Lucía Yolanda Alonso Olvera
—¡Vero,
ya he terminado! Te envío mi parte del documento final en dos minutos —exclama
Nadia contenta mientras se abanica con una revista y observa el reloj de su
computadora que marca las once cuarenta y ocho de la mañana.
—¡Qué
rápida eres, querida! ¡En cambio yo soy lenta como una tortuga! Llevo apenas diez
páginas corregidas y me faltan doce —responde Verónica angustiada sentada en su
escritorio ubicado a unos cuatro metros frente al de Nadia.
—¡Ánimo,
Verito!, tienes hasta el lunes a las diez y media de la mañana para enviarle a Carlos
la versión final. No te agobies, aún te queda todo el fin de semana para acabar
tu parte.
—Estoy
aplicadísima y el lunes lo tendrá el jefe a primera hora de la mañana en su bandeja
de entrada, para que lo envíe al cliente. Menos mal que ya terminamos este
proyecto, ¡estuvo bien denso! —concluye Verónica mientras sigue tecleando.
—Sí.
Estuvo rudo, pero aprendimos muchísimo. Ojalá nos contraten para la segunda
fase. A mí este tema del cambio climático cada día me aterra más, pero me gusta
estudiarlo —responde Nadia en tanto ordena su escritorio y mete su laptop en su
mochila—. Amiga, me voy corriendo. Estoy a muy buena hora para llegar a casa y
ponerme a escribir.
Verónica
deja de teclear, no puede creer lo que escucha. Es viernes al mediodía y no
entiende lo que dice su compañera.
—¿Qué
onda, Nadia? ¿Estás trabajando de consultora por tu cuenta? No me habías
contado nada —afirma desconcertada.
—¿Qué
onda de qué, mi Verito? ¡Por supuesto que no! Con el trabajo que tenemos aquí
en esta oficina me basta y me sobra ¡No alucines! —responde sorprendida—. No te
había contado nada por la cantidad de chamba que hemos tenido. Ya sabes que mi
pasión es escribir, por eso me apunté en un concurso literario y tengo el fin
de semana para enviar mi relato. Así que me voy corriendo —dice levantándose de
prisa echándose a la espalda la mochila.
—¡Ay,
qué buena noticia! Pero cuéntame, ¿ya tienes la historia?, ¿de qué trata? —pregunta
su amiga animada.
—Sí.
¡Ya la tengo aquí enterita en mi cabeza! —dice Nadia señalando su sien.
—Ay, amiga, ¡cuéntamela! —suplica Verónica.
—¡Por
supuesto que no! —afirma rotunda—. Me urge llegar a casa y sentarme a escribir.
Solo te puedo decir que es sobre la terrible y bella vida de mis abuelos, que supimos
gracias a las cartas que mi padre escondió.
—¿Qué
cartas? ¡No puede ser que no me hayas contado nada! Me muero de curiosidad de conocer
la historia. Mira, te propongo un trato —dice Verónica al apagar y cerrar su
computadora—. Este documento lo puedo entregar el lunes y hoy solo vine a la
oficina por el cargador de mi máquina que olvidé ayer, así que me llevo todo a
casa para terminarlo el fin de semana. Hoy he traído el coche. ¿Te acerco a tu departamento
y de camino me cuentas? ¿Cómo ves?
—¡Me
parece perfecto! Mientras acabas de preparar tus cosas para irnos, voy rápido
al baño, que con la emoción y los nervios del concurso literario ya me dieron
ganas de hacer pis —concluye Nadia la conversación y sale corriendo hacia el
sanitario del despacho.
La
Ciudad de México está que arde desde que inició la primavera, la temperatura se
ha disparado hasta los treinta y cinco grados Celsius. Un calor que nunca se
había sentido en estas latitudes. Además, la prolongada sequía ha provocado que
el ambiente se sienta denso y el aire esté muy contaminado. Verónica y Nadia avanzan
lentamente en el tráfico característico del centro de la ciudad, llevan encendido
el aire acondicionado para no sofocarse y evitar el apabullante barullo
citadino.
—Ahora
sí, cuéntame de qué va esa historia de las cartas escondidas que tenía tu papá
—comenta Verónica sorteando el tráfico.
—Es
una historia de amor increíble, Verito. No te la vas a creer.
»El
relato narra la vida de Anselmo y Conchita, mis abuelos paternos, quienes se conocieron
hacia fines del siglo diecinueve, en Galicia, cuando tendrían alrededor de dieciséis
años y se enamoraron hasta la médula. Eran
muy pobres, pertenecían a familias de labradores oriundas de Carbia, en la comarca
del Deza, muy cerca de Santiago de Compostela. No tenían un futuro prometedor
en esos lares.
»En
aquella época, Galicia era una zona rural sumida en la pobreza y el atraso, las
actividades agrícolas estaban debilitadas o casi en ruinas debido a una tierra
cansada, a las altas rentas forales y la división de la propiedad en minúsculas
labranzas y excesivos impuestos. Muchos
hombres jóvenes decidieron irse a «hacer las Américas», buscar nuevas
oportunidades para forjarse un futuro. Anselmo fue uno de esos aventureros, no
había cumplido aún los dieciocho cuando se fue a la Coruña para embarcarse
rumbo a México, no sin antes prometerle a Conchita que le enviaría el dinero
para que lo alcanzara, o en cuanto pudiera volvería por ella.
—¡Qué
vida tan dura la de los migrantes! —comenta Verónica consternada conduciendo hábilmente
en el tráfico.
En el barco rumbo a México, Anselmo se hizo amigo de Jesús, otro pobre muchacho andaluz lleno de ilusiones. Tal vez, si Anselmo hubiera sabido que ese hombre algunos años después lo traicionaría, se hubiera abstenido de haberle contado la historia de su amor por Conchita.
—Mira
Jesús, ella es mi novia, Conchita. La fotografía se la hicieron el verano
pasado que fuimos a Santiago de Compostela a las fiestas —explica Anselmo a
Jesús, mostrándole la fotografía mientras descansan sentados en el piso del cuarto
de máquinas del vapor que los lleva rumbo al puerto de Veracruz.
—¡Vaya
que es guapa tu chica!, ¡qué suerte la tuya! —contesta Jesús, observando detenidamente
la fotografía de Conchita que sostiene en sus manos.
El
moderno puerto de Veracruz de finales del siglo diecinueve bullía de gente y de
actividad comercial. Con su sofocante calor y su distintiva música tropical, le
dio la bienvenida a ese par de gachupines ofreciéndoles la oportunidad de
trabajar en un principio como estibadores, durmiendo en un viejo petate en las
bodegas. Muy pronto sus destinos cambiaron. En el puerto conocieron a los
hermanos Eusebio y Román Rodríguez, un par de prósperos empresarios cafetaleros
que comerciaban varias toneladas de café veracruzano de primera calidad a
España.
Anselmo
de inmediato consiguió que lo contrataran de peón en una hacienda cafetalera al
sur de Córdoba, mientras Jesús, que era, como buen andaluz, más extrovertido y desenvuelto,
empezó a acompañar al patrón, Eusebio Rodríguez, en sus viajes a España como
ayudante en las gestiones para comerciar el delicioso grano mexicano.
Anselmo
aprovechaba los encargos que le hacía su patrón cordobés para ir al puerto para
ver y entregar a Jesús la correspondencia de amor que le escribía a Conchita,
porque en aquellos años una carta a España tardaba más de tres meses en llegar
a su destino. Mi abuelo le escribió cantidad de cartas, prometiéndole que iría
por ella para vivir juntos en Córdoba, donde él, cada día estaba más asentado forjándose
una vida próspera. Conchita nunca le contestó.
Mientras
tanto, Jesús, cada vez que veía a su amigo, le contaba que en cuanto llegaba a
la península Ibérica echaba al correo su correspondencia. Lo cual eran puras
patrañas.
Anselmo,
pesaroso, se imaginó que Conchita, o nunca había recibido sus letras, o se había
enamorado de otro hombre.
Pero
nada de esto pasó, la verdad de la historia fue que, desde que Jesús le entregó
en mano a Conchita la primera carta de mi abuelo, quedó prendado de esa bella y
agraciada muchacha gallega.
Entonces
Jesús, cada vez que Anselmo le entregaba una carta de amor para Conchita, la
abría y la reproducía íntegra: la plagiaba. Luego, al llegar a España iba a
buscarla al pueblo para entregársela y enamorarla con las letras de mi abuelo.
Después
de muchas cartas escritas a lo largo de varios años por Anselmo y falsificadas
por Jesús, mi abuelo se dio por vencido, dejó de escribirle, y no volvió a ir
al puerto de Veracruz.
Mi
abuelo se enamoró y se casó en Córdoba con Olivia, una veracruzana alegre y salerosa,
con quien fue inmensamente feliz y tuvo sus dos primeros hijos; mis tíos Manuel
y Juan.
Por
su parte, Jesús, después de varios años logró enamorarla y convencerla de
casarse con él, aunque en el fondo de su corazón Conchita nunca había amado a
nadie como a Anselmo.
Tras
la boda se afincaron en el puerto de Veracruz y tuvieron a mi tía Andrea.
—Pero
¿cómo es eso de tu tía Andrea? Ella era la hija del traidor de Jesús y Conchita.
¡Oye, me estoy haciendo bolas! —exclama Vero confusa.
—¡Calma,
calma! Espera a que termine de contarte, para que entiendas por qué Andrea
también es mi tía. Aún no acabo con este embrollo, ¡no comas ansias, Verito!
—contesta Nadia sonriendo.
Cuando
Manuel y Juan aún eran niños, su madre, Olivia, murió de fiebre amarilla, una
epidemia que aún persistía a principios del siglo veinte en tierra caliente. Anselmo
se quedó viudo con dos hijos en plena pubertad.
En
el puerto de Veracruz, Conchita vivía largos periodos acompañada únicamente de
su hija Andrea y de una fiel criada cordobesa llamada Micaela, mientras Jesús seguía
en sus interminables viajes comerciando productos entre México y España.
En
una de esas largas temporadas en que Jesús estaba de viaje, Micaela convenció a
mi abuela de ir a Córdoba a la celebración de las Cruces de Mayo, una fiesta religiosa
tradicional de esa provincia que conmemora la cruz en la que Cristo había
muerto para salvarnos y que se organiza poco después de la Semana Santa en los
patios de las casas céntricas y en algunas calles de los barrios más populares.
—¡Ay
no me lo puedo creer! ¡Ya me imagino lo que pasó! —exclama emocionada Verónica
llegando a casa de Nadia.
—Pues
sí, ¡eso que te imaginas, pasó! Mira, allá adelante se está yendo un coche, ahí
te puedes estacionar —señala Nadia el auto que está maniobrando para
incorporarse a la calle.
—Pero
me tienes que contar el final del relato antes de que te bajes. No me puedes
dejar en ascuas —suplica Vero a su amiga.
Efectivamente,
Anselmo, quien estaba con sus hijos disfrutando en primera fila la cabalgata de
las Cruces de Mayo vio justo frente a él, del otro lado de la calle, a Conchita
junto a su hija Andrea y a Micaela. Nos contaba mi papá, que mi abuelo relataba
esta escena como una visión religiosa. Al principio, Anselmo pensó que no era
verdad, pero cuando Conchita lo vio y se dirigió a él para abrazarlo y besarlo
se dio cuenta de que era su amada en carne y hueso.
Mi
abuela nunca volvió al puerto de Veracruz, le escribió a Jesús que no la
buscara y le pidió el divorcio.
Conchita
y Anselmo se quedaron juntos el resto de su vida, tuvieron a mi papá, se
casaron cuando ella logró el divorcio y armaron una familia espectacular con todos
sus hijos: Manuel, Juan, Andrea y mi papá.
Alrededor
de diez años después, murió Jesús dejándole a su hija Andrea una abundante
herencia, varias propiedades en el puerto y una próspera empresa
comercializadora.
Mi
tía Andrea encontró, en la caja fuerte de la oficina de su padre, las cartas
que mi abuelo le escribió a Conchita durante todos esos años en los que confió
en su amigo. Un año más tarde mi abuelo también murió.
Esas
cartas nunca se las entregaron sus hijos a Conchita, para no lastimarla con ese
recuerdo. Andrea decidió dárselas a mi padre, el único hijo fruto de este
tremendo amor. Mi papá las escondió, y hace un año que falleció y nos
repartimos los muebles, las encontramos mis hermanos y yo debajo del ropero de
su habitación. Entonces fuimos a ver a mi tía Andrea, que a pesar de su
avanzada edad nos contó este enredo.
—¡Qué
bonito relato familiar! —afirma Verónica emocionada.
—¡Sin
duda, la historia de mis abuelos es como de película! Verito, muchas gracias
por traerme a casa. Me voy volando que tengo el fin de semana para escribirla,
corregirla y enviarla. ¡Qué nervios tengo! —contesta Nadia, mientras toma su
mochila, abre la puerta y se baja del coche.
—¡Suerte,
amiga! Nos vemos el lunes temprano en la oficina. ¡Disfruta tus letras!
No hay comentarios:
Publicar un comentario