Ruth Rosales
Su cuerpo se encontraba postrado entre el último escalón y
el piso de madera. Tenía puesta aún la zapatilla que le había regalado su madre
en el pie derecho, mientras que el izquierdo mostraba las uñas pintadas de rojo
enmarcando su desnudez. Veía la inmensidad de la escalera que se proyectaba
encima de ella. Ignoraba el dolor que le provocaban las costillas y el cráneo
roto por la caída. Lo único que se preguntaba era en dónde podría estar la otra
que completaba el par. ¿Así acabaría su vida? ¿Mostrándose desaliñada como lo
estuvo su madre el día en que murió?
Treinta años antes de estar cuestionando en dónde estaba la
zapatilla perdida, decidió abandonar la comodidad del vientre que la había
cobijado durante siete meses. Lo hizo al sentir unos golpes que parecían
anunciar la llegada de un intruso y la obligaron a salir huyendo de su
acogedora guarida. Cuando sus pulmones empezaron a trabajar y cobró sentido de
su presencia en el mundo abrió los ojos y vio a su madre tirada en el suelo.
Sintió cómo la mano gigante de su padre la sostenía de los pies cual pollo en
un escaparate, y de su boca grande enmarcada por un bigote delineado, salía una
voz profunda que le decía tres palabras que ella reconocería años después antes
de morir.
Esa imagen de su madre tirada en el suelo que vio al momento
de nacer se le aparecería constantemente durante su niñez. Su madre en el piso
rodeada de agua al lado del lavadero. «Me resbalé cuando quise levantar el
jabón que se cayó», escucharía decir a su mamá mientras sus ojos creerían ver
unas huellas de zapatos alejándose hacia la puerta trasera de la casa. Su madre
con la pijama rota tumbada al pie de la cama y un hilito de sangre saliendo de
su frente. «Me levanté muy rápido y me apoyé mal en el buró», se excusaría con
una sonrisa semi dibujada en el rostro pidiéndole ayuda para levantarla. Su
madre al pie de la escalera con el cuerpo contorsionado y múltiples manchas
moradas en su piel casi transparente. «El maldito gato pasó corriendo entre mis
piernas. Me hizo tropezar con el tapete y rodar por los escalones», diría sin
aliento y con lágrimas en los ojos.
Cuando creció y empezó a ir a casa de su abuela para
ayudarle con el quehacer, solía encontrarla tirada al lado de la mesita en
donde tomaban el almuerzo el abuelo y ella. «Perdón me he resbalado levantando
los trastes», oiría decirle asustada cuando ella entraba por la puerta y se
acercaba para ayudarla a levantarse. Otras veces escucharía sus sollozos
mientras se limpiaba las heridas de las rodillas. «Puedes creer que mis viejas
piernas volvieron a fallarme y caí de bruces, como siempre».
El día en que se marchó para estudiar en la universidad, su
mamá le regaló un par de zapatillas rojas que habían pertenecido a su abuela
quien fue una gran bailarina de flamenco en España antes de quedar paralizada
por haberse caído de las escaleras de su casa y morir semanas después. El
abuelo le dijo a su madre que su esposa había resbalado con las puntas
claveteadas de sus zapatos, por lo que se los quitó y se los regaló a su madre
ya sin el peligro de los clavos. Cuando emigraron para irse a un país con
mejores oportunidades, ese fue el único par con el que cargó y ahora formaban
parte de su herencia. Le pidió que los usara siempre que estuviera deprimida o
extrañara su casa, ya que eran parte de su linaje femenino. Ella se sintió
conmovida por el regalo, pero cuando se fue olvidó meterlas en su maleta.
Un mes después de que partiera, un compañero de clase le
enseñó una noticia que había salido en el periódico en donde se mostraba el
cuerpo sin vida de una mujer entre los peldaños de una escalera de madera.
Tenía puesta una zapatilla color rojo en su pie derecho mientras el izquierdo
sobresalía desnudo. El titular mostraba en letras de color rojo: «Mujer muere
después de tropezar con sus propios zapatos». Esa fue la última vez que vio a
su madre tumbada en el piso. Cuando regresó al dormitorio llamó a su padre, pero
este se negó a contestarle y el día del funeral se encerró en su cuarto
alegando que estaba destrozado por la muerte de su esposa y desde entonces no
supo nada más de él hasta el día en que volvió a encontrarse con las zapatillas
rojas.
Tiempo después inició una relación con un hombre que la
hacía sentir amada y protegida. La primera vez que recobró la consciencia yacía
tirada debajo de la mesa en la cocina de su departamento. «¡Tonta de mí!»,
pensaría aturdida: «Ya estoy como mi madre cayéndome en todos lados». Las
siguientes veces pediría perdón en voz alta a su novio por creer que se
tropezaba cuando él aparentemente trataba de sostenerla. «Es algo de familia»,
le diría confundida por no recordar cómo se tropezó y cubriéndose la cara para
que no la viera llorar, «nos pasa a todas las mujeres, somos muy torpes».
Así tuvo cinco relaciones y en todas terminaba en el piso de
alguna forma u otra, hasta que se casó con el hombre del que se embarazó.
Rentaron una casita de dos plantas en el centro de la ciudad para estar cerca
del trabajo de su esposo. Todos los miércoles se ponía un mercado sobre ruedas
en su vecindario y a ella le gustaba ir caminando para comprar frutas y
verduras frescas. Una de las calles por las que tenía que pasar era la que
utilizaban las prostitutas para ofrecer sus servicios y ella poco a poco se fue
haciendo amiga de una que otra de las chicas.
Cierta tarde en que se quedó platicando en la banqueta con
ellas, su marido se acercó y la jaló con brusquedad del brazo. Al llegar a la
casa le dijo que no la quería volver a ver rodeada de esas mujerzuelas, a lo
que ella respondió que solo eran sus amigas. Esa noche despertó en el sillón de
la sala con un dolor de cabeza intenso y con moretones en sus piernas. «¡Vaya!
¿Y ahora qué me pasó?», pensó aturdida mientras trataba de levantarse. «Amor,
tranquila. Te desmayaste de repente. Creo que fue la impresión que te dejaron
esas mujeres de la calle», le dijo con dulzura el padre de su bebé llenándola
de besos y caricias.
Ese día se preocupó por primera vez de la extraña propensión
que tenía por perder la conciencia sin aparente motivo, tal y como su madre y
abuela lo hacían. Empezó a tratar de recordar, cada vez que se caía, qué era lo
que había pasado para que terminara así de golpeada; pero no fue hasta aquel
día en que estaba en la regadera, cuando después de sentir unos golpes
familiares sobre su vientre abultado a través de la cortina del baño, que tuvo
un grado nuevo de consciencia y logró ver en la loseta unas huellas de agua
alejándose hacia la puerta. «¿Amor?» murmuró llamando a su esposo antes de
desvanecerse y alcanzar a percibir cómo las pisadas se detenían.
Al día siguiente se despertó en su cama, abrazada al cuerpo
del hombre que la hacía sentir segura y feliz. «¿Amor? ¿Ayer entraste al baño
mientras me duchaba?», le susurró al oído casi temiendo despertarlo. «Entré a
levantarte. Te tropezaste otra vez con el tapete. Pero como siempre aquí está
tu supermán para salvarte, mi bonita», concluyó abrazándola por la espalda para
luego penetrarla con cuidado repitiéndole una y otra vez cuánto la amaba.
Sus amigas que habitaban en la calle que su esposo le tenía
prohibido frecuentar, le empezaron a contar historias sobre mujeres que
desaparecían para después ser encontradas abusadas y mutiladas en los terrenos
baldíos. Algunas tenían la suerte de seguir con vida, pero la mayoría
terminaban su martirio semienterradas por el polvo, las plantas y la basura. La
invitaron a las reuniones y marchas que realizaban para pedirle a las
autoridades justicia y protección, pero ella tenía miedo de que su marido la sorprendiera
en las manifestaciones y solo las ayudaba haciendo panfletos o recolectando
recursos para la causa. Sentía una profunda rabia por la injusticia que vivían
esas mujeres y de vez en cuando compartía su sentir en la casa mientras cenaba
con su pareja. «Eres muy buena, mi bonita», le decía con cariño «pero tu lugar
está aquí conmigo en casa, además eres muy delicada de salud, ¿lo recuerdas?
Tienes que cuidarte por nuestro hijo».
Un par de días antes de la fecha en que tenía programada la
llegada de su bebé recibió un paquete de parte de su padre. Al abrirlo vio las
zapatillas rojas que su madre le había regalado diez años atrás. Se las puso
sintiendo un bulto de remordimiento. ¿Había muerto por culpa de esas
zapatillas? Entonces sintió una punzada intensa en su vientre y su cuello
uterino empezó a expandirse. Sonrió. En ese momento entró su esposo al cuarto y
la vio sonriendo. Ella dirigió sus ojos hacia el vientre para indicarle que el
bebé venía en camino, pero él desvió su mirada hacia los zapatos rojos y una
vena gruesa partió su frente mientras fruncía el ceño. La tomó de los brazos y
la estrujó con fuerza gritándole esas palabras que ahora se presentaban con
claridad desde ese rincón en constante negación de su memoria; esas que tanto
escuchó decir a su padre, abuelo y anteriores novios: «Eres una puta».
Corrió hacia las escaleras mientras oía cómo su marido le
gritaba: «Con esas zapatillas pareces una puta. ¡Quítate esas mierdas, zorra
asquerosa!». Sintió cómo una mano le jaló los cabellos mientras la otra la
tomaba del cuello. En un intento por zafarse dirigió su brazo derecho hacia
atrás logrando arañar el rostro de su agresor, pero eso la hizo perder el
equilibrio y caer escaleras abajo.
Mientras seguía buscando con la mirada dónde estaba su otra zapatilla, vio las pisadas de su padre alejándose de su madre, al abuelo sentado leyendo el periódico en la silla de la cocina de la abuela y a su marido saliendo del baño y deteniéndose después de que ella lo llamara. Su vista se fue apagando y a lo lejos se escuchó el llanto de un bebé.
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