lunes, 22 de julio de 2024

María Magdalena

Ruth Rosales


Su cuerpo se encontraba postrado entre el último escalón y el piso de madera. Tenía puesta aún la zapatilla que le había regalado su madre en el pie derecho, mientras que el izquierdo mostraba las uñas pintadas de rojo enmarcando su desnudez. Veía la inmensidad de la escalera que se proyectaba encima de ella. Ignoraba el dolor que le provocaban las costillas y el cráneo roto por la caída. Lo único que se preguntaba era en dónde podría estar la otra que completaba el par. ¿Así acabaría su vida? ¿Mostrándose desaliñada como lo estuvo su madre el día en que murió?

Treinta años antes de estar cuestionando en dónde estaba la zapatilla perdida, decidió abandonar la comodidad del vientre que la había cobijado durante siete meses. Lo hizo al sentir unos golpes que parecían anunciar la llegada de un intruso y la obligaron a salir huyendo de su acogedora guarida. Cuando sus pulmones empezaron a trabajar y cobró sentido de su presencia en el mundo abrió los ojos y vio a su madre tirada en el suelo. Sintió cómo la mano gigante de su padre la sostenía de los pies cual pollo en un escaparate, y de su boca grande enmarcada por un bigote delineado, salía una voz profunda que le decía tres palabras que ella reconocería años después antes de morir.

Esa imagen de su madre tirada en el suelo que vio al momento de nacer se le aparecería constantemente durante su niñez. Su madre en el piso rodeada de agua al lado del lavadero. «Me resbalé cuando quise levantar el jabón que se cayó», escucharía decir a su mamá mientras sus ojos creerían ver unas huellas de zapatos alejándose hacia la puerta trasera de la casa. Su madre con la pijama rota tumbada al pie de la cama y un hilito de sangre saliendo de su frente. «Me levanté muy rápido y me apoyé mal en el buró», se excusaría con una sonrisa semi dibujada en el rostro pidiéndole ayuda para levantarla. Su madre al pie de la escalera con el cuerpo contorsionado y múltiples manchas moradas en su piel casi transparente. «El maldito gato pasó corriendo entre mis piernas. Me hizo tropezar con el tapete y rodar por los escalones», diría sin aliento y con lágrimas en los ojos.

Cuando creció y empezó a ir a casa de su abuela para ayudarle con el quehacer, solía encontrarla tirada al lado de la mesita en donde tomaban el almuerzo el abuelo y ella. «Perdón me he resbalado levantando los trastes», oiría decirle asustada cuando ella entraba por la puerta y se acercaba para ayudarla a levantarse. Otras veces escucharía sus sollozos mientras se limpiaba las heridas de las rodillas. «Puedes creer que mis viejas piernas volvieron a fallarme y caí de bruces, como siempre».

El día en que se marchó para estudiar en la universidad, su mamá le regaló un par de zapatillas rojas que habían pertenecido a su abuela quien fue una gran bailarina de flamenco en España antes de quedar paralizada por haberse caído de las escaleras de su casa y morir semanas después. El abuelo le dijo a su madre que su esposa había resbalado con las puntas claveteadas de sus zapatos, por lo que se los quitó y se los regaló a su madre ya sin el peligro de los clavos. Cuando emigraron para irse a un país con mejores oportunidades, ese fue el único par con el que cargó y ahora formaban parte de su herencia. Le pidió que los usara siempre que estuviera deprimida o extrañara su casa, ya que eran parte de su linaje femenino. Ella se sintió conmovida por el regalo, pero cuando se fue olvidó meterlas en su maleta.

Un mes después de que partiera, un compañero de clase le enseñó una noticia que había salido en el periódico en donde se mostraba el cuerpo sin vida de una mujer entre los peldaños de una escalera de madera. Tenía puesta una zapatilla color rojo en su pie derecho mientras el izquierdo sobresalía desnudo. El titular mostraba en letras de color rojo: «Mujer muere después de tropezar con sus propios zapatos». Esa fue la última vez que vio a su madre tumbada en el piso. Cuando regresó al dormitorio llamó a su padre, pero este se negó a contestarle y el día del funeral se encerró en su cuarto alegando que estaba destrozado por la muerte de su esposa y desde entonces no supo nada más de él hasta el día en que volvió a encontrarse con las zapatillas rojas.

Tiempo después inició una relación con un hombre que la hacía sentir amada y protegida. La primera vez que recobró la consciencia yacía tirada debajo de la mesa en la cocina de su departamento. «¡Tonta de mí!», pensaría aturdida: «Ya estoy como mi madre cayéndome en todos lados». Las siguientes veces pediría perdón en voz alta a su novio por creer que se tropezaba cuando él aparentemente trataba de sostenerla. «Es algo de familia», le diría confundida por no recordar cómo se tropezó y cubriéndose la cara para que no la viera llorar, «nos pasa a todas las mujeres, somos muy torpes».

Así tuvo cinco relaciones y en todas terminaba en el piso de alguna forma u otra, hasta que se casó con el hombre del que se embarazó. Rentaron una casita de dos plantas en el centro de la ciudad para estar cerca del trabajo de su esposo. Todos los miércoles se ponía un mercado sobre ruedas en su vecindario y a ella le gustaba ir caminando para comprar frutas y verduras frescas. Una de las calles por las que tenía que pasar era la que utilizaban las prostitutas para ofrecer sus servicios y ella poco a poco se fue haciendo amiga de una que otra de las chicas.

Cierta tarde en que se quedó platicando en la banqueta con ellas, su marido se acercó y la jaló con brusquedad del brazo. Al llegar a la casa le dijo que no la quería volver a ver rodeada de esas mujerzuelas, a lo que ella respondió que solo eran sus amigas. Esa noche despertó en el sillón de la sala con un dolor de cabeza intenso y con moretones en sus piernas. «¡Vaya! ¿Y ahora qué me pasó?», pensó aturdida mientras trataba de levantarse. «Amor, tranquila. Te desmayaste de repente. Creo que fue la impresión que te dejaron esas mujeres de la calle», le dijo con dulzura el padre de su bebé llenándola de besos y caricias.

Ese día se preocupó por primera vez de la extraña propensión que tenía por perder la conciencia sin aparente motivo, tal y como su madre y abuela lo hacían. Empezó a tratar de recordar, cada vez que se caía, qué era lo que había pasado para que terminara así de golpeada; pero no fue hasta aquel día en que estaba en la regadera, cuando después de sentir unos golpes familiares sobre su vientre abultado a través de la cortina del baño, que tuvo un grado nuevo de consciencia y logró ver en la loseta unas huellas de agua alejándose hacia la puerta. «¿Amor?» murmuró llamando a su esposo antes de desvanecerse y alcanzar a percibir cómo las pisadas se detenían.

Al día siguiente se despertó en su cama, abrazada al cuerpo del hombre que la hacía sentir segura y feliz. «¿Amor? ¿Ayer entraste al baño mientras me duchaba?», le susurró al oído casi temiendo despertarlo. «Entré a levantarte. Te tropezaste otra vez con el tapete. Pero como siempre aquí está tu supermán para salvarte, mi bonita», concluyó abrazándola por la espalda para luego penetrarla con cuidado repitiéndole una y otra vez cuánto la amaba.

Sus amigas que habitaban en la calle que su esposo le tenía prohibido frecuentar, le empezaron a contar historias sobre mujeres que desaparecían para después ser encontradas abusadas y mutiladas en los terrenos baldíos. Algunas tenían la suerte de seguir con vida, pero la mayoría terminaban su martirio semienterradas por el polvo, las plantas y la basura. La invitaron a las reuniones y marchas que realizaban para pedirle a las autoridades justicia y protección, pero ella tenía miedo de que su marido la sorprendiera en las manifestaciones y solo las ayudaba haciendo panfletos o recolectando recursos para la causa. Sentía una profunda rabia por la injusticia que vivían esas mujeres y de vez en cuando compartía su sentir en la casa mientras cenaba con su pareja. «Eres muy buena, mi bonita», le decía con cariño «pero tu lugar está aquí conmigo en casa, además eres muy delicada de salud, ¿lo recuerdas? Tienes que cuidarte por nuestro hijo».

Un par de días antes de la fecha en que tenía programada la llegada de su bebé recibió un paquete de parte de su padre. Al abrirlo vio las zapatillas rojas que su madre le había regalado diez años atrás. Se las puso sintiendo un bulto de remordimiento. ¿Había muerto por culpa de esas zapatillas? Entonces sintió una punzada intensa en su vientre y su cuello uterino empezó a expandirse. Sonrió. En ese momento entró su esposo al cuarto y la vio sonriendo. Ella dirigió sus ojos hacia el vientre para indicarle que el bebé venía en camino, pero él desvió su mirada hacia los zapatos rojos y una vena gruesa partió su frente mientras fruncía el ceño. La tomó de los brazos y la estrujó con fuerza gritándole esas palabras que ahora se presentaban con claridad desde ese rincón en constante negación de su memoria; esas que tanto escuchó decir a su padre, abuelo y anteriores novios: «Eres una puta».

Corrió hacia las escaleras mientras oía cómo su marido le gritaba: «Con esas zapatillas pareces una puta. ¡Quítate esas mierdas, zorra asquerosa!». Sintió cómo una mano le jaló los cabellos mientras la otra la tomaba del cuello. En un intento por zafarse dirigió su brazo derecho hacia atrás logrando arañar el rostro de su agresor, pero eso la hizo perder el equilibrio y caer escaleras abajo.

Mientras seguía buscando con la mirada dónde estaba su otra zapatilla, vio las pisadas de su padre alejándose de su madre, al abuelo sentado leyendo el periódico en la silla de la cocina de la abuela y a su marido saliendo del baño y deteniéndose después de que ella lo llamara. Su vista se fue apagando y a lo lejos se escuchó el llanto de un bebé.

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