Amanda Castillo
Amalia
era feliz en su nueva casa. El sueño de vivir frente al mar se estaba haciendo
realidad. Después de casi un año, por fin, su padre había terminado de
construir el que sería su nuevo hogar. Ya no andarían de un lado para otro
pagando arriendo. Ahora tendría su propia habitación. La casa era enorme,
hecha toda en madera y con grandes ventanales que facilitaban el ingreso de una
brisa deliciosa.
Era
una de tantas viviendas palafíticas, edificada sobre el mar. Para acceder a
ella, el padre de Amalia tuvo que construir un largo y angosto puente de
madera. El vecindario era ruidoso y con un ambiente festivo. La mayoría de sus
habitantes eran pescadores artesanales y recolectores de moluscos en los
manglares. El acceso a servicios públicos era limitado. Muchos de los
adolescentes que abandonaban los estudios para dedicarse a trabajar y ayudar
con los gastos de sus hogares consumían licor desde edades tempranas.
En las
tardes, los vecinos se organizaban en círculos en las calles sin pavimentar y
jugaban por horas, dominó, parqués y póker, mientras tomaban
decenas de cervezas al son de la música que emitían los parlantes a todo
volumen hasta bien entrada la noche.
La
familia de Amalia había perdido su casa y demás
bienes en el terremoto de 1979, llegaron a Tumaco, procedentes de un pequeño
pueblo situado en la frontera entre Colombia y Ecuador. Desde entonces sus
padres luchaban a diario por estabilizarse y proveerse de lo básico para suplir
sus necesidades, no tenían posibilidad de darse lujos de ningún tipo.
Su
madre trabajaba como empleada doméstica y el padre se desempeñaba en oficios
varios. Sin embargo, se habían propuesto darles educación a todos sus hijos, y
eso era la prioridad para ellos. Si bien el sector no era lo que esperaban,
poco a poco se fueron acostumbrando al bullicio y al ambiente; en especial al
intenso olor a pescado que inundaba el aire en las mañanas. Después de terminar
sus faenas, los pescadores tenían por costumbre extraer las vísceras de los
peces y lanzarlos al mar. Pero esto también significaba disfrutar de un hermoso
espectáculo cuando la bandada de pelícanos inundaba el lugar en busca de
alimentos entre las olas. Amalia y sus hermanitos observaban felices desde las
ventanas de su hogar.
Amalia
era la segunda de cuatro hermanos, a sus escasos nueve años, era una niña
vivaz, inteligente y con una notable habilidad para expresarse y hacer amigos
con facilidad.
Cuando
llegaron al nuevo vecindario se hizo amiga de los demás niños y pasaban largas
horas jugando en la calle, sobre la arena y con los pies descalzos, lo cual le
ocasionó varios rasguños y cortaduras en sus pies. Esperaba unos días mientras
sanaba y de nuevo se lanzaba a jugar a las escondidas, la lleva o a las
innumerables rondas infantiles típicas del litoral Pacífico.
Cursaba
cuarto de primaria y era la mejor de la clase. Le hacía feliz acostarse en
compañía de su hermana menor en la azotea de su casa y sentir la fuerza del
viento sobre su rostro. Amaba ver el ir y venir de las lanchas, canoas y potros
en la bahía. En ocasiones su abuela la llevaba a buscar leña en uno de los
aserraderos ubicados al otro lado de la ensenada. Aprendió a nadar en poco
tiempo, y el mejor premio para ella y sus hermanos era cuando sus padres
dedicaban la tarde del domingo para supervisarlos mientras se lanzaban al mar.
Amalia
crecía rápidamente, estaba más alta que su hermano, a pesar de que él era un
año mayor. A los pocos días de su cumpleaños número diez llegó su primera
menstruación, con ella su cuerpo empezó a cambiar: su pecho dejó de ser plano y
su cadera se fue ensanchando.
En el
vecindario había un chico con una deformidad en el rostro, tenía la boca
torcida hacia un lado de la cara, y su habla era dificultosa, lo llamaban
Boquinche. Era de piel negra, pelo ensortijado, delgado y ya había
cumplido los quince años. Los padres de Amalia le habían enseñado a ser
amable con todo el mundo. Así que, cuando él se arrimaba para conversar, ella
disimulaba su desagrado.
Con el
paso del tiempo, el muchacho empezó a mostrar otro tipo de interés por Amalia.
Aprovechaba cualquier oportunidad para decirle piropos y enviarle mensajes con
sus amigos. La deformidad física en el rostro del muchacho le causaba temor a
Amalia. Ella había escuchado infinidad de veces hablar a sus progenitores sobre
la familia de aquel chico. Decían que su padre era un asesino a sueldo, que
había estado muchos años en la cárcel por matar a varias personas. Amalia le
tenía miedo a ese señor, y de paso, a su hijo también.
La
obsesión de Boquinche hacia ella crecía cada día. Le enviaba pequeños regalos y
declaraciones de amor escritas. Amalia cambiaba de acera cuando lo encontraba
en la calle, y muchas veces se abstenía de salir para evitar encontrarse con
él.
Un día
la esperó a la salida de la escuela y la abordó:
—Amaia,
quielo dicile una cosa.
—¿Qué
cosa?
—Yo
quielo que jea mi novia.
—Ve,
yo no quiero ser su novia. Los niños no tienen novios.
—Yo no
joy un niño, joy un hombe.
—Yo no
quiero ser su novia —repitió Amalia e intentó continuar su camino.
Él la
cogió de la mano y la haló hacia sí. Ella se asustó y se soltó con agilidad.
El
chico se presentaba todos los días a la salida del colegio. En otras ocasiones
se paraba frente la casa de Amalia con su grupo de amigos a conversar y reírse
de todo, esperando que ella saliera para lanzarse con sus interminables
declaraciones de amor.
«Amaita,
mi amol»
«Lo ma
lindo de la vida es la muel, y pol eso hay que sabela cultiva». Era la frase
que reiteraba cada vez que la veía.
Amalia
aceleraba el paso, o se mezclaba con el resto de sus compañeros, para evitar
verse a solas con su desesperado pretendiente. Estaba intranquila, empezó a
sentirse enferma por las mañanas, unas veces le dolía la cabeza, otras, el
estómago; siempre había motivos para no ir a la escuela. Le costaba dormirse
por las noches y ya no quería salir a jugar con sus amigas. Se pasaba largas
horas despierta en su cama, mirando para el techo, callada, deseando no
encontrarse al día siguiente con Boquinche.
Un
día, mientras Amalia regresaba de hacer un mandado de sus padres, Boquinche se
presentó de la nada con dos de sus amigos. Rodearon a la niña, mientras él le
decía una retahíla de palabras de amor.
Ella
no aguantó más y desesperada le gritó:
—¡Déjeme
quieta, no me moleste! Yo no quiero ser su novia, no quiero… No quiero…
Rompió
en llanto y se lanzó sobre él, arañándole la cara.
Ante
esto, los amigos del muchacho se desternillaron de risa y las burlas hacia el
frustrado pretendiente fueron incontrolables.
A
partir de ese día sucedió el milagro que Amalia había anhelado. No volvió a
saber nada de su pretendiente. Ya no hubo mensajes ni encuentros casuales. Ni
siquiera lo veía en las calles.
Finalizaba
el año 1983, y era tiempo de empezar a buscar un nuevo colegio para Amalia. Al
año siguiente estaría un grado más alto y su antigua escuela ya no la podía
recibir.
—¿Extrañarás
a tus amiguitos? —indagó Julio, su padre, antes de buscarle el cupo en la nueva
escuela. Él sabía muy bien lo sociable que era su hija y le preocupaba que el
cambio la afectara.
—¿Claudia
Jasmín también estará en la nueva escuela?
—No sé
mija. Cada padre decide donde quiere tener a sus hijos. Pero todos tus
compañeritos deben irse a otro colegio.
La
niña estaba callada y por un momento su rostro se entristeció. Su padre la
animó enseguida:
—Esta
nueva escuela es más divertida, tiene un parque muy grande para correr y desde
los salones se puede ver el mar.
Amalia
seguía en silencio. Aunque extrañaría a sus amigos, comprendía las razones del
cambio.
—Está
bien, papi. En este nuevo colegio voy a tener muchos amigos y seré muy feliz.
Él la
miró con ternura, la besó en la frente y asintió con la cabeza.
—Así
es mija.
Al año
siguiente, Amalia cambió de colegio y estaba feliz con sus nuevos compañeros y
profesores. Se estaba adaptando con mucha facilidad y su rendimiento académico
era el mejor. Pero un día, se sobresaltó al encontrarse de frente con Boquinche.
Él llevaba el mismo uniforme: camisa celeste y pantalón azul oscuro. Lo cual
significaba que también estudiaba allí. Ella, sin saber qué hacer, salió
corriendo asustada.
Transcurrieron
algunos días y Amalia empezó a notar que, cuando pasaba por algún lugar, los
chicos se reunían a cuchichear y a reírse de ella. Amalia no entendía lo que
estaba ocurriendo e intentó hacer caso omiso. Sin embargo, las burlas empezaron
a tomar fuerza, al punto de que ya nadie se quería reunir con ella. Algunos la
señalaban con el dedo mientras le gritaban:
«Amalia,
La Puta».
«Puta…
puta… puta…».
«Esa
es una puta. Se acostó con Boquinche y con todos sus amigos».
«Eyy
mamacita, venga me lo da. Yo le pago veinte pesos».
Otras
ocasiones la rodeaban varios muchachos y le cantaban un coro muy de moda en la
época:
«¿Por
cuánto me lo da?
Por
veinte pesos
¿Y
dónde me lo da?
¡En la
cocina!
Rebájalo
de ahí
¡Ay,
no se puede!».
Todos
se reían a carcajadas, incluyendo Boquinche, quien era el responsable de la
campaña de difamación en contra de Amalia.
Amalia
sufrió el rechazo de la mayoría de los chicos. Las niñas la evitaban, y cuando
ella se les acercaba, la recibían con una sarta de palabras hirientes. Caminaba
como alma en pena por los pasillos del lugar. Sus recreos eran en soledad. Se
sentaba en algún sitio del patio a ver cómo los demás se divertían y jugaban en
los columpios, ruedas y demás rondas tradicionales. Pero para ella no había
nada, ni siquiera una palabra amable, ni una sonrisa fraterna.
Amalia
lloraba en silencio. No le había contado a nadie su desdicha. Tenía miedo de
decirles a sus padres, suponía que esto le podría traer problemas y que el papá
de Boquinche los asesinaría. Tenía terror. En sus pesadillas, este señor
entraba a su casa y mataba a machetazos a toda su familia.
Uno de
esos días, se le acercó Nelly, una chica mayor que ella, recién llegada. Era
muy delgada y enfermiza.
—Hola,
niña.
—Hola.
—¿Cómo
se llama usted?
—Amalia.
—¿Y
por qué no va a jugar?
Amalia
no respondió, simplemente agachó la cabeza.
—Ellos
la molestan, ¿cierto?
—Sí
—dijo ella y sus ojos se llenaron de lágrimas.
A
partir de ese día, Nelly se convirtió en su defensora. Era una muchacha débil
en apariencia, pero fuerte emocionalmente. Gritaba e insultaba a todo aquel que
osaba agredir a Amalia. Se convirtió en su única amiga, a la hora del descanso
se juntaban para comer. Aunque no hablaban mucho entre las dos, el solo hecho
de estar juntas, hacía que Amalia se sintiera menos rechazada. Con Nelly a su
lado, se sentía protegida. Si bien esto alivianó un poco la permanencia de
Amalia en el colegio, la desdicha, el miedo y el dolor seguían estando
presentes.
La
angustia se volvió a apoderar de Amalia cuando Nelly le contó que la iban a
cambiar a otro colegio. Padecía de asma, y el contacto con la brisa marina
agravaba su condición. Esta noticia la puso muy triste. Sin embargo, esa misma
noche su padre reunió a la familia para contarles que le habían ayudado a
conseguir un trabajo en una importante empresa en otra ciudad. En ese momento,
una luz de esperanza apareció para la atribulada niña.
—Papi,
yo me quiero ir con usted.
—Nos
iremos todos, mija —manifestó la madre—. No vamos a dejar solo a su papá.
Amalia
sintió una gran felicidad al escuchar estas buenas nuevas. La idea de no volver
al colegio, y de no tener que encontrarse nunca más con Boquinche, era un
alivio para ella.
Finalmente,
se mudaron a la otra ciudad y hubo un nuevo comienzo para Amalia y su familia.
Con el tiempo la situación económica mejoró. Amalia terminó el bachillerato con
excelentes calificaciones, lo cual le ocasionó ganarse una beca para ir a la
universidad. Sin embargo, su vida no era del todo fácil. Se había vuelto una
chica huraña y desconfiada. A veces, sin ninguna razón aparente, lloraba en
silencio en las noches. Las manos le sudaban con frecuencia, era temerosa e
insegura, evitaba tomar riesgos y casi siempre se sentía abrumada. Le costaba
entablar relaciones sólidas con personas fueras del círculo familiar. El
flirteo y el romance no eran su prioridad. Había intentado tener un par de
relaciones de pareja, pero estas no habían funcionado.
Al
cabo de siete años se convirtió en médico, y en el proceso de búsqueda de
lugares para hacer su año de práctica rural, surgió la posibilidad de regresar
a Tumaco. Llevaba muchos años sin volver y la idea de reencontrarse con sus
primas y recorrer las calles por las que transitó en su niñez, no le era
indiferente. En especial, imaginaba que quizá podía encontrar a Nelly. Nunca la
había podido olvidar y a pesar del paso de los años, la recordaba con gratitud.
Regresó
y tuvo un buen año rural. En los últimos días de la práctica médica, llegaron a
la sala de urgencias dos personas heridas de gravedad con arma blanca. El
coordinador médico le asignó a uno de los pacientes para que ella se encargara
de estabilizarlo, mientras llegaba el cirujano.
Al ver
a aquel hombre, Amalia se tambaleó. Dio un paso atrás y su palidez asustó a la
enfermera que la acompañaba. No lo podía creer. Era él. Ahí estaba, con su feo
rostro, ensangrentado y a punto de morir.
«Dios
mío, ¿qué hago?»
—¡Doctora…
doctora! Este hombre se está desangrando.
Amalia
estaba paralizada. Se sentía incapaz de tocarlo. En milésimas de segundo, el
circuito de su memoria se abrió y los recuerdos se apoderaron de ella.
Moribundo,
Boquinche abrió los ojos y la miró:
—Aiuda.
No me quielo molí —balbuceó.
Amalia
permanecía inmóvil. Su corazón latía con fuerza y sentía cómo su cuerpo
temblaba.
La
enfermera reaccionó. Cubrió la herida con una gasa estéril y presionó
firmemente con la palma de la mano intentando detener la hemorragia. Sin
embargo, la sangre corría a borbotones debajo del cuerpo del paciente. Lo
voltearon y descubrieron que tenía otra profunda herida en la espalda.
La
señal de alarma del monitor de signos vitales la hizo reaccionar. El ritmo
cardiaco y la presión arterial estaba descendiendo de manera peligrosa. No
lograban estabilizarlo, entonces fue necesario hacerle reanimación manual.
Amalia empezó las compresiones en el pecho del infortunado hombre, una y otra
vez, y se oyó el conteo:
—Uno,
dos, tres, cuatro, cinco… treinta.
Enseguida,
aplicó ventilaciones sobre la boca de su paciente. Repitió la maniobra en
cuatro ocasiones. Fueron varios minutos de lucha hasta que, finalmente, el
débil corazón de Boquinche respondió a las acciones de Amalia y volvió a latir.
Una
vez estabilizado fue llevado al quirófano. Solo entonces ella se alejó, buscó
un lugar privado y lloró desgarradamente, sacando de su interior toda la rabia
y el dolor reprimido durante años.
La
doctora Amalia lo pensó mucho antes de ir a visitar a Boquinche en la unidad de
cuidados intensivos. Él estaba intubado, inconsciente. Luchando por su
vida. Ella permaneció callada por varios segundos hasta que por fin habló
al inerme cuerpo, lo hizo tranquila y con pausa:
«Yo no
sé si usted se acuerde de mí. Soy Amalia. Nos conocimos de niños. Yo solo le
quiero decir que usted me hizo mucho daño. Nunca entendí sus razones para que
se ensañara conmigo de esa manera. Siempre me pregunté por qué lo hizo. Yo solo
era una niña. No sabía nada. Usted se inventó una mentira y me sometió al
escarnio público, siendo yo inocente de lo que se me acusaba. Sufrí demasiado
por eso».
La doctora Amalia salió del hospital, sintiéndose libre. La vida le había dado un gran regalo, la oportunidad de sanar sus heridas a través del perdón a aquel hombre que sin pensarlo la había hecho infeliz durante años. Solo hasta ese momento llegó a su mente el recuerdo de la voz de Nelly que le decía: «Perdone a ese muchacho, no sabe lo que hace».
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