lunes, 27 de mayo de 2024

Hécate

Ruth Rosales


La línea de carros ese día estaba en particular bastante larga. De las diez garitas que el lado norteamericano tenía construidas para revisar el pasaporte y la visa de los que pretendían cruzar «al otro lado», solo dos estaban abiertas. El capo del cártel de Juárez había muerto hacía unos meses, por lo que la guerra territorial había empezado y los chalanes del cártel del sur, el de Sinaloa, no tardaron en irrumpir en casas y negocios de los líderes de los allegados del ahora occiso narcotraficante. La ciudad fronteriza mexicana se convirtió en un campo de batalla y el Gobierno Federal estableció el toque de queda, por lo que, ningún ciudadano, podía circular después de las ocho de la noche.

Mi mamá estaba lista esperando a mi padre desde las seis de la mañana ya con la maleta preparada. Él le había dicho que llegaría tarde debido a complicaciones laborales, pero ella sabía en el fondo que no oiría nada de él hasta que el sol la levantara, si es que tenía suerte. No tuvo que esperar a que los rayos de luz hicieran su trabajo, las contracciones esporádicas de los dolores de parto iniciaron desde las tres de la madrugada, para después transformarse en movimientos pélvicos sincronizados en intervalos de veinte minutos. Tenían todo preparado para tenerme en El Paso, Texas. Como buenos fronterizos, toda mi familia había crecido en el lado mexicano, pero eran nacidos en la tierra de las barras y las estrellas, lo que nos permitía tomar ventaja de las bondades de ambos mundos.

El reloj marcaba ya la una de la tarde, los periodos de los espasmos eran cada diez minutos con una duración de noventa segundos. Las gotas de sudor caían esporádicamente sobre el rostro de mi madre y, después de morderse los labios, marcó el teléfono de su cuñada. Tenía que pedir ayuda. Había que cruzar todavía el puente internacional y la fila de coches con seguridad estaría larga. No podía arriesgarse a que su hija naciera de este lado equivocado del mundo, menos ahora, cuando la guerra estaba iniciando.

Pasaron veinte minutos después de colgar con mi tía, cuando mi padre llegó por ella. «Vine tan rápido como pude» le dijo tropezando al bajar de su camioneta Bronco del año 1974. ¿Cómo supo qué estaba pasando, y dónde está su hermana? Fueron las preguntas que su ceño y ojos le hicieron mientras la ayudaba a subir en medio de una larga contracción; al menos ya iban rumbo al hospital, las respuestas podrían esperar, lo importante es que su hija nacería en el lugar correcto.

Eran las seis de la tarde y ellos seguían en la interminable fila para cruzar el puente internacional. Los intervalos entre una contracción y otra se acortaban. Entre ellas pasaban tres minutos con sesenta segundos de duración. El sudor se había transformado en una cascada de agua hirviendo que brotaba de los folículos de los cabellos de mi madre y recorría su rostro de forma embravecida. Los ejercicios de respiración le ayudaban, pero el estrés de ver esos carros inertes y el temor de no lograr cruzar la maldita línea divisoria, hacían difícil que se entregara al ejercicio de permitir que su cuerpo se expandiera para recibirme al mundo. 

Las siete cuarenta y cinco de la tarde, en quince minutos se activaría el toque de queda y las garitas cerrarían hasta las seis de la mañana del día siguiente. «Puedo bajarme y caminar» diría mi madre en un minuto en que la apertura de su pelvis cedió y le permitió articular palabras más o menos entendibles. Faltaban cinco coches, solo veintidós punto cinco metros de distancia, si tomamos en promedio cuatro punto cinco metros de longitud de cada uno. «Ya casi cruzamos, no puedes salirte, no hay quién te lleve al hospital del otro lado» es lo que mi padre respondió mientras contraía los nudillos de sus manos al apretar el volante. «No voy a llegar al hospital» pensó mamá y entonces empecé a nacer.

Las manos de papá temblaban cuando le mostró los pasaportes al agente aduanal, quien, al notar algo extraño en su comportamiento, estuvo a punto de apartarse y desenfundar su arma, pero yo no se lo permití, porque hice que mi madre emitiera un grito que abarcó los cuatro kilómetros de distancia que existía entre una ciudad y otra. «She is in labor» es lo último que escuchó salir de los labios de mi padre, antes de que ella se rindiera al llamado del dios del inframundo.

Los agentes aduanales llamaron al 911 y en menos de cinco minutos llegaron ambulancias y paramédicos. Era veintinueve de febrero de uno de esos años a los que llaman «bisiestos». Íbamos camino al hospital. Mamá yacía inconsciente conectada al oxígeno, mientras los paramédicos trataban de sacar mi cuerpo atorado debido al esfuerzo sobrehumano ejercido por sus caderas para evitar que saliera del lado equivocado del río. Tanto ella como yo dejamos este mundo durante algunos segundos, pero, en el momento en el que escuchó mi voz gritando su nombre, cuando su alma cruzaba el Aqueronte al lado de su barquero, no dudó en saltar y nadar en sus aguas justo en el instante en que yo desgarré su pelvis y salí muda, abriendo mi boca solo para tragarme el río entero.

Mi padre estaba hecho una plasta de nata. El estrés mezclado con toda la emoción engullida, lo dejó en estado catatónico durante días. Algo enajenaba su espíritu, mi madre lo intuía, podía verlo en lo nebuloso de sus córneas y la respiración ausente. Sentía el roce de sus manos tembloroso y llegó a contarme después, que las lágrimas le caían sin permiso cada vez que me cargaba o la veía amamantarme. «¿Qué es ese dolor tan grande que te hace arrepentirte de todos tus pecados?» pensaba ella cuando él la besaba para irse a trabajar.

Aquello que atormentaba a mi padre hizo que se refugiara en las paredes del templo católico de la comunidad. Empezó a ir a retiros espirituales y hacer voluntariado para los eventos de recolección de fondos. La familia entera asistía sin falta a los servicios dominicales, mientras yo pasaba de un salón de catecismo a otro hasta llegar a la adolescencia y recibir el sagrado sacramento de la confirmación.

Aunque vivíamos con comodidades y nunca nos faltó nada, mis padres decidieron que cursara mi educación secundaria en una escuela pública. Era impresionante la cantidad de adolescentes reunidos en dieciocho salones con capacidad para treinta personas cada uno. Cabe decir que no siempre se cumplía el cupo máximo y llegué a estar en grupos en donde éramos cuarenta y cinco alumnos tomando la clase.

Había distintos sectores mezclados en esos edificios difusores de conocimiento. Desde aquellos que venían de colonias populares y precarias hasta quienes, como a mí, nos dejaba un chofer en la puerta de la escuela y por la tarde nos recogía la muchacha que hacía en nuestras casas la limpieza. Esas diferencias se notaban en la forma de vestir y hablar, pero al final todos estábamos ahí revueltos unos con otros, inhalando el olor del caldo alborotado de hormonas que éramos. Mi fe cristiana empezó a verse tentada ante las constantes preguntas de ¿quién soy? ¿Qué quiero? ¿A qué vine a este mundo? ¿Dios existe? Who the hell is the devil?

Mi personalidad siempre fue muy moldeable. Solía ir de un grupo de amigos a otro. Aprendía sus códigos, la jerga que utilizaban, los rituales para pertenecer y todo aquello que me hiciera sentir parte de una tribu, pero nunca me quedaba. Este ir y venir incomodaba a algunas personas mientras que otras lo aprovechaban para sacar ventaja y me pedían favores. De repente jugaba el papel de mediadora y otras de cupido. No era la chica famosa de la escuela, pero sí me llegué a ganar cierto respeto al no meterme en broncas ni chismes.

Mientras exploraba mi personalidad en la escuela, en casa me aislaba cada vez más. Ya no disfrutaba ir al templo con mi familia. Veía que las dinámicas generadas entre lo que se decía en un sermón y las actitudes de los adultos fuera del recinto no coincidían. La mojigatería de mi padre me molestaba cada vez más. Mucha devoción a un Dios sin voz cuyo mayor logro había sido mantener a papá junto a mi madre. Ellos, que no eran más que la sombra insípida y desabrida del otro. ¿Cómo era posible que yo en la escuela pudiera pasar del grupo de los populares a los emos sin problema alguno y en mi casa era incapaz de descifrar lo que ocurría dentro de la mente de mis padres? O lo que era peor, lo que sucedía en la mía.

La rebeldía propia de la adolescencia me llevó a explorar otras formas de encontrar respuestas a mis preguntas existenciales. Primero exploré otras religiones que siempre me mostraron lo mismo: una madre virgen, un hijo de un dios supremo, las pruebas que hay que pasar para lograr la iluminación y regresar al mundo terrenal a compartir la sabiduría adquirida. Listo, perfecto, ¿y luego? Por supuesto mi mente inmadura no alcanzaba a ver más allá de lo que significaban las enseñanzas de los distintos profetas. Quería respuestas y me encontraba con la imagen exacerbada de mi padre y el servilismo irracional de mi madre. Todas las doctrinas eran lo mismo. No había para donde ir.

En la escuela estaba el grupito de los pesados-pesados. No eran los típicos rebeldes, no. Ellos estaban relacionados directamente con los narcos en turno que ocupaban el territorio de mi ciudad fronteriza. Todos sabíamos lo que hacían y no decíamos nada. Era algo normal. Yo me llevaba con ellos como con el resto de los clanes. Un día me quedé hasta tarde zurciendo un vestido en mi taller de corte y confección. Platicaba con otra chica que pertenecía a los pesados-pesados. Era un pedacito de mujer delgada y diminuta. Su piel destellaba una blancura transparente que permitía ver sus venas.

Entre una puntada y otra pasamos de temas triviales de la escuela a una conversación más profunda y un tanto absurda. Ahí estábamos, dos adolescentes de dieciséis años tratando de descifrar el origen de la vida. Por primera vez escuché el concepto de «todos somos uno» y de cómo nosotros formábamos parte de Dios por lo que también éramos dioses creadores de nuestra propia realidad. Le pregunté dónde había escuchado eso y, pensando que me diría que de alguna religión oriental como el budismo o hinduismo, se limitó a decirme que si la acompañaba el fin de semana a casa de su primo en Samalayuca, en medio del desierto, me respondería.

Por supuesto se me complicaría el permiso con mis padres por tratar de quedarme a dormir con una desconocida en un pueblo a una hora de distancia de la ciudad y en plena Semana Santa. Tenía que inventar un pretexto creíble y hacer parecer a mi nueva amiga como la chica más dulce, confiable y de buena familia de Ciudad Juárez. Bien se dice que hay que tener cuidado con lo que se desea, ya que los múltiples dioses que había explorado confabularon a mi favor e hicieron que mis padres se fueran de retiro espiritual justo ese fin de semana. Así que, cuando estaba dando mis mejores argumentos literarios describiendo a mi nueva amiga como la inmaculada que salvaría mi alma, ellos ya estaban preparando mi maleta para quedarme en su casa y así ahorrarse lo que les costaría contratar a una nana para cuidarme.

Apenas bajé del carro noté que a mis calcetines se adherían decenas de toritos, esas hermosas flores secas que en esta región el viento lleva a todos lados. Lo consideré un augurio de que algo bueno sucedería. El resto de los pesados-pesados ya estaban en el rancho del primo de mi amiga e hicieron exclamaciones de júbilo al vernos llegar, lo que me hizo sentir bienvenida y en confianza. Yo los conocía a todos de vista y había cruzado palabra con uno que otro por diversos motivos. Que si pásame los apuntes de la clase fulana, que si dile a los fresitas esos que se dejen de mamadas y no vigilen tanto la entrada a los bailes para meter el chupe, que si entretén al profe de mate para que no vea que nos salimos del salón después de pasar la lista, y así, puras babosadas.

Como era de esperarse, la droga y el alcohol empezaron a circular. A mí me tenía sin cuidado que se emborracharan o pusieran hasta arriba. Solía cargar siempre gas pimienta por si alguien osara pasarse de vivo. Sabía que eso no garantizaba mi seguridad, pero no me sentía amenazada. Confiaba bastante en mi labia y destreza para quitarme a borrachos o drogos de encima. Yo no solía entrarle a nada de eso, no porque fuera mojigata, sino porque mi cuerpo tenía tolerancia cero a cualquier fermento, polvo o químico que ingiriera. Cuando tenía diez años me tomé a escondidas una cerveza de mi papá y terminé en el hospital. A los trece fumé mariguana e igual acabé en la sala de urgencias y, cuando cumplí los quince, un primo me dio un pasón de coca y casi entro en coma por la ridícula cantidad inhalada. Todo esto gracias a que mi cuerpo no produce las enzimas adecuadas para metabolizar las toxinas presentes en el alcohol y algunas plantas que la naturaleza tan maravillosa había puesto para el deleite y placer de los seres humanos. Magnífica suerte la mía.

Mi amiga tampoco le entró a la ronda y me llevó a la parte de atrás de la casa que daba directo al desierto. La noche era absorbente. Se escuchaban grillos, uno que otro búho, crujidos de quién sabe qué animales rastreros y un silencio natural, libre de los ruidos artificiales de la ciudad. Y qué decir del cielo, no se distinguía ni un espacio libre. Miles de millones de puntitos diminutos palpitando en el firmamento.

Cuando estaba más absorta en la belleza que me rodeaba, mi blanquecina amiga se acercó a mí y me dio un vaso con una bebida. Yo le dije que no tomaba porque me ponía muy mal y terminaba siempre en el hospital. Ella respondió que no era una bebida alcohólica y que si quería saber de dónde sacaba esas reflexiones sobre Dios y la vida, me tomara ese chocolatito que tenía en la mano. «¿Chocolate? ¿Me voy a tomar un chocolate?», pensé mientras analizaba con reserva el contenido del vaso desechable.

Si no todos los adolescentes del mundo son inconscientes, al menos sí el noventa y nueve por ciento y yo no formaba parte de ese uno por ciento cuerdo. Así que, aun cuando todo me decía que no tomara lo que había en ese vaso, me lo empiné completito.

Cierra los ojos, me dijo mi amiga, y entrégate a los sonidos del desierto. Lo primero que escuché fue el crujir de las ramas. Estuve tentada en desobedecer la orden de mi comadre para ver quién se acercaba, pero no eran pisadas lo que se oía. Decidí confiar y seguir atenta a cualquier ruido. A lo lejos alcancé a detectar el ulular de un búho y casi al mismo tiempo percibí el canto de las ranas.

Al cumplir catorce años, mi madre me contó que cuando nací culminó una temporada de siete años sin llover. Ese día el cielo se dejó caer y no paró de fluir el torrente de agua durante tres meses seguidos. La sequía terminó, pero el lodazal arrasó con los pocos cultivos de algodón que se daban en la tierra árida del desierto chihuahuense. Se formaron lagunas de agua inundando carreteras y clausurando puentes a desnivel. Un día las nubes cerraron la llave y se desvanecieron. De los charcos brotaron burbujas de aire que salpicaron el ambiente con el canto inconfundible de las ranas y, esa noche, en medio de la nada del desierto, lo volví a escuchar.

Mi cuerpo se sumergió en una especie de trance. Me encontré navegando en un río dentro de una cueva. El silencio taladraba mis oídos exacerbando los tambores silenciosos del movimiento de mi corazón. A lo lejos vi acercarse la figura de mi madre que nadaba. Era más joven, mucho más de la juventud madura que ahora profesaba. Venía huyendo de una luz que salía de un túnel. Le empecé a gritar que se acercara para subirla a mi barca. Algo la jaló por debajo hundiéndola por unos segundos. Salió dando manotazos y aspirando grandes bocanadas de aire. Sus ojos reflejaban el pánico de aquello que se desconoce. Grité desesperada: «¡Mamá!», no me escuchaba. «¡Mamá!», dije más fuerte. «¡Mamá!», sollocé sin aliento.

Un segundo después la vi flotando a mi lado. Ahora yo nadaba y trataba de traerla conmigo para sacarla de ahí. Su cuerpo estaba flácido, pesado, ya no respiraba y sus ojos perdían con lentitud el brillo de la vida. Llegué a la barca y como pude me subí sin soltar su mano. Quise levantarla, pero mis brazos carecían de la fuerza necesaria. Sus ojos se movieron en busca de los míos y, sin abrir los labios, me confesó «no quería que nacieras».

Sentí cómo el alma de mi madre la abandonó y se subió por mis piernas hasta introducirse a mi vagina e instalarse en mi vientre. El dolor de un cólico intenso me tiró de la barca y quedé flotando sobre las aguas mirando el cielo tupido de estrellas. Una luz blanca dispersó los puntitos del cielo y aparecieron las figuras de mi padre y su hermana mayor entrelazadas, fundiéndose en un acto carnal genéticamente prohibido. Él la penetraba con fuerza por el ano cuando el sonido de un teléfono interrumpió los jadeos adoloridos de mi tía. La voz de mi madre retumbó como un trueno y las aguas en donde mi cuerpo reposaba se alebrestaron en un remolino que empezó a succionarme.

«We are losing her» oí decir a los paramédicos. Mi cuerpo giraba siguiendo las oscilaciones circunscritas del agua. Estaba a punto de ser absorbida por esa especie de laguna o río, cuando un bulto cayó del cielo y me golpeó la cabeza. Era como un saco de box, pero en lugar de estar lleno de goma espuma, lo estaba de plumas de ganso. Sentía cómo la sangre cubría mi rostro. Comencé a tener dificultad para respirar, pero no quería abrir la boca para evitar que mis pulmones se llenaran de agua. Percibí a mi madre moverse en mi vientre y al mismo tiempo mi cuerpo se abría paso dentro de ella. Era el momento de nacer, pero algo me estaba aplastando e impedía que regresara al remolino para salir por el canal de parto que se encontraba al final de aquel espiral acuoso.

El canto de las ranas fue sustituido por un concierto de truenos acompañados por luminosos relámpagos. Voces a lo lejos. Gritos. Abrí los ojos y pude vislumbrar unas siluetas humanas cuyos contornos se difuminaban con los colores rojizos de unas detonaciones de luz blanquecina. El silencio llegó después de un tiempo que pareció infinito. No quería cerrar los ojos. Sabía que si lo hacía moriría.

Cuando llegó la policía me dieron por muerta. El cuerpo de mi amiga estaba sobre el mío con una veintena de orificios.  «La dejaron como una coladora» oí que decía uno de los polis. Saqué como pude mi brazo que estaba doblado incrustado entre mis pechos y enterrado en la arena sobre montones de toritos. Agarré con fuerza el tobillo del oficial que estaba a escasos centímetros de mi cabeza. Le metí tal susto que no pudo dormir durante tres noches seguidas, al menos eso fue lo que me dijo después, cuando me estaban interrogando en la comisaría.

Fui la única sobreviviente de la masacre de aquel sábado de gloria del dos mil doce. Los narcos del lado este del territorio mexicano, los que venían de Monterrey, acribillaron a los pesados-pesados en un intento por apoderarse de la jugosa plaza de Ciudad Juárez. Creyeron que eran los jefes los que estaban esa noche en el rancho, sin imaginar que éramos solo un puñado de mocosos adolescentes jugando a ser grandes. Unos drogándose, otros emborrachándose y otras, metiéndose hongos alucinógenos para conocer las respuestas del universo.

A raíz de ese suceso mis padres se perdieron aún más en la religión. Mi papá seguía expiando la culpa de estar eternamente enamorado de su hermana, mi mamá castigándose por haber deseado que yo nunca naciera, y yo, prófuga de la muerte, continué con mi camino chamánico de autoconocimiento, utilizando los hongos como pretexto para involucrarme en las bandas delictivas tanto mexas como gringas pasando información entre un bando y otro. Llevar a mi mente y cuerpo a estados de consciencia plena se convirtió en mi mayor droga.

Ahora tengo fama de ser guardiana de la frontera. Hago ceremonias místicas donde combino diferentes tipos de hongos entre ellos los que crecen por esta región y son conocidos como Niños Santos. Después de que los grandes capos participan en estos rituales, organizo los encuentros entre los líderes para que se repartan plazas y arreglen desencuentros o rencillas. Nadie se mete conmigo y yo no me meto con nadie. Me respetan porque mi trabajo es solo mantener al territorio libre de violencia en pro de la ciudadanía. Ambos bandos delictivos de la frontera se alinean, los güeros y los frijoleros, porque saben que, si alguno de ellos llega a cagarla de alguna manera, el desierto, mis honguitos y yo nos encargamos de «ponerlos en cintura».

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