Ruth Rosales
La línea de carros ese día estaba en particular bastante
larga. De las diez garitas que el lado norteamericano tenía construidas para
revisar el pasaporte y la visa de los que pretendían cruzar «al otro lado»,
solo dos estaban abiertas. El capo del cártel de Juárez había muerto hacía unos
meses, por lo que la guerra territorial había empezado y los chalanes del
cártel del sur, el de Sinaloa, no tardaron en irrumpir en casas y negocios de
los líderes de los allegados del ahora occiso narcotraficante. La ciudad
fronteriza mexicana se convirtió en un campo de batalla y el Gobierno Federal
estableció el toque de queda, por lo que, ningún ciudadano, podía circular
después de las ocho de la noche.
Mi mamá estaba lista esperando a mi padre desde las seis de
la mañana ya con la maleta preparada. Él le había dicho que llegaría tarde
debido a complicaciones laborales, pero ella sabía en el fondo que no oiría
nada de él hasta que el sol la levantara, si es que tenía suerte. No tuvo que
esperar a que los rayos de luz hicieran su trabajo, las contracciones
esporádicas de los dolores de parto iniciaron desde las tres de la madrugada,
para después transformarse en movimientos pélvicos sincronizados en intervalos
de veinte minutos. Tenían todo preparado para tenerme en El Paso, Texas. Como
buenos fronterizos, toda mi familia había crecido en el lado mexicano, pero
eran nacidos en la tierra de las barras y las estrellas, lo que nos permitía
tomar ventaja de las bondades de ambos mundos.
El reloj marcaba ya la una de la tarde, los periodos de los
espasmos eran cada diez minutos con una duración de noventa segundos. Las gotas
de sudor caían esporádicamente sobre el rostro de mi madre y, después de
morderse los labios, marcó el teléfono de su cuñada. Tenía que pedir ayuda.
Había que cruzar todavía el puente internacional y la fila de coches con
seguridad estaría larga. No podía arriesgarse a que su hija naciera de este
lado equivocado del mundo, menos ahora, cuando la guerra estaba iniciando.
Pasaron veinte minutos después de colgar con mi tía, cuando
mi padre llegó por ella. «Vine tan rápido como pude» le dijo tropezando al
bajar de su camioneta Bronco del año 1974. ¿Cómo supo qué estaba pasando, y
dónde está su hermana? Fueron las preguntas que su ceño y ojos le hicieron
mientras la ayudaba a subir en medio de una larga contracción; al menos ya iban
rumbo al hospital, las respuestas podrían esperar, lo importante es que su hija
nacería en el lugar correcto.
Eran las seis de la tarde y ellos seguían en la interminable
fila para cruzar el puente internacional. Los intervalos entre una contracción
y otra se acortaban. Entre ellas pasaban tres minutos con sesenta segundos de
duración. El sudor se había transformado en una cascada de agua hirviendo que
brotaba de los folículos de los cabellos de mi madre y recorría su rostro de
forma embravecida. Los ejercicios de respiración le ayudaban, pero el estrés de
ver esos carros inertes y el temor de no lograr cruzar la maldita línea
divisoria, hacían difícil que se entregara al ejercicio de permitir que su
cuerpo se expandiera para recibirme al mundo.
Las siete cuarenta y cinco de la tarde, en quince minutos se
activaría el toque de queda y las garitas cerrarían hasta las seis de la mañana
del día siguiente. «Puedo bajarme y caminar» diría mi madre en un minuto en que
la apertura de su pelvis cedió y le permitió articular palabras más o menos
entendibles. Faltaban cinco coches, solo veintidós punto cinco metros de
distancia, si tomamos en promedio cuatro punto cinco metros de longitud de cada
uno. «Ya casi cruzamos, no puedes salirte, no hay quién te lleve al hospital
del otro lado» es lo que mi padre respondió mientras contraía los nudillos de
sus manos al apretar el volante. «No voy a llegar al hospital» pensó mamá y
entonces empecé a nacer.
Las manos de papá temblaban cuando le mostró los pasaportes
al agente aduanal, quien, al notar algo extraño en su comportamiento, estuvo a
punto de apartarse y desenfundar su arma, pero yo no se lo permití, porque hice
que mi madre emitiera un grito que abarcó los cuatro kilómetros de distancia
que existía entre una ciudad y otra. «She
is in labor» es lo último que escuchó salir de los labios de mi padre,
antes de que ella se rindiera al llamado del dios del inframundo.
Los agentes aduanales llamaron al 911 y en menos de cinco
minutos llegaron ambulancias y paramédicos. Era veintinueve de febrero de uno
de esos años a los que llaman «bisiestos». Íbamos camino al hospital. Mamá
yacía inconsciente conectada al oxígeno, mientras los paramédicos trataban de
sacar mi cuerpo atorado debido al esfuerzo sobrehumano ejercido por sus caderas
para evitar que saliera del lado equivocado del río. Tanto ella como yo dejamos
este mundo durante algunos segundos, pero, en el momento en el que escuchó mi
voz gritando su nombre, cuando su alma cruzaba el Aqueronte al lado de su
barquero, no dudó en saltar y nadar en sus aguas justo en el instante en que yo
desgarré su pelvis y salí muda, abriendo mi boca solo para tragarme el río
entero.
Mi padre estaba hecho una plasta de nata. El estrés mezclado
con toda la emoción engullida, lo dejó en estado catatónico durante días. Algo
enajenaba su espíritu, mi madre lo intuía, podía verlo en lo nebuloso de sus
córneas y la respiración ausente. Sentía el roce de sus manos tembloroso y
llegó a contarme después, que las lágrimas le caían sin permiso cada vez que me
cargaba o la veía amamantarme. «¿Qué es ese dolor tan grande que te hace
arrepentirte de todos tus pecados?» pensaba ella cuando él la besaba para irse
a trabajar.
Aquello que atormentaba a mi padre hizo que se refugiara en
las paredes del templo católico de la comunidad. Empezó a ir a retiros
espirituales y hacer voluntariado para los eventos de recolección de fondos. La
familia entera asistía sin falta a los servicios dominicales, mientras yo
pasaba de un salón de catecismo a otro hasta llegar a la adolescencia y recibir
el sagrado sacramento de la confirmación.
Aunque vivíamos con comodidades y nunca nos faltó nada, mis
padres decidieron que cursara mi educación secundaria en una escuela pública.
Era impresionante la cantidad de adolescentes reunidos en dieciocho salones con
capacidad para treinta personas cada uno. Cabe decir que no siempre se cumplía
el cupo máximo y llegué a estar en grupos en donde éramos cuarenta y cinco
alumnos tomando la clase.
Había distintos sectores mezclados en esos edificios
difusores de conocimiento. Desde aquellos que venían de colonias populares y
precarias hasta quienes, como a mí, nos dejaba un chofer en la puerta de la
escuela y por la tarde nos recogía la muchacha que hacía en nuestras casas la
limpieza. Esas diferencias se notaban en la forma de vestir y hablar, pero al
final todos estábamos ahí revueltos unos con otros, inhalando el olor del caldo
alborotado de hormonas que éramos. Mi fe cristiana empezó a verse tentada ante
las constantes preguntas de ¿quién soy? ¿Qué quiero? ¿A qué vine a este mundo?
¿Dios existe? Who the hell is the devil?
Mi personalidad siempre fue muy moldeable. Solía ir de un
grupo de amigos a otro. Aprendía sus códigos, la jerga que utilizaban, los
rituales para pertenecer y todo aquello que me hiciera sentir parte de una
tribu, pero nunca me quedaba. Este ir y venir incomodaba a algunas personas
mientras que otras lo aprovechaban para sacar ventaja y me pedían favores. De
repente jugaba el papel de mediadora y otras de cupido. No era la chica famosa
de la escuela, pero sí me llegué a ganar cierto respeto al no meterme en
broncas ni chismes.
Mientras exploraba mi personalidad en la escuela, en casa me
aislaba cada vez más. Ya no disfrutaba ir al templo con mi familia. Veía que
las dinámicas generadas entre lo que se decía en un sermón y las actitudes de
los adultos fuera del recinto no coincidían. La mojigatería de mi padre me
molestaba cada vez más. Mucha devoción a un Dios sin voz cuyo mayor logro había
sido mantener a papá junto a mi madre. Ellos, que no eran más que la sombra
insípida y desabrida del otro. ¿Cómo era posible que yo en la escuela pudiera
pasar del grupo de los populares a los emos sin problema alguno y en mi casa
era incapaz de descifrar lo que ocurría dentro de la mente de mis padres? O lo
que era peor, lo que sucedía en la mía.
La rebeldía propia de la adolescencia me llevó a explorar
otras formas de encontrar respuestas a mis preguntas existenciales. Primero
exploré otras religiones que siempre me mostraron lo mismo: una madre virgen,
un hijo de un dios supremo, las pruebas que hay que pasar para lograr la
iluminación y regresar al mundo terrenal a compartir la sabiduría adquirida.
Listo, perfecto, ¿y luego? Por supuesto mi mente inmadura no alcanzaba a ver
más allá de lo que significaban las enseñanzas de los distintos profetas.
Quería respuestas y me encontraba con la imagen exacerbada de mi padre y el
servilismo irracional de mi madre. Todas las doctrinas eran lo mismo. No había
para donde ir.
En la escuela estaba el grupito de los pesados-pesados. No
eran los típicos rebeldes, no. Ellos estaban relacionados directamente con los
narcos en turno que ocupaban el territorio de mi ciudad fronteriza. Todos
sabíamos lo que hacían y no decíamos nada. Era algo normal. Yo me llevaba con
ellos como con el resto de los clanes. Un día me quedé hasta tarde zurciendo un
vestido en mi taller de corte y confección. Platicaba con otra chica que
pertenecía a los pesados-pesados. Era un pedacito de mujer delgada y diminuta.
Su piel destellaba una blancura transparente que permitía ver sus venas.
Entre una puntada y otra pasamos de temas triviales de la
escuela a una conversación más profunda y un tanto absurda. Ahí estábamos, dos
adolescentes de dieciséis años tratando de descifrar el origen de la vida. Por
primera vez escuché el concepto de «todos somos uno» y de cómo nosotros
formábamos parte de Dios por lo que también éramos dioses creadores de nuestra
propia realidad. Le pregunté dónde había escuchado eso y, pensando que me diría
que de alguna religión oriental como el budismo o hinduismo, se limitó a
decirme que si la acompañaba el fin de semana a casa de su primo en Samalayuca,
en medio del desierto, me respondería.
Por supuesto se me complicaría el permiso con mis padres por
tratar de quedarme a dormir con una desconocida en un pueblo a una hora de
distancia de la ciudad y en plena Semana Santa. Tenía que inventar un pretexto
creíble y hacer parecer a mi nueva amiga como la chica más dulce, confiable y
de buena familia de Ciudad Juárez. Bien se dice que hay que tener cuidado con
lo que se desea, ya que los múltiples dioses que había explorado confabularon a
mi favor e hicieron que mis padres se fueran de retiro espiritual justo ese fin
de semana. Así que, cuando estaba dando mis mejores argumentos literarios
describiendo a mi nueva amiga como la inmaculada que salvaría mi alma, ellos ya
estaban preparando mi maleta para quedarme en su casa y así ahorrarse lo que
les costaría contratar a una nana para cuidarme.
Apenas
bajé del carro noté que a mis calcetines se adherían decenas de toritos, esas
hermosas flores secas que en esta región el viento lleva a todos lados. Lo
consideré un augurio de que algo bueno sucedería. El resto de los
pesados-pesados ya estaban en el rancho del primo de mi amiga e hicieron
exclamaciones de júbilo al vernos llegar, lo que me hizo sentir bienvenida y en
confianza. Yo los conocía a todos de vista y había cruzado palabra con uno que
otro por diversos motivos. Que si pásame los apuntes de la clase fulana, que si
dile a los fresitas esos que se dejen de mamadas y no vigilen tanto la entrada
a los bailes para meter el chupe, que si entretén al profe de mate para que no
vea que nos salimos del salón después de pasar la lista, y así, puras babosadas.
Como era de esperarse, la droga y el alcohol empezaron a
circular. A mí me tenía sin cuidado que se emborracharan o pusieran hasta
arriba. Solía cargar siempre gas pimienta por si alguien osara pasarse de vivo.
Sabía que eso no garantizaba mi seguridad, pero no me sentía amenazada.
Confiaba bastante en mi labia y destreza para quitarme a borrachos o drogos de
encima. Yo no solía entrarle a nada de eso, no porque fuera mojigata, sino
porque mi cuerpo tenía tolerancia cero a cualquier fermento, polvo o químico
que ingiriera. Cuando tenía diez años me tomé a escondidas una cerveza de mi
papá y terminé en el hospital. A los trece fumé mariguana e igual acabé en la
sala de urgencias y, cuando cumplí los quince, un primo me dio un pasón de coca
y casi entro en coma por la ridícula cantidad inhalada. Todo esto gracias a que
mi cuerpo no produce las enzimas adecuadas para metabolizar las toxinas
presentes en el alcohol y algunas plantas que la naturaleza tan maravillosa
había puesto para el deleite y placer de los seres humanos. Magnífica suerte la
mía.
Mi amiga tampoco le entró a la ronda y me llevó a la parte
de atrás de la casa que daba directo al desierto. La noche era absorbente. Se
escuchaban grillos, uno que otro búho, crujidos de quién sabe qué animales
rastreros y un silencio natural, libre de los ruidos artificiales de la ciudad.
Y qué decir del cielo, no se distinguía ni un espacio libre. Miles de millones
de puntitos diminutos palpitando en el firmamento.
Cuando estaba más absorta en la belleza que me rodeaba, mi
blanquecina amiga se acercó a mí y me dio un vaso con una bebida. Yo le dije
que no tomaba porque me ponía muy mal y terminaba siempre en el hospital. Ella
respondió que no era una bebida alcohólica y que si quería saber de dónde
sacaba esas reflexiones sobre Dios y la vida, me tomara ese chocolatito que
tenía en la mano. «¿Chocolate? ¿Me voy a tomar un chocolate?», pensé mientras
analizaba con reserva el contenido del vaso desechable.
Si no todos los adolescentes del mundo son inconscientes, al
menos sí el noventa y nueve por ciento y yo no formaba parte de ese uno por
ciento cuerdo. Así que, aun cuando todo me decía que no tomara lo que había en
ese vaso, me lo empiné completito.
Cierra los ojos, me dijo mi amiga, y entrégate a los sonidos
del desierto. Lo primero que escuché fue el crujir de las ramas. Estuve tentada
en desobedecer la orden de mi comadre para ver quién se acercaba, pero no eran
pisadas lo que se oía. Decidí confiar y seguir atenta a cualquier ruido. A lo
lejos alcancé a detectar el ulular de un búho y casi al mismo tiempo percibí el
canto de las ranas.
Al cumplir catorce años, mi madre me contó que cuando nací
culminó una temporada de siete años sin llover. Ese día el cielo se dejó caer y
no paró de fluir el torrente de agua durante tres meses seguidos. La sequía
terminó, pero el lodazal arrasó con los pocos cultivos de algodón que se daban
en la tierra árida del desierto chihuahuense. Se formaron lagunas de agua
inundando carreteras y clausurando puentes a desnivel. Un día las nubes
cerraron la llave y se desvanecieron. De los charcos brotaron burbujas de aire
que salpicaron el ambiente con el canto inconfundible de las ranas y, esa
noche, en medio de la nada del desierto, lo volví a escuchar.
Mi cuerpo se sumergió en una especie de trance. Me encontré
navegando en un río dentro de una cueva. El silencio taladraba mis oídos
exacerbando los tambores silenciosos del movimiento de mi corazón. A lo lejos
vi acercarse la figura de mi madre que nadaba. Era más joven, mucho más de la
juventud madura que ahora profesaba. Venía huyendo de una luz que salía de un
túnel. Le empecé a gritar que se acercara para subirla a mi barca. Algo la jaló
por debajo hundiéndola por unos segundos. Salió dando manotazos y aspirando
grandes bocanadas de aire. Sus ojos reflejaban el pánico de aquello que se
desconoce. Grité desesperada: «¡Mamá!», no me escuchaba. «¡Mamá!», dije más
fuerte. «¡Mamá!», sollocé sin aliento.
Un segundo después la vi flotando a mi lado. Ahora yo nadaba
y trataba de traerla conmigo para sacarla de ahí. Su cuerpo estaba flácido,
pesado, ya no respiraba y sus ojos perdían con lentitud el brillo de la vida.
Llegué a la barca y como pude me subí sin soltar su mano. Quise levantarla,
pero mis brazos carecían de la fuerza necesaria. Sus ojos se movieron en busca
de los míos y, sin abrir los labios, me confesó «no quería que nacieras».
Sentí cómo el alma de mi madre la abandonó y se subió por
mis piernas hasta introducirse a mi vagina e instalarse en mi vientre. El dolor
de un cólico intenso me tiró de la barca y quedé flotando sobre las aguas
mirando el cielo tupido de estrellas. Una luz blanca dispersó los puntitos del
cielo y aparecieron las figuras de mi padre y su hermana mayor entrelazadas,
fundiéndose en un acto carnal genéticamente prohibido. Él la penetraba con
fuerza por el ano cuando el sonido de un teléfono interrumpió los jadeos
adoloridos de mi tía. La voz de mi madre retumbó como un trueno y las aguas en
donde mi cuerpo reposaba se alebrestaron en un remolino que empezó a
succionarme.
«We are losing her»
oí decir a los paramédicos. Mi cuerpo giraba siguiendo las oscilaciones
circunscritas del agua. Estaba a punto de ser absorbida por esa especie de
laguna o río, cuando un bulto cayó del cielo y me golpeó la cabeza. Era como un
saco de box, pero en lugar de estar lleno de goma espuma, lo estaba de plumas
de ganso. Sentía cómo la sangre cubría mi rostro. Comencé a tener dificultad
para respirar, pero no quería abrir la boca para evitar que mis pulmones se
llenaran de agua. Percibí a mi madre moverse en mi vientre y al mismo tiempo mi
cuerpo se abría paso dentro de ella. Era el momento de nacer, pero algo me
estaba aplastando e impedía que regresara al remolino para salir por el canal
de parto que se encontraba al final de aquel espiral acuoso.
El canto de las ranas fue sustituido por un concierto de
truenos acompañados por luminosos relámpagos. Voces a lo lejos. Gritos. Abrí
los ojos y pude vislumbrar unas siluetas humanas cuyos contornos se difuminaban
con los colores rojizos de unas detonaciones de luz blanquecina. El silencio
llegó después de un tiempo que pareció infinito. No quería cerrar los ojos.
Sabía que si lo hacía moriría.
Cuando llegó la policía me dieron por muerta. El cuerpo de
mi amiga estaba sobre el mío con una veintena de orificios. «La dejaron como una coladora» oí que decía
uno de los polis. Saqué como pude mi brazo que estaba doblado incrustado entre
mis pechos y enterrado en la arena sobre montones de toritos. Agarré con fuerza
el tobillo del oficial que estaba a escasos centímetros de mi cabeza. Le metí
tal susto que no pudo dormir durante tres noches seguidas, al menos eso fue lo
que me dijo después, cuando me estaban interrogando en la comisaría.
Fui la única sobreviviente de la masacre de aquel sábado de
gloria del dos mil doce. Los narcos del lado este del territorio mexicano, los
que venían de Monterrey, acribillaron a los pesados-pesados en un intento por
apoderarse de la jugosa plaza de Ciudad Juárez. Creyeron que eran los jefes los
que estaban esa noche en el rancho, sin imaginar que éramos solo un puñado de
mocosos adolescentes jugando a ser grandes. Unos drogándose, otros
emborrachándose y otras, metiéndose hongos alucinógenos para conocer las
respuestas del universo.
A raíz de ese suceso mis padres se perdieron aún más en la
religión. Mi papá seguía expiando la culpa de estar eternamente enamorado de su
hermana, mi mamá castigándose por haber deseado que yo nunca naciera, y yo,
prófuga de la muerte, continué con mi camino chamánico de autoconocimiento,
utilizando los hongos como pretexto para involucrarme en las bandas delictivas
tanto mexas como gringas pasando
información entre un bando y otro. Llevar a mi mente y cuerpo a estados de
consciencia plena se convirtió en mi mayor droga.
Ahora tengo fama de ser guardiana de la frontera. Hago ceremonias místicas donde combino diferentes tipos de hongos entre ellos los que crecen por esta región y son conocidos como Niños Santos. Después de que los grandes capos participan en estos rituales, organizo los encuentros entre los líderes para que se repartan plazas y arreglen desencuentros o rencillas. Nadie se mete conmigo y yo no me meto con nadie. Me respetan porque mi trabajo es solo mantener al territorio libre de violencia en pro de la ciudadanía. Ambos bandos delictivos de la frontera se alinean, los güeros y los frijoleros, porque saben que, si alguno de ellos llega a cagarla de alguna manera, el desierto, mis honguitos y yo nos encargamos de «ponerlos en cintura».
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