Doris Verónica Martínez Méndez
La luz amarillenta de la calle se introduce entre las
rendijas de la persiana. Todo está quieto y callado, las sombras de los muebles
se abarrotan entre sí, como si el salón del apartamento se encogiera en la
oscuridad. Un hilo de humo blanco escapa de la pila de colillas del cenicero sobre
la mesa de la cocina. El olor a tabaco impregna las fibras desgastadas de la ropa
y se pega al sudor agrio que transpiras, en tanto tu cuerpo flaco y larguirucho
se encorva en la pequeña silla plegable que chilla cada vez que intentas
acomodarte.
Te has quedado mirando, sin parpadear, la vuelta del minuto
en el reloj de pared. Cada segundo hace un chasquido que interrumpe tus pensamientos,
coincide su ritmo con el de la vena que brinca bajo tu párpado derecho. Tus
ojos vidriosos, con arañas vasculares, se hunden en unas ojeras parduzcas que
resaltan la palidez de tus mejillas enjutas y sin afeitar. Entre tus dedos
giras una ficha dorada de póquer con notoria habilidad.
Apartas la mirada del reloj para dar un rápido vistazo a la
habitación: comedor y cocina ocupan el mismo espacio. La estufa y el
refrigerador comparten una pared y el fregadero es una poceta abarrotada con
apenas dos platos de la cena. El chasquido de la aguja del reloj vuelve a
distraerte. Contemplas la baraja sobre la mesa y enciendes otro cigarro: el
último de la cajetilla. Repartes los naipes entre tú y la silla vacía situada
frente a ti, das un rápido vistazo a la puerta de la habitación al fondo.
«¿Cómo carajos llegué a esta pocilga? Mi suerte tiene que
cambiar», piensas y regresas tu atención a la baraja, unos segundos antes que
te distraiga el chasquido del reloj.
Susana duerme tranquilamente en la habitación, no ha notado
tu ausencia en la cama o no la echa de menos. En el sueño parece olvidarlo todo,
o eso piensas. Ha perdonado tantas tonterías que olvidas que han sido, en
realidad, iniquidades.
«No la merezco», te dices y repartes las cartas de nuevo.
Hace un año todo era diferente. Se habían mudado a la ciudad
por tu nuevo empleo en la tienda de Roberto, un amigo perdido de la facultad
que hizo su suerte en la venta de celulares y artículos tecnológicos.
—Me pareció una buena idea, ¿quién no tiene un celular en
estos tiempos? —dijo al mostrarte el pequeño almacén que inauguraba en el
centro.
—Siempre has sido un visionario —dijiste y te sorprendió la
envidia que mordió tu estómago.
—Sí, pero soy un bruto para las matemáticas, Carlos, por eso
necesito tu ayuda.
Así empezaste en tu puesto de contabilidad, haciendo números
y dando cuentas al fisco del dinero de otro con mayor fortuna que tú, pero que
te pagaba bastante bien, quizás más de lo que pagaría cualquiera. Conseguiste
una casa en un buen vecindario: dos plantas, tres habitaciones, sala y comedor
independiente y una cocina como sacada de una revista culinaria. Susana y tú
volvieron a los días de luna de miel, la consentías con cualquier baratija
insignificante, ella no pedía mucho, nunca lo ha hecho.
—Voy a hacer una fiesta por la nueva tienda —te anunció
Roberto y te dio una palmada en la espalda—, nos la merecemos, ¿por qué no
llevas a Susana?
—A ella no le gustan las fiestas, Roberto.
—Sé que sabrás convencerla.
La fiesta fue en un hotel suntuoso de la ciudad, con
temática de juegos de casino. Entraste al salón y tus ojos se encendieron al
ver aquellas mesas con distintos juegos de cartas y ruletas. Susana apretó tu
brazo y decidiste ignorar su mirada nerviosa.
—¡Qué bueno que han venido! —los saludó Roberto y le sonrió
a tu esposa—. Susana, te ves preciosa, esa es una hermosa joya.
Susana llevó su mano al relicario que colgaba sobre su
escote y lo apretó por reflejo.
—No me habías dicho que era una fiesta de casino —dijiste
con la emoción de un niño, la misma que sentiste de pequeño aquel día que tu
padre te llevó por primera vez al hipódromo.
Tuviste una noche como pocas. Causaste sensación en cada
juego y mientras toda la atención se centraba en ti, Susana se mantuvo aislada
y dispersa, pero la ignoraste.
—Tuviste una racha magnífica —te felicitó Roberto y le
sonrió a tu esposa—. Afortunado en el juego y en el amor, eso no se ve a
diario.
Susana le dio a Roberto una mirada de soslayo que no notaste.
Te lo dijo también, y no la escuchaste:
—No confíes tanto en él, Carlos.
Pronto vendría el efecto dominó de aquella noche. Las rondas
ocasionales en los casinos pasarían a ser algo de todos los fines de semana.
Roberto solía acompañarte algunas veces y sabías limpiarle los bolsillos de vez
en cuando. Susana te creía trabajando horas extra, pero no veía el dinero que correspondía
a ellas y pronto también sería menos el que le dabas para los gastos de la casa,
pero no te lo cuestionó. «¡Es tan buena!», pensaste.
Una tarde la encontraste llorando en la habitación y notaste
su pequeño cofre de joyas disperso en el tocador.
—No encuentro mi relicario —se lamentó y siguió su búsqueda.
—¿Cuál relicario? —mentiste.
—Mi relicario, Carlos, el que me dio papá en mi primera
comunión.
—Debe estar por ahí, ya aparecerá.
—Ha estado en mi familia por generaciones, es el último
recuerdo de mi padre —sollozó por la impotencia y no supiste consolarla.
El sábado siguiente te escapaste de casa, como era tu
costumbre, y buscaste a Roberto para ganarle una partida y recuperar aquella
joya.
—Lo siento, Carlos, pero ya no la tengo. Conocí a alguien y,
en un arrebato pasional, se la obsequié.
—¿Cómo me dices eso? Me prometiste que me esperarías hasta
que te pagara.
—¿Qué te digo? Eso fue hace meses y ya no me dijiste nada
del asunto. Me ganó el corazón, Carlos, quería quitarle la tristeza a su
sonrisa. Tú deberías entender eso, ¿no?
Te resentiste tanto con tu amigo que no declaraste los
impuestos de ese mes en el almacén. Tenías muchas deudas y te tomaste el dinero,
lo devolverías cuando te pasara el enojo. «Un préstamo», pensaste. Fuiste muy
torpe al dejar rastros y Roberto se enteró al poco tiempo.
—Por consideración a nuestra amistad y a tu pobre esposa,
Carlos, no voy a denunciarte, pero no puedes seguir trabajando conmigo. Lo
entiendes, ¿no?
Le dijiste a Susana que tuviste un altercado con Roberto, le
inventaste que el desgraciado te quería obligar a mentir en las declaraciones
fiscales. Lloró amargamente por la zozobra y el desengaño, tanto, que cayó
enferma algunos días. Entonces te entregó los ahorros que tenía para sobrellevar
la situación mientras encontrabas otro empleo. «¡Es un ángel!», pensaste.
Cuatro meses de atrasos en los pagos te obligaron a dejar la
casa y buscar un lugar más económico. Habías visto con desprecio los
multifamiliares cuando ibas de camino al almacén del centro; esos edificios
apretados entre industrias textiles y fábricas varias, con sus fachadas deslucidas
y ventanas opacas por el humo de los automóviles. Había una continua algarabía
entre sus calles: los gritos de los vendedores ambulantes, el rumor de los motores,
la música estridente de las tiendas y, con bastante frecuencia, las sirenas de
las patrullas y ambulancias. Tenía el aire una mezcla de olores nauseabundos, pero
a las dos de la tarde no faltaba un empalagoso aroma a pan horneado de la fábrica
de galletas.
Se caminaba con dificultad entre tanta gente, mirabas la
calzada para no pisar excremento de perros callejeros y alzabas la mirada en
busca de las palomas que defecaban desde los tendidos eléctricos. Un escenario
dantesco, pero era lo único que podías costear.
El apartamento estaba equipado con una cocina y
refrigeradora, había un sillón de mimbre y una mesita en el comedor. Susana te dio
la idea de vender los muebles de la mudanza que no necesitaban para pagar el
depósito de seguridad y pensaste que conseguirías un poco más si los apostabas
en un juego de póquer. Fuiste a un bar casino del centro, el que tenía además
un prostíbulo en el salón del fondo. Era mejor buscar un lugar donde nadie te
conociera, y ¿qué mejor que aquel sitio de mala muerte?
—¿Qué demonios haces aquí, malparido? —preguntaste al
reconocer a Roberto en la barra.
—¡Carlos, qué gusto! —te respondió como si nada hubiera
pasado entre ustedes—. ¿No recuerdas a don Fermín? Es quien me renta el almacén.
Tiene varios negocios en la zona, no todos tan honestos, pero siempre muy
discretos.
—S… sí... —dudaste en decir con un ligero tartamudeo—, lo
recuerdo...
—He intentado llamarte, pero no conecta el número. Sé de
alguien que puede ayudarte a conseguir otro celular si lo necesitas —bromeó y
te dio una palmada en la espalda, esas que acostumbraba siempre que hacía un
chiste—. No hay rencores, ¿o sí?
—¿Vas a ofrecerme trabajo de nuevo? —te atreviste a
preguntar.
—Me encantaría, pero tengo inversionistas, Carlos, bastante
trabajo me costó librarte de una denuncia.
—Claro, yo entiendo.
—¿Vienes a jugar un rato? ¿Despejar la mente?
—Podría probar suerte, me vendría bien.
Esa noche la suerte se dejó seducir. Conseguiste un poco más
del valor de tus muebles y la satisfacción de dejar limpio a Roberto.
—Cuando tienes suerte, la tienes —te dijo con una sonrisa
resignada—: en el juego y en el amor.
—¿Qué hay de tu novia? ¿La conquistó la joya de mi mujer?
Roberto soltó una fuerte carcajada y terminó su trago de
golpe.
—Merezco tu reproche y no voy a negarte el crédito. Susana seguro
entiende…
—Ella no lo sabe.
—De alguna manera intentaré compensarte, ¿por qué no me
pones como referencia en tu currículo?
—¿Hablas en serio? ¿Vas a omitir lo que sucedió?
—Somos amigos, Carlos, tuviste una mala racha, pero esta
noche parece que te cambia la fortuna.
Regresaste a aquel multifamiliar con tan buen ánimo que
ignoraste el escándalo de los borrachos en la esquina. Susana se había ido a
dormir, pero te había dejado la cena sobre la mesa de la cocina y sonreíste: «¡Es
la mejor mujer de todo el mundo!».
Comiste con tranquilidad y lavaste tu plato. Tu esposa dormía
con tanta paz que no quisiste perturbarla, fuiste a su tocador y pusiste el
dinero que habías ganado. Nunca te sentiste tan orgulloso y optimista.
Tu buena racha se convirtió, nuevamente, en una cadena de
infortunios. Nadie te contrataba, pese a las referencias de Roberto. Terminaste
en el callejón detrás del Ministerio de Hacienda junto a otros contadores
desempleados, ofreciendo tus servicios a particulares por unos cuantos dólares.
Compartías el quiosco de una tienda de licuados y sacabas cuentas entre el
ruido de las licuadoras y el olor de las pulpas y desperdicios en el basurero. Por
las noches llevabas lo poco que recaudabas al casino de don Fermín para
intentar, al menos, sacarle intereses. Roberto llegaba todos los viernes por un
trago, pero se iba temprano y no siempre podías ganarle.
Susana hacía algunos trabajos de costura para ayudar un poco
al hogar. Te esperaba despierta mientras cosía cremalleras y pegaba botones de los
vecinos que miraban su anuncio en la portería. Pensabas de nuevo: «¡No la
merezco!».
—¿Qué le pasó a la tele? —te preguntó un día que regresaba
del mercado y notó la pequeña mesa vacía.
—No lo sé —mentiste e hiciste un ademán con tu mano—, la carambada
dejó de funcionar.
—¿Cómo?, si ayer funcionaba bien.
—No lo sé, mujer, hoy quise ver el partido y no encendió. La
llevé a reparar.
—Espero no cobren muy caro y no tarden mucho —lamentó ella y
fue a guardar las compras—, ¡con lo emocionante que está la telenovela!
Sentiste un aguijonazo en el pecho y te prometiste que le
recuperarías a tu esposa ese pequeño lujo que le habías arrebatado, pero
pasaron los días y no te alcanzaba para saldar tu deuda en la casa de empeño.
—¿Qué te ha dicho don Julio de la tele?
—Está buscando la pieza que necesita, al parecer no es fácil
de encontrar.
—¿No será muy cara la pieza? No vale la pena, así como están
las cosas. Doña Tula, del cinco, me deja ver la telenovela con ella y terminará
cualquier día de estos.
—Eres demasiado buena —dijiste en voz alta por primera vez y
Susana te dio una sonrisa triste. Nunca te había sonreído así.
La luz de la mañana ilumina todo el apartamento y escuchas
ruidos en la habitación: Susana ha despertado. Te levantas de la mesa, tiras
todas las colillas en el basurero y guardas la baraja en tu pantalón.
—¿Qué le pasó al reloj? —pregunta ella al salir y ver el
reloj roto en la mesa.
—Se cayó de la pared —mientes y notas una mirada suspicaz en
ella, nunca te había mirado así.
—Parece que no dormiste —dice y entra a la cocina a preparar
el desayuno—. No hay café, no pude comprarlo, ¡está tan caro!
—No te preocupes, tengo algo de dinero, al regresar del
trabajo traeré un poco.
—Si te alcanza, trae un poco de azúcar.
Asientes y te metes a bañar, tampoco hay champú y la
pastilla de jabón ya es una masa blanda sin forma. Al salir revisas tu
billetera: solo tienes un billete de cinco dólares. Buscas monedas en el
tocador y notas unos pendientes de esmeraldas que hicieron brillar tus pupilas
por unos segundos. No sabías que Susana los tuviera, no acostumbra a usar
joyas, no le gustan, ¡es tan modesta y austera!
Tu esposa te había preparado un pan tostado con miel y medio
vaso de leche, pero te disculpas con ella y sales a prisa. El hambre y la preocupación
te abren un hueco en el estómago. Bajas corriendo las escaleras y apenas saludas
a doña Tula en la entrada. Cuando llegas al callejón te encuentras con que han
desalojado todos los puestos ambulantes, incluido el tuyo.
—La municipalidad nos manda a la mierda por no tener los
permisos —te explica uno de los vendedores que termina de recoger su producto.
—¿A dónde llevaron todo? —preguntas, desesperado—. ¡Dejé mi
computador bajo llave! ¿Simplemente rompieron el seguro como si nada?
—La calle no tiene dueño, dijeron.
Te halas tan fuerte los cabellos que algunos quedan entre
tus dedos. Corres entonces al almacén a buscar a Roberto, ¡solo él puede
ayudarte!
—Cálmate, Carlos, no entiendo nada de lo que me estás
diciendo.
—Necesito que me organices un juego, uno grande, sé que
puedo ganar.
—¿Don Fermín ya no te da crédito?
—Solo quiere efectivo, Roberto, y estoy seco. Tú puedes
respaldarme con él, a ti pueden interesarte unos pendientes que Susana nunca ha
usado...
—¿Estás seguro de lo que me estás pidiendo? Carlos, puedes
perderlo todo —te advirtió y pareció más una amenaza—, tu mujer no va a
perdonarte…
—Ella jamás lo sabrá, no planeo perder. Solo necesito un
empujón para levantarme. Habla con don Fermín.
—Veré qué puedo hacer.
La zozobra y los nervios te hacen entrar a tu casa como un
criminal. Susana debe estar con doña Tula viendo la telenovela. Entras al
cuarto con sigilo y buscas las joyas entre tanta baratija en su joyero y te
lamentas no haberle hecho mejores regalos a tu mujer: «Es tan sencilla, no pide
mucho». Tomas los pendientes y te empieza a acechar el recuerdo de su mirada
suspicaz, piensas que parecía más un reproche. Susana nunca te ha reprochado
nada en toda su vida. Sabes que lo mereces, pero ella no lo haría. ¡Es una
santa!
Don Fermín cerró el bar para tener más privacidad, pero dejó
abierta la puerta hacia el prostíbulo. Entre los jugadores que han llegado hay
un anciano escuálido, flemático, que escupe con frecuencia al piso, y un tipo
fornido, agresivo, de aspecto tosco; este último te ha puesto nervioso. Roberto
solamente mira desde la barra. La noche avanza y las fichas cambian de mano con
cada hora que pasa. El anciano se retira con sus ganancias, solo quedas tú y el
tipo rudo. Miras tus cartas: tienes muy pocas posibilidades.
—Voy a entrar —pide Roberto de repente y pone su apuesta
sobre la mesa, y un poco más.
—Solo aumentarás mis ganancias —advierte aquel jugador y
aspira de su cigarrillo.
—Veremos.
Pasan varias horas, el humo del cigarro forma una neblina
alrededor de la mesa. Te sientes aturdido, no has dormido ni probado bocado,
pero es tu última oportunidad. Roberto ha dado la vuelta a la partida dejando
al oponente apenas con un par de fichas. Tú has recuperado mucho y algo te dice
que Roberto ha hecho todo esto para ayudarte. «Es tan buen amigo», piensas.
—¡Bah! Me retiro —reniega tu rival y suelta la mala mano que
tenía.
—¿Tú qué dices? —te pregunta Roberto.
—Sigo.
—Bien —responde y ofrece todas sus fichas con una risa
cándida—, subo esto y, se me ocurre, darte tu trabajo de nuevo, si ganas.
Entonces te lo crees: Roberto quiere ayudarte, por eso entró
de último momento, para limpiar al otro y dejar que te recuperes. Él nunca ha sabido
fingir el juego. Lo has repasado mil veces: esa candidez en sus modos, su risa torpe
y el continuo parpadeo: ¡debe tener una mala mano!
—¿Hablas en serio?
—Mi honor lo respalda, ¿qué me ofreces para igualar la
apuesta?
—Ya puse todo sobre la mesa, ¿qué más podría ofrecerte?
—¿Tu mujer?
Una carcajada sale de tu garganta con un estertor grueso por
estar respirando el humo denso del ambiente. Roberto tuerce una sonrisa
infantil y eso te convence de que te está dando la salida a tus problemas. Si
ganas, ¡recuperas tu vida! Si pierdes, no, ni siquiera lo piensas. Ves las
cartas en tu mano: tienes una escalera de color. ¡No puedes perder!
—Está bien, ¡mi mujer! —dices y sellas el trato poniendo tu
sortija de matrimonio sobre la mesa.
Muestras tus cartas, los dedos te tiemblan según alineas los
números de menor a mayor: siete, ocho, nueve, diez y jota.
—¡Guau! Nada mal —reconoce Roberto.
Tus ojos brillan y sonríes como un demente. Ves las fichas
que has ganado y recuerdas su palabra de devolverte el trabajo. Piensas en
Susana, ¡se pondrá tan feliz! Entonces Roberto muestra sus cartas y el rubor de
tu éxtasis se borra de golpe.
—Flor imperial —te explica como si fueras un niño estúpido.
—Pe... pero —tartamudeas y frunces el ceño con una mirada
desconcertada—, estás jodiendo, ¿verdad? Tú ibas a ayudarme...
—¿Cuándo dije eso? —ríe Roberto y se levanta a darte una
palmada en la espalda, por primera vez la sientes como una daga—. Lo siento,
Carlos, pero descuidaste a la reina.
—Ella no se irá contigo —aseguras con el rostro contraído—.
Esto no puede ser en serio.
—Has renunciado a Susana —señala Roberto y toma entre dos
dedos el anillo de la mesa para examinarlo—. «Deudas de juego son deudas de
honor», si te queda un poco.
Tu cabeza es ahora un enjambre de avispas. Tiras la mesa, las
fichas caen sobre los escupitajos del anciano y sales a prisa.
Ya amanece y la rutina de la gente no se hace esperar. Llegas
al edificio, te detienes de golpe para tomar aire y aclarar tus ideas.
Encuentras a doña Tula luchando por abrir la cortina metálica del quiosco de
revistas y te pide ayuda.
—Muchas gracias, joven.
—Soy yo, doña Tula, Carlos, del quince —le recuerdas y
señalas el edificio—. Mi esposa es Susana, ven juntas la telenovela que está
por terminar.
—Perdón joven, no sé de qué me habla, no conozco a su
esposa.
Carlos está ahora corriendo por las escaleras. Ya tienes todo listo, una pequeña maleta te ha bastado para lo que quieres llevarte. Recibiste la llamada hace veinte minutos. Terminas de pintarte los labios de un rojo carmesí, sonríes radiante frente al espejo y te acomodas el escote en tu elegante vestido nuevo, haciendo notar aquel relicario que recibiste de tu padre cuando eras niña. Dejas la baratija de tu anillo nupcial sobre el joyero y no te molestas en dar un último vistazo al salir. Roberto te espera en el lugar de siempre.
Excelente cuento, me fascina la autora, publica me cuentos
ResponderEliminarMe cautivó desde el primer párrafo y me encantó el inesperado desenlace. Le auguro un gran futuro a la escritora.
ResponderEliminarExcelente cuento, entretenido y elegante a la vez. Gran Autora
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