lunes, 17 de mayo de 2021

Ojos color caramelo

Rosario Sánchez Infantas


—Analice qué puede aprender de lo sucedido y deje ir el pasado dice el terapeuta. 

Imagino finalizar mi relación y el dolor me lacera. ¿Cómo puede ser tan cruel alguien preparado para ayudar? ¿De qué manera sacar de mi vida a quien me da tanta felicidad? Algo se puede hacer o puede ocurrir. Amar es un milagro. ¿Y voy a matar lo que amo? Quizás deba buscar a otro psicólogo que me ayude. 

*****

«El silbido de alerta quedó vibrando en el espacio. Sobrecogió a quienes lo escucharon en un kilómetro a la redonda. Todos sabían lo que significaba. El ambiente estaba crispado de tensión; la muerte recorría esos callejones. Niños y animales domésticos parecían comprender la urgencia de la situación y silenciosos habían permanecido el día entero dentro de las casas. En sus incipientes lóbulos frontales había un germen de confianza en el adulto como un protector. 

La luz de la tarde estaba cambiando, se acercaba el ocaso. El barrio aledaño al poblado andino se veía como una alfombra de cultivos rodeados de árboles y unidos por unos pocos callejones, con cercos de adobe a cada lado que delimitaban los sembríos. Cada uno de ellos tenía una rumorosa acequia, y casitas rurales de trecho en trecho. Esta solía ser la hora en la que el aire traía el humo aromático del eucalipto desde los fogones en los que se preparaba la merienda; en los árboles alborotaban las avecillas disponiéndose a descansar; recorrían las callejas apacibles vacas, ovejas, asnos y caballos de regreso a la vivienda campestre luego de pastar durante el día. Hoy lucían vacías y silenciosas, así como las parcelas y el camino que llevaba al centro del pueblo. El cielo cargado de nubes negras anunciaba tormenta. 

Ninguno de nosotros sabía qué era una encefalitis, pero todos comprendíamos que el mal de rabia era sinónimo de muerte en nuestro pueblo ubicado a diez horas de la ciudad más cercana, cabalgando a buen ritmo. Conocíamos a quienes habían muerto con esta enfermedad y a los dueños de animales domésticos mordidos y que antes de morir contagiaban a otros animales o humanos. 

A inicios del siglo XX el Perú penosamente se recuperaba de la larga guerra e invasión chilenas. Mi padrastro, mis hermanos menores y yo sobrevivíamos en la pobreza gracias a mi madre. Ella atendía la casa e iba a poblados cercanos a comprar alimentos que revendería en el mercado los días de feria; pero ni siquiera así se libraba de las palizas que su marido alcohólico le propinaba. Ver a mi madre tan atareada hizo de mí un niño que ayudaba en todo lo que podía. Con diecisiete años, fui arrancado de mi valle andino y llevado amarrado con otros jóvenes pobres a servir a la patria en la capital peruana. No poder ayudar a mi madre me desgarró el alma. Heredero del pensamiento mágico religioso, confié en que el espíritu de los abuelos y el Dios cristiano la protegieran. Ya en Lima los levados avergonzados, desconcertados, despreciados por la urbe cambiamos nuestros harapos por el uniforme del ejército peruano. 

Entonces fui un soldado fascinado de tanta novedad. Disfrutaba hacer los mandados más diversos, porque anhelaba aprender. Las humillaciones y abusos de mis superiores no me dejaban huella porque me repetía el principio quechua de realidad: "chaymin chai" ("lo que es, es"). De regreso en el pueblo, fui de los afortunados que conocía el mar, el camino de la costa hasta la sierra, los tranvías, primeros auxilios, bailar un valse o una marinera, disfrutar música argentina, mexicana y europea; pero sobre todo era el único que podía usar un arma de fuego. 

Mi gusto por aprender, una buena mujer, el trabajo esforzado, ser un ciudadano responsable y solidario, y unas obras clásicas de literatura heredadas de un sacerdote amigo, con el paso de los años hicieron de mi un patriarca en la comarca. Esa condición es la que me empuja hoy a ponerle fin a esta amenaza social. 

Un perro en el campo es un hijo más, responsable del cuidado de su familia y sus escasas pertenencias. No sabemos cuándo se pudo haber contagiado. Muchas veces se ha enfrentado a otros perros, aquí o en los viajes a poblados aledaños que solemos hacer. Un martes, mi mujer y yo, fuimos a la otra banda del río grande, a acompañar a mi cuñada que acababa de enviudar. Mis hijos, al regresar de la escuela, notaron decaído a Ursus, vomitó varias veces, no comió, y les gruñó cuando quisieron darle aceite, pensando que lo habían envenenado. Al día siguiente el perro se mandó mudar de casa.  

Tras cuatro días de ausencia, en la madrugada regresábamos al pueblo. Eusebio, un muchacho vecino, nos dio el alcance. El día anterior iba por agua a la acequia cuando reconoció a Ursus que se aproximaba. Al verlo el perro erizado corrió hacia él; de pronto se detuvo, lanzó un gemido ronco, cayó y convulsionó mientras Eusebio se tiró tapia arriba. Venía en nuestra búsqueda. Se alertaba en los alrededores: mi perro tenía rabia e iba recorriendo los caminos de los barrios rurales cercanos al poblado. Estaba nervioso, agitado, rígido y gruñía a enemigos imaginarios. 

Algunos hombres lo buscaban atravesando los sembríos para evitar los caminos y poder alertar de su ubicación. Varios vecinos lo habían visto caminar sin cesar, mojado en sudor y con las facciones de su rostro deformadas por contracturas. Unos niños lo divisaron detenido un instante en un cruce de caminos, su parada era inestable, hacia el esfuerzo por ladrar, pero estaba afónico. 

¡Había que hacerlo! En mi habitación, mientras saco la vieja escopeta y las balas, pienso: "Cuando llegaste parecías un cachorro de oso. Una bolita de lana color chocolate y una colita que no dejaba de bailar. ¡Ay hijito! Siendo carnívoro, aprendiste a comer afrecho de cereales, con el agua en la que se lavaban los platos; compartiste agradecido nuestra pobreza. Amistades, amores y parientes van y vienen; fidelidad sagrada, la del perro del pobre". Las lágrimas ruedan por mi rostro mientras me pongo las botas de regar. "El más responsable en partir a la toma de agua en las madrugadas. Un mes luchaste por tu vida después que unos abigeos te apalearan por defender nuestra vaca y su ternero". 

Me vienen a avisar que va por el camino que baja a la estación del tren. Corro aproximadamente un kilómetro en esa dirección siguiendo los silbidos que dan quienes lo ven pasar. Lo distingo a cuatrocientos metros, camino abajo. Una mujer y su niña subidas en un árbol de níspero me llaman a gritos. En un descuido la niña salió de su morada, era llevada de regreso cuando escucharon un silbido de alerta. Desde las ramas vieron pasar a Ursus por el callejón aledaño. Les ayudo a volver a su casa y pierdo de vista a mi perro. Siento un silbido por el lado del barranco. Se aleja del poblado, pero se dirige a otro barrio rural. Debo avanzar por entre las chacras, saltar los cercos rematados de espinas. Voy siguiendo los pitazos de alerta; algunos provienen de los silbatos de la policía. Ya debe haber llegado apoyo desde la ciudad próxima. A veces me aproximo a ellos, a veces me alejo. Siento ladrar lastimeramente a un cachorro en la vivienda de Jacinta, la sordomuda que vive sola con su pequeño de seis años. Me sobresalto. ¿Alguien le habrá avisado del peligro? Toco muy fuerte, me abre el pequeño, cierro la puerta y le explico con señas. Sí, lo sabía, pero les hace falta agua. Sin dejar la escopeta le traigo un balde desde la acequia. Retomo mi accidentada y errática marcha. Tras cuatro horas, ya no se oye señal de alerta alguna. Cae la noche, me recojo, totalmente agotado.  

En mi hogar todos están silenciosos. De seguro recuerdan momentos vividos con nuestro fornido muchacho. Mis lágrimas más amargas caen cuando miro a mi pequeña hija. Recuerdo que un amanecer acompañaba a mi esposa a vender panes en un poblado vecino, cuando dos ladrones les salieron al paso. Nuestro perro se abalanzó contra ellos y los hizo huir, aunque recibió muchas pedradas. Ursus defendiendo a Ligia en las arenas; hizo honor a su nombre. 

De madrugada, dos vecinos vienen a avisarme que ha resbalado por el barranco y está en la estrecha orilla del río. Voy bajando con mucha dificultad. Entonces lo veo. Trata de subir por la pendiente, pero se da golpes contra piedras y troncos, quizás está ciego o no coordina sus movimientos. Tiene el hocico lleno de espuma. Cae, su cabeza queda muy cerca del agua, trata de beber, pero lanza un gemido ronco y con un espasmo aleja la cabeza del agua. 

Estoy a tres metros arriba de él, mueve su cabeza hacia mí. Muchas veces me había visto emplear la escopeta; sus ojos se fijan en ella. Apretando las mandíbulas me digo: "Es por el bien de la comunidad. No tienes cura. ¡Perdóname hijo!". Le apunto. Mi pulso es firme pese a mis emociones desbocadas. Levanta la vista dejando de vigilar el arma y se encuentran mis ojos llorosos y los suyos color caramelo. Expresan miedo por la muerte inminente. Sin embargo, creo ver en ellos que me dice: "Tranquilo, voy a estar bien, vamos a estar bien", el fogonazo interrumpe la comunicación, la bala quiebra su cráneo, exhala un débil quejido». 

Esta historia la escribió mi abuelo dice el psicólogo, alejando los papeles que acaba de leer—. Usted no tiene que hacer nada en particular, pues algo ya ha empezado a cambiar. Ese proceso habrá de seguir, esté despierta o dormida. ¿Le parece si me lo comenta el próximo viernes a la misma hora? 

*****

No necesité otro psicólogo. Miles de años de evolución de la especie humana no me enseñaron a aceptar la realidad adversa; lo hicieron esos ojos color caramelo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario