martes, 21 de mayo de 2024

Amalia

Amanda Castillo


Amalia era feliz en su nueva casa. El sueño de vivir frente al mar se estaba haciendo realidad. Después de casi un año, por fin, su padre había terminado de construir el que sería su nuevo hogar. Ya no andarían de un lado para otro pagando arriendo.  Ahora tendría su propia habitación. La casa era enorme, hecha toda en madera y con grandes ventanales que facilitaban el ingreso de una brisa deliciosa.

Era una de tantas viviendas palafíticas, edificada sobre el mar. Para acceder a ella, el padre de Amalia tuvo que construir un largo y angosto puente de madera. El vecindario era ruidoso y con un ambiente festivo. La mayoría de sus habitantes eran pescadores artesanales y recolectores de moluscos en los manglares. El acceso a servicios públicos era limitado. Muchos de los adolescentes que abandonaban los estudios para dedicarse a trabajar y ayudar con los gastos de sus hogares consumían licor desde edades tempranas.

En las tardes, los vecinos se organizaban en círculos en las calles sin pavimentar y jugaban por horas, dominó, parqués y póker, mientras tomaban decenas de cervezas al son de la música que emitían los parlantes a todo volumen hasta bien entrada la noche.

La familia de Amalia había perdido su casa  y  demás bienes en el terremoto de 1979, llegaron a Tumaco, procedentes de un pequeño pueblo situado en la frontera entre Colombia y Ecuador. Desde entonces sus padres luchaban a diario por estabilizarse y proveerse de lo básico para suplir sus necesidades, no tenían posibilidad de darse lujos de ningún tipo.

Su madre trabajaba como empleada doméstica y el padre se desempeñaba en oficios varios. Sin embargo, se habían propuesto darles educación a todos sus hijos, y eso era la prioridad para ellos. Si bien el sector no era lo que esperaban, poco a poco se fueron acostumbrando al bullicio y al ambiente; en especial al intenso olor a pescado que inundaba el aire en las mañanas. Después de terminar sus faenas, los pescadores tenían por costumbre extraer las vísceras de los peces y lanzarlos al mar. Pero esto también significaba disfrutar de un hermoso espectáculo cuando la bandada de pelícanos inundaba el lugar en busca de alimentos entre las olas. Amalia y sus hermanitos observaban felices desde las ventanas de su hogar.

Amalia era la segunda de cuatro hermanos, a sus escasos nueve años, era una niña vivaz, inteligente y con una notable habilidad para expresarse y hacer amigos con facilidad. 

Cuando llegaron al nuevo vecindario se hizo amiga de los demás niños y pasaban largas horas jugando en la calle, sobre la arena y con los pies descalzos, lo cual le ocasionó varios rasguños y cortaduras en sus pies. Esperaba unos días mientras sanaba y de nuevo se lanzaba a jugar a las escondidas, la lleva o a las innumerables rondas infantiles típicas del litoral Pacífico.

Cursaba cuarto de primaria y era la mejor de la clase. Le hacía feliz acostarse en compañía de su hermana menor en la azotea de su casa y sentir la fuerza del viento sobre su rostro. Amaba ver el ir y venir de las lanchas, canoas y potros en la bahía. En ocasiones su abuela la llevaba a buscar leña en uno de los aserraderos ubicados al otro lado de la ensenada. Aprendió a nadar en poco tiempo, y el mejor premio para ella y sus hermanos era cuando sus padres dedicaban la tarde del domingo para supervisarlos mientras se lanzaban al mar.

Amalia crecía rápidamente, estaba más alta que su hermano, a pesar de que él era un año mayor. A los pocos días de su cumpleaños número diez llegó su primera menstruación, con ella su cuerpo empezó a cambiar: su pecho dejó de ser plano y su cadera se fue ensanchando.

En el vecindario había un chico con una deformidad en el rostro, tenía la boca torcida hacia un lado de la cara, y su habla era dificultosa, lo llamaban Boquinche. Era de piel negra, pelo ensortijado, delgado y ya había cumplido los quince años.  Los padres de Amalia le habían enseñado a ser amable con todo el mundo. Así que, cuando él se arrimaba para conversar, ella disimulaba su desagrado.

Con el paso del tiempo, el muchacho empezó a mostrar otro tipo de interés por Amalia. Aprovechaba cualquier oportunidad para decirle piropos y enviarle mensajes con sus amigos. La deformidad física en el rostro del muchacho le causaba temor a Amalia. Ella había escuchado infinidad de veces hablar a sus progenitores sobre la familia de aquel chico. Decían que su padre era un asesino a sueldo, que había estado muchos años en la cárcel por matar a varias personas. Amalia le tenía miedo a ese señor, y de paso, a su hijo también.

La obsesión de Boquinche hacia ella crecía cada día. Le enviaba pequeños regalos y declaraciones de amor escritas. Amalia cambiaba de acera cuando lo encontraba en la calle, y muchas veces se abstenía de salir para evitar encontrarse con él.

Un día la esperó a la salida de la escuela y la abordó:

Amaia, quielo dicile una cosa.

—¿Qué cosa?  

—Yo quielo que jea mi novia.

—Ve, yo no quiero ser su novia. Los niños no tienen novios.

—Yo no joy un niño, joy un hombe.

—Yo no quiero ser su novia —repitió Amalia e intentó continuar su camino.

Él la cogió de la mano y la haló hacia sí. Ella se asustó y se soltó con agilidad.

El chico se presentaba todos los días a la salida del colegio. En otras ocasiones se paraba frente la casa de Amalia con su grupo de amigos a conversar y reírse de todo, esperando que ella saliera para lanzarse con sus interminables declaraciones de amor.

«Amaita, mi amol»

«Lo ma lindo de la vida es la muel, y pol eso hay que sabela cultiva». Era la frase que reiteraba cada vez que la veía.

Amalia aceleraba el paso, o se mezclaba con el resto de sus compañeros, para evitar verse a solas con su desesperado pretendiente. Estaba intranquila, empezó a sentirse enferma por las mañanas, unas veces le dolía la cabeza, otras, el estómago; siempre había motivos para no ir a la escuela. Le costaba dormirse por las noches y ya no quería salir a jugar con sus amigas. Se pasaba largas horas despierta en su cama, mirando para el techo, callada, deseando no encontrarse al día siguiente con Boquinche.

Un día, mientras Amalia regresaba de hacer un mandado de sus padres, Boquinche se presentó de la nada con dos de sus amigos. Rodearon a la niña, mientras él le decía una retahíla de palabras de amor.

Ella no aguantó más y desesperada le gritó:

—¡Déjeme quieta, no me moleste! Yo no quiero ser su novia, no quiero… No quiero…

Rompió en llanto y se lanzó sobre él, arañándole la cara.

Ante esto, los amigos del muchacho se desternillaron de risa y las burlas hacia el frustrado pretendiente fueron incontrolables.

A partir de ese día sucedió el milagro que Amalia había anhelado. No volvió a saber nada de su pretendiente. Ya no hubo mensajes ni encuentros casuales. Ni siquiera lo veía en las calles.

Finalizaba el año 1983, y era tiempo de empezar a buscar un nuevo colegio para Amalia. Al año siguiente estaría un grado más alto y su antigua escuela ya no la podía recibir.

—¿Extrañarás a tus amiguitos? —indagó Julio, su padre, antes de buscarle el cupo en la nueva escuela. Él sabía muy bien lo sociable que era su hija y le preocupaba que el cambio la afectara.

—¿Claudia Jasmín también estará en la nueva escuela?

—No sé mija. Cada padre decide donde quiere tener a sus hijos. Pero todos tus compañeritos deben irse a otro colegio.

La niña estaba callada y por un momento su rostro se entristeció. Su padre la animó enseguida:

—Esta nueva escuela es más divertida, tiene un parque muy grande para correr y desde los salones se puede ver el mar.

Amalia seguía en silencio. Aunque extrañaría a sus amigos, comprendía las razones del cambio.

—Está bien, papi. En este nuevo colegio voy a tener muchos amigos y seré muy feliz.

Él la miró con ternura, la besó en la frente y asintió con la cabeza.

—Así es mija.

Al año siguiente, Amalia cambió de colegio y estaba feliz con sus nuevos compañeros y profesores. Se estaba adaptando con mucha facilidad y su rendimiento académico era el mejor. Pero un día, se sobresaltó al encontrarse de frente con Boquinche. Él llevaba el mismo uniforme: camisa celeste y pantalón azul oscuro. Lo cual significaba que también estudiaba allí. Ella, sin saber qué hacer, salió corriendo asustada.

Transcurrieron algunos días y Amalia empezó a notar que, cuando pasaba por algún lugar, los chicos se reunían a cuchichear y a reírse de ella. Amalia no entendía lo que estaba ocurriendo e intentó hacer caso omiso. Sin embargo, las burlas empezaron a tomar fuerza, al punto de que ya nadie se quería reunir con ella. Algunos la señalaban con el dedo mientras le gritaban:

«Amalia, La Puta».

«Puta… puta… puta…».

«Esa es una puta. Se acostó con Boquinche y con todos sus amigos».

«Eyy mamacita, venga me lo da. Yo le pago veinte pesos».

Otras ocasiones la rodeaban varios muchachos y le cantaban un coro muy de moda en la época:

«¿Por cuánto me lo da?

Por veinte pesos

¿Y dónde me lo da?

¡En la cocina!

Rebájalo de ahí

¡Ay, no se puede!».

Todos se reían a carcajadas, incluyendo Boquinche, quien era el responsable de la campaña de difamación en contra de Amalia.

Amalia sufrió el rechazo de la mayoría de los chicos. Las niñas la evitaban, y cuando ella se les acercaba, la recibían con una sarta de palabras hirientes. Caminaba como alma en pena por los pasillos del lugar. Sus recreos eran en soledad. Se sentaba en algún sitio del patio a ver cómo los demás se divertían y jugaban en los columpios, ruedas y demás rondas tradicionales. Pero para ella no había nada, ni siquiera una palabra amable, ni una sonrisa fraterna.

Amalia lloraba en silencio. No le había contado a nadie su desdicha. Tenía miedo de decirles a sus padres, suponía que esto le podría traer problemas y que el papá de Boquinche los asesinaría. Tenía terror. En sus pesadillas, este señor entraba a su casa y mataba a machetazos a toda su familia.

Uno de esos días, se le acercó Nelly, una chica mayor que ella, recién llegada. Era muy delgada y enfermiza.

—Hola, niña.

—Hola.

—¿Cómo se llama usted?

—Amalia.

—¿Y por qué no va a jugar?

Amalia no respondió, simplemente agachó la cabeza.

—Ellos la molestan, ¿cierto?

—Sí —dijo ella y sus ojos se llenaron de lágrimas.

A partir de ese día, Nelly se convirtió en su defensora. Era una muchacha débil en apariencia, pero fuerte emocionalmente. Gritaba e insultaba a todo aquel que osaba agredir a Amalia. Se convirtió en su única amiga, a la hora del descanso se juntaban para comer. Aunque no hablaban mucho entre las dos, el solo hecho de estar juntas, hacía que Amalia se sintiera menos rechazada. Con Nelly a su lado, se sentía protegida. Si bien esto alivianó un poco la permanencia de Amalia en el colegio, la desdicha, el miedo y el dolor seguían estando presentes.

La angustia se volvió a apoderar de Amalia cuando Nelly le contó que la iban a cambiar a otro colegio. Padecía de asma, y el contacto con la brisa marina agravaba su condición. Esta noticia la puso muy triste. Sin embargo, esa misma noche su padre reunió a la familia para contarles que le habían ayudado a conseguir un trabajo en una importante empresa en otra ciudad. En ese momento, una luz de esperanza apareció para la atribulada niña.

—Papi, yo me quiero ir con usted.

—Nos iremos todos, mija —manifestó la madre—. No vamos a dejar solo a su papá.

Amalia sintió una gran felicidad al escuchar estas buenas nuevas. La idea de no volver al colegio, y de no tener que encontrarse nunca más con Boquinche, era un alivio para ella.

Finalmente, se mudaron a la otra ciudad y hubo un nuevo comienzo para Amalia y su familia. Con el tiempo la situación económica mejoró. Amalia terminó el bachillerato con excelentes calificaciones, lo cual le ocasionó ganarse una beca para ir a la universidad. Sin embargo, su vida no era del todo fácil. Se había vuelto una chica huraña y desconfiada. A veces, sin ninguna razón aparente, lloraba en silencio en las noches. Las manos le sudaban con frecuencia, era temerosa e insegura, evitaba tomar riesgos y casi siempre se sentía abrumada. Le costaba entablar relaciones sólidas con personas fueras del círculo familiar. El flirteo y el romance no eran su prioridad. Había intentado tener un par de relaciones de pareja, pero estas no habían funcionado.

Al cabo de siete años se convirtió en médico, y en el proceso de búsqueda de lugares para hacer su año de práctica rural, surgió la posibilidad de regresar a Tumaco. Llevaba muchos años sin volver y la idea de reencontrarse con sus primas y recorrer las calles por las que transitó en su niñez, no le era indiferente. En especial, imaginaba que quizá podía encontrar a Nelly. Nunca la había podido olvidar y a pesar del paso de los años, la recordaba con gratitud.

Regresó y tuvo un buen año rural. En los últimos días de la práctica médica, llegaron a la sala de urgencias dos personas heridas de gravedad con arma blanca. El coordinador médico le asignó a uno de los pacientes para que ella se encargara de estabilizarlo, mientras llegaba el cirujano.

Al ver a aquel hombre, Amalia se tambaleó. Dio un paso atrás y su palidez asustó a la enfermera que la acompañaba. No lo podía creer. Era él. Ahí estaba, con su feo rostro, ensangrentado y a punto de morir.

«Dios mío, ¿qué hago?»

—¡Doctora… doctora! Este hombre se está desangrando.

Amalia estaba paralizada. Se sentía incapaz de tocarlo. En milésimas de segundo, el circuito de su memoria se abrió y los recuerdos se apoderaron de ella.

Moribundo, Boquinche abrió los ojos y la miró:

Aiuda. No me quielo molí —balbuceó.

Amalia permanecía inmóvil. Su corazón latía con fuerza y sentía cómo su cuerpo temblaba.

La enfermera reaccionó. Cubrió la herida con una gasa estéril y presionó firmemente con la palma de la mano intentando detener la hemorragia. Sin embargo, la sangre corría a borbotones debajo del cuerpo del paciente. Lo voltearon y descubrieron que tenía otra profunda herida en la espalda.

La señal de alarma del monitor de signos vitales la hizo reaccionar. El ritmo cardiaco y la presión arterial estaba descendiendo de manera peligrosa. No lograban estabilizarlo, entonces fue necesario hacerle reanimación manual. Amalia empezó las compresiones en el pecho del infortunado hombre, una y otra vez, y se oyó el conteo:

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco… treinta.

Enseguida, aplicó ventilaciones sobre la boca de su paciente. Repitió la maniobra en cuatro ocasiones. Fueron varios minutos de lucha hasta que, finalmente, el débil corazón de Boquinche respondió a las acciones de Amalia y volvió a latir.

Una vez estabilizado fue llevado al quirófano. Solo entonces ella se alejó, buscó un lugar privado y lloró desgarradamente, sacando de su interior toda la rabia y el dolor reprimido durante años.

La doctora Amalia lo pensó mucho antes de ir a visitar a Boquinche en la unidad de cuidados intensivos.  Él estaba intubado, inconsciente. Luchando por su vida. Ella permaneció callada por varios segundos hasta que por fin habló al inerme cuerpo, lo hizo tranquila y con pausa:

«Yo no sé si usted se acuerde de mí. Soy Amalia. Nos conocimos de niños. Yo solo le quiero decir que usted me hizo mucho daño. Nunca entendí sus razones para que se ensañara conmigo de esa manera. Siempre me pregunté por qué lo hizo. Yo solo era una niña. No sabía nada. Usted se inventó una mentira y me sometió al escarnio público, siendo yo inocente de lo que se me acusaba. Sufrí demasiado por eso».

Volvió a guardar silencio procesando sus sentimientos. Sintió un nudo en la garganta. Respiró hondo y continuó:
«No sé si me pueda escuchar, pero quiero que sepa que no le deseo la muerte. Ojalá se recupere. Yo solo quiero decirle que ese día, en la sala de urgencias, supe que debía perdonarlo. Tal vez usted también sufría en silencio, y solamente trataba de aparentar lo que no era para protegerse de los demás».

La doctora Amalia salió del hospital, sintiéndose libre. La vida le había dado un gran regalo, la oportunidad de sanar sus heridas a través del perdón a aquel hombre que sin pensarlo la había hecho infeliz durante años. Solo hasta ese momento llegó a su mente el recuerdo de la voz de Nelly que le decía: «Perdone a ese muchacho, no sabe lo que hace».

No hay comentarios:

Publicar un comentario