martes, 11 de mayo de 2021

Taxi

Rosita Herrera


Las sombras de la ciudad comenzaban a insinuarse, una brisa helada acariciaba los caldeados y extenuados cuerpos de los habitantes del gran Santiago. Todo indicaba que era hora de comenzar la jornada. Tomó las llaves del Chevrolet Sail, año 2017. Arregló su cabello en el espejo de la entrada dejándolo casualmente desordenado. Echó un vistazo a su departamento y salió sin dejar que sus pensamientos lo hicieran perder más tiempo del necesario. Mientras se dirigía al estacionamiento de la calle Teatinos el olor a comida rápida estimuló su apetito y sacando algún sencillo que guardaba de la carrera anterior, compró un hot-dog al que embadurnó de salsa picante y mostaza y se lo engulló en menos de dos minutos. Observó al vendedor, encontró atractivo su torso y la determinación de su rostro, pero al topar con su mirada, de inmediato la escabulló y apresuró su ida. Subió al auto y, como era su costumbre, se persignó y pidió que todo resultara bien. Le dio contacto al vehículo y salió lentamente por la ruta ascendente que lo encaminaría al tráfico habitual de cada ocaso citadino. La play list del equipo de sonido tocaba la secuencia de jazz predilecta concertada por compositores de todos los tiempos y estilos cuya cadencia y precisión en cada una de sus frases le inyectaban fortaleza y animosidad, a la vez que lo insertaban en la oscuridad ancestral de la urbe, la que invita a encender la amígdala y sintonizar la intuición de tal manera que las furias de la noche no entorpezcan una eficiente jornada. Al salir del estacionamiento un hombre cercano a los cuarenta años cruzó… le recordó a… ¡Diablos! ¡Qué desagradable sensación! Ya no era aquel tipo de mente estrecha y actitudes cobardes, al menos se había empeñado en no serlo desde aquel día… y ahora, era otra persona, odiaba todo lo relacionado con su pasado, volver a nacer era poco, desaparecer y convertirse en nada, eso sí lo calmaba.

Lucas, lucas, lucas, solo eso necesito para virarme de este país y… helo ahí, mi primer cliente. ―Dando un certero giro para cambiar rápido de carril sin ocasionar grandes sobresaltos ni atraer a los que por oficio cuidan el orden en la ciudad, se situó frente al mismo.

―Buenas noches, voy a Padre Hurtado con Apoquindo, por favor. ―Luego de señalar su destino suspiró profundo y descansó su cabeza en la ventana, se notaba el agotamiento y la incomodidad de llevar un violín como equipaje de mano.

―Linda noche, ¿no cree? ―La mira por el espejo retrovisor y rápidamente dirige su atención al camino.

―Sí, creo que sí, no he tenido mucho tiempo de apreciarla, en verdad. ―Busca su mirada en el espejo y luego la dirige hacia la ventana.

―Perdone que me meta, pero ¿es usted concertista o algo por el estilo? Digo, por como viste y porque eso que lleva debe ser un violín, ¿no es así?

―No se preocupe, no me molesta, me agrada hablar de lo que hago. En efecto, es un violín y he dado un concierto con la sinfónica.

―¡Qué maravilla! La felicidad que debe experimentar al tocarlo es una fortaleza que pocos poseen.

―Es verdad, aunque a veces preferiría ser taxista como usted o ingeniera o futbolista, algo más rentable.

―Comprendo, se tiende a pensar que las vidas ajenas son mejores, aun así, yo apuesto por la música y le reitero mis felicitaciones.

―¡Gracias! Eso me llena el espíritu, por aquí me bajo, ¿cuánto le debo?

―Cinco mil. ―Se detiene y amablemente le recibe el dinero.

Recordaba cuando a sus trece años quedó seleccionado en la escuela de talentos musicales de su ciudad y no tenía el instrumento ni a quien recurrir para comprarlo, sacudió su cabeza y siguió su rumbo con la firme convicción de no perder el norte y el objetivo de aquella noche de trabajo, quizá ella tenía razón, en tiempos como estos más valía ser taxista que un gran saxofonista sin trabajo…, pero sabía que eso no era cierto.

La última vez que había ido a un concierto de jazz había sido con Esteban, hacía mucho ya de eso, ¿cinco años? Y no pudo resistir las ganas de besarlo, él no sabía que era… pero es que esa noche se lo iba a decir, sin embargo, lo estropeó todo y recibió una humillante respuesta al cambiar rápidamente sus labios por una fría mejilla, en fin, nada qué hacer, solo aceptar. Recordó, y comenzó a odiarse de nuevo, cómo le producía escozor cuando se topaba con Iván en el colegio, este lo buscaba tanto y no entendía por qué, era tan aseñorado para hablar, y su forma de mirarlo, de introducirse en su mente y señalar lo que estaba pensando. ¡Caramba! Si era un brujo o bruja que adivinaba su estado de ánimo, su nivel de tolerancia, homofobia temporal o auto discriminación, en fin, captaba toda la mierda que en mí convulsionaba cada cierto tiempo.

En verdad, era el único que me entendía y sabía lo que yo no quería saber, así y todo… ¡Bah!

De nuevo la misma vaina, vaya, no quiero perder el foco.

¿Quién está ahí? Es un tipo… sí, de esos que pareciera que vinieron a este mundo con el kilometraje contado, bien digo, andan siempre apurados y chuteando al que no le da el paso, bueno, al menos eso me favorece, nadie los llevará más rápido a su destino.

―Buenas noches, a Providencia con Los Leones, por favor. ―Al quedar sentado, comienza a enviar audios dando directrices sobre algunos archivos.

No se anima a conversar con él, le recuerda a su papá, siempre distante y metido en sus asuntos, ignorándolo, desde aquella vez cuando descubrió a su niño de nueve años vestido con pañuelos de fina seda y empotrado en los tacones rojos de la madre. El padre puso cara de quien acaba de morder un ajo, se retiró de la habitación con sigilo y nunca más le dirigió la palabra al hijo.

―Su destino, señor ―lo dice mirando por la ventanilla que da a la vereda.

―Toma y quédate con el cambio. ―Le pasa un gran billete y sin mirarlo da la vuelta y se va.

Eso tienen estos hijos del capitalismo, son unos pelotudos, pero cuando les sirves no escatiman en pagarte el buen servicio.

En fin, la vida sigue, con capitalismo o sin él, aunque sin él estaríamos mucho mejor, menos suicidios, menos estrés, más tiempo libre, niños felices, padres sin deudas, hmm, ¿en qué momento nos metieron en esta celda con los muros pintados de libertad?

Qué hermosa está la noche, llega el otoño y con él una infinidad de conflictos existenciales que afrontar… Otro cliente, ¡bendito seas!

―Buenas noches, joven, voy hasta Salvador, por favor.

―¡Cómo no!

Era una anciana de más o menos setenta y cinco años. La última vez que vio a su madre, antes de morir, debió haber tenido aquella edad, pero al contrario de la pasajera que se veía muy activa, pasaba el ochenta y cinco por ciento del día postrada en cama frente a un televisor que cumplía la misión de fundir su cerebro. Cuando nos empezamos a hacer adictos a dicho aparato es porque no queremos nada más de la vida, y nos entregamos a la pérdida del raciocinio que nos cobra en microdosis.

Miraba de reojo a la mujer y le cautivaba la dulce expresión de su rostro. Pocos ancianos lo logran, pero aquella irradiaba la tranquilidad y el beneplácito de los justos.

―Se viene el tiempo frío, hay que emigrar a tierras cálidas, mis huesos se resienten demasiado.

―Oh sí, qué más quisiera yo, perseguir al sol y sus beneficios por el mundo entero. Lamentablemente pertenezco a ese porcentaje de gente que no tiene elección.

―Oh, por supuesto, no quise ser insensible, yo tengo la posibilidad de hacerlo cada año, es más, paso cada estación en diferentes lugares del mundo. Soy escritora de ciencia ficción y, bueno, mis libros han gustado muchísimo, pero no fue siempre así, trabajé muy duro, por lo que ahora me jacto del éxito. ―Asoma un pícaro gesto de satisfacción.

―Hemos llegado a su destino, mademoiselle. ―Detiene el motor y le regala una gran sonrisa.

―¡Quédese con el cambio, cariño! ¡Qué tenga una buena noche! Y persiga al sol… siempre.

¡Vaya! ¡Sí que le ha ido bien con sus libros! ¡Qué gran billete! Creo que iré a dormir, ya no hay más qué hacer, bueno, bueno… a casa entonces, querubín.

La noche había quedado en silencio, Street Dreams 4 del gran Lyle Mays sonaba suavemente, creando una atmósfera de absoluta plenitud. El automóvil se deslizaba cadencioso por el asfalto. Vislumbra el estacionamiento de calle Teatinos y ve cruzar y luego bajar a una sombra, de seguro es el cuidador que ha salido a comprar cigarros.

―¡Hey, Robert! El vicio te está consumiendo, ¿eh, amigo? Ah, ¿y qué?, ¿no me das bola ahora? Bueno, bueno, ya me estarás pidiendo favores, solo es cuestión de tiempo. ―Lanza una carcajada sin prestar atención más que a los pormenores que conlleva el estacionamiento, cierre y salida del auto.

Qué callado está, quizá necesite una oreja, no tengo ganas de escuchar a nadie, pero al menos le preguntaré si precisa algo… después de todo me ha salvado de varias…

Al ver que se acerca, se detiene. Algo en él le parece raro, quizá su paso cansino, la capucha… o las manos en los bolsillos.

―¡Diablos! ¡Quién es usted! Será mejor que se vaya, el cuidador ya debe estar llamando a los carabineros, además, las cámaras de seguridad están por todos lados…

―¡Tranquilo! Te he estado aguardando desde que saliste, he tomado todas las precauciones necesarias para vengarme a mis anchas. ―Saca un revólver de su bolsillo y le apunta directo a la cabeza.

―¿Se puede saber quién eres? ¿Qué quieres? ―balbucea y su tono de voz ya es más bajo y pausado.

―¡Hey, sí! Parece que ya me estás reconociendo, de hecho, lo hiciste hace unas horas, cuando me crucé en la salida, vi la expresión de tu rostro, ese fastidio y repugnancia que me regalabas día a día en el último grado de la secundaria y… eso no bastaba, ¿verdad? Faltaba el broche de oro del último día del colegio en que me permití ser el punching ball de un grupo de pelotudos mafiosos que intentaban purgar su mierda en aquellos que les muestran su propia imagen. Aquel día nunca lo voy a olvidar, fue uno de esos en que sabes que no debes levantarte, sin embargo, lo haces y vas igual, como si importara realmente tu presencia en algún lugar del planeta. ―Se había acercado al punto de estar sintiéndole el aliento, aunque su rostro continuaba en la oscuridad.

A medida que la tensión se acrecentaba y la violencia se hacía patente, era incapaz de escucharlo, surgían como endiabladas un cúmulo de imágenes protagonizadas por un individuo execrable, atormentado e incapaz de generar paz y bondad a su alrededor y, claro, seguido por otros de la misma especie pateando, orinando y vulnerando hasta lo más íntimo al que tenía al frente, ahora, a punto de despedirme de un solo balazo. No podía quitar de mi mente a Al Pacino en Carlito’s way o, su traducción latina, Atrapado por su pasado, en ella se nos reafirma que puedes ser malo y luego arrepentirte y volver al carril, vivir en la oscuridad e inconsciencia y después encontrar tu propósito de vida, no obstante, no queda ni una torpeza sin pagar, el daño que le hicimos a otros se debe expiar, es parte de la gran estrategia universal que nos enseña a ser humanos. Salgo de mí, no opongo resistencia. La bala que ha emergido con un ronco estallido silenciado ha atravesado mi pecho. La sangre pegajosa y caliente borbotea y siento que todo me da vueltas. Iván se escabulle nuevamente por las sombras, dejándome tirado en el cemento frío, fue una buena noche, llena de sueños y gente hermosa que ayudó a sustentarlos ¡Oye! ¡Pucha, perdóname! ¡Viejo, tarde me di cuenta!... ya no importa nada, yo era como tú y me odiaba, pero tú eras mejor que yo. De todos modos, me quería ir hacía rato, pero qué mal que manchaste tu vida de sangre, la vida te lo cobrará, amigo, y eso me dice, entonces… que no eras mejor que yo, solo era cuestión de tiempo.

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