reflejaban una expresión desconocida y aterradora para Rubiela.

El entorno parecía encogerse, las paredes cerrándose a su alrededor mientras ella se resistía desesperadamente, pero no tenía ninguna posibilidad de soltarse. El peso de él la inmovilizaba completamente, cada movimiento suyo parecía inútil. Él siguió apretando su garganta con fuerza, sus músculos estaban tensos y la respiración agitada. Ella, con los ojos abiertos y la mirada incrédula, sintió cómo se le desvanecía la vida.

El tiempo pareció detenerse. Lo último que vio fueron esos desorbitados ojos negros, en los cuales se reflejaba su propia agonía. En ese instante final, antes de su último suspiro, toda esperanza se desvaneció y la oscuridad la abrazó irremediablemente.

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