jueves, 1 de abril de 2021

Miguel y la pertenencia

José Camarlinghi Mendoza

 

Abrió los ojos e instantáneamente le estalló la cabeza. El dolor era tan fuerte que los volvió a cerrar con la esperanza que disminuyera, pero no. Tenía la sensación que su cerebro latía y que con cada latido golpeaba en las paredes del cráneo. No sabía dónde estaba. Entreabrió los ojos e intentó reconocer el lugar; sólo vio una pared mugrienta llena de grafitis. El camastro en el que estaba echado olía espantosamente y eso le aumentaba las náuseas por lo que se echó de espaldas. Así pudo ver que estaba tras una puerta con rejas. Estaba detenido nuevamente. La noche anterior se había emborrachado como lo hacía casi todos los días. Salió de un bar y se acercó a la ventanilla de un taxi y balbuceando dio la dirección. El chofer asintió con la cabeza. 

—¿Cuánto? —preguntó antes de subir, una de las pocas palabras que sabía. 

—Veinte. 

En el viaje empezó a maldecir en inglés. El conductor lo miró por el retrovisor. Tenía todo el aspecto de un coterráneo: la piel morena, los pómulos altos, el cabello lacio, la nariz aguileña; y sin embargo hablaba como gringo.

—¿De dónde eres? —preguntó el chofer con curiosidad. 

Michael le devolvió la mirada por el espejo y siguió farfullando su retahíla extranjera. 

—¿Hablas castellano? 

No obtuvo ninguna respuesta. Cuando llegaron a destino quiso cobrarle cien. Michael, que estaba ya cansado que la gente se aprovechara de él, se bajó sin pagar e intentó entrar en su casa. El chofer se bajó, lo agarró del brazo y con eso provocó que soltara las llaves. Estas rebotaron en la acera y se entraron en una boca de tormenta. No pudo contener la rabia y la frustración de meses estalló en ese instante. A pesar de estar borracho, le dio una tremenda golpiza al hombre. El taxista no atinó a defenderse, mucho menos a responder. Al caer al suelo golpeó la espalda con los restos de un poste de luz mal recortado que sobresalía unos centímetros de la calzada. El dolor hizo que se desmayara por unos segundos. Apenas recuperó conciencia se subió al vehículo y escapó. Mientras Michael intentaba sacar las llaves del canal, volvió con la policía y lo detuvieron. Para sorpresa de todos se entregó pacíficamente. Lo llevaron a Interpol porque pensaron que era extranjero y lo dejaron dormir para que se la pase la borrachera. 

Poco después del mediodía llegó un oficial que hablaba inglés para llenar su archivo. 

—¿Uat is yur naim? 

—Michael MacChalk —respondió con una sonrisita agria. 

El policía escribió Maiquel Machoc. 

—¿Yu american? 

Miguel bajo la vista y asintió con la cabeza. Le pidieron documentos y él dijo que los tenía en su casa. 

—¿Yu jab jaus jier? 

Nuevamente asintió sin decir palabra. El policía miró a sus colegas y les comentó que cómo era posible que tenga casa si no hablaba ni una palabra de castellano. Terminaron de tomar sus datos y todavía en calidad de detenido lo llevaron hasta la casa. Era una casona enorme en plena esquina entre la calle Illampu y la Viluyo. En medio de la zona más comercial del mercado Rodríguez, el más grande de la ciudad. En la planta que daba a la calle había varias tiendas que pagaban alquiler y que financiaban la vida disipada de Michael. Apenas sacaron las llaves del canal, entraron a la casa y ya dentro les mostró su licencia de conducir de Míchigan. No tenía pasaporte ni visa de entrada al país. Era un ilegal. Tendrían que reportarlo a migración. En ese momento apareció el abogado que se había ocupado de sus asuntos desde que llegó. Una vecina, que tenía lástima del joven le había avisado que la policía lo tenía detenido. El policía le dijo que tenía una demanda por lesiones graves y gravísimas, que podría ampliarse a intento de homicidio y que su situación se complicaba por su estado migratorio. El hombre al que había atacado estaba hospitalizado. El abogado sabía cómo funcionaban las cosas. Miró al oficial a los ojos y le ofreció dinero. Era la primera vez que caía detenido. En otras ocasiones lo habían cargado y puesto a dormir en un calabozo o dependencias de la policía, pero no habían levantado cargos en su contra y se despertaba y salía de las comisarías dando gracias con su acento anglosajón que todos pensaban que era porque seguía borracho. Había empezado a beber a pocos días de que llegó al país. No encontraba una salida para su vida. 

Se podría decir que la tragedia de Michael empezó el día en que murió su madre. Es decir, el día de su nacimiento. Su progenitor, Yoni, lo tomó con resignación, casi se diría que con alivio. El matrimonio lo habían arreglado sus padres y para ser honestos diremos que ni siquiera gustaba de la novia. Sus familias eran dos poderosos clanes de comerciantes que se dedicaban a la importación. Una parte la hacían legalmente para guardar apariencias y mantener a las autoridades satisfechas. Su verdadero negocio estaba en el contrabando. La tradición dictaba que él, siendo hijo único, continuara con el negocio. No le interesaba en lo más mínimo. Lo cierto es que no tenía interés en nada. Desde que salió del colegio no había tenido amigos. No coincidía con ellos. No le gustaba el futbol ni la música nacional. Emborracharse e ir de putas los fines de semana no era lo que consideraba diversión. Prefería ir al cine o quedarse en casa mirando películas en la televisión. Le atraían las condiciones de vida que se veían en las comedias románticas americanas y por eso empezó a soñar despierto con esa existencia. Pero eran solo sueños; no tenía la entereza ni la personalidad para oponerse a los planes de sus padres y tomar la vida en sus manos. Eso fue hasta que tuvo a su hijo, Miguel, en brazos. Miró largamente al bebé y en su mente elaboró un plan para él. No sería como el que le había preparado su familia. Estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio para que ese niño creciera en una gran nación. 

Siempre había sido bueno con las máquinas. Le bastaba verlas funcionando y podía luego desarmarlas y armarlas. Asistió a una escuela de idiomas y aprendió a hablar y escribir en inglés. Dos años después, a pesar de la oposición de sus padres, se fue a estudiar mecánica a una escuela en California. Su madre era la más desconsolada porque se llevaba al niño. Le rogó que lo dejara con ellos. Le preguntó docenas de veces cómo haría cuando tuviera que ir a clases. 

—¿Dónde crees que voy? ¡Es el primer mundo mamá! Hay guarderías allá.  Además un niño tiene que estar con su padre —respondía airado. 

Al final los abuelos aceptaron mandar dinero suficiente para pagar la guardería y una niñera para que su hijo pueda estudiar. Lo que no sabían era que Yoni no tenía intenciones de volver. 

Los oficiales de migración lo miraron sorprendido cuando se presentó con su visa de estudiante y un pequeño niño. Le hicieron muchas preguntas y hasta llamaron al instituto para confirmar su inscripción. No pudieron encontrar razones para devolverlo a Bolivia y así le permitieron que llegara a California. El primer día de clases llenó un formulario donde firmó como Jhonny MacChalk; en la guardería inscribió al pequeño como Michael. 

Se destacó tanto como estudiante que no bien se recibió de mecánico, consiguió un buen trabajo en una planta de la GM en Detroit, Michigan. Michael tenía casi cuatro años y hablaba inglés como cualquier niño americano. Si bien la vida no era como el sueño de hadas que mostraba Hollywood, se aproximaba bastante a los sueños de Jhonny. Después de varios años en los que prometía a sus padres que volvería, ellos se resignaron a que no lo haría. El señor no volvió a hablarle y por lo tanto, la mamá respondía sus cartas y sus llamados telefónicos a escondidas. 

Jhonny no le volvió a hablar a su hijo en español y nunca le contó respecto a sus orígenes. Poco a poco el pequeño se olvidó el idioma materno. Años más tarde, ya entrando en la adolescencia le preguntó acerca de su familia. 

—Sólo somos tú y yo. Tu mamá murió cuando eras un bebé. 

—¡Eso ya lo sé! —respondió irritado—. Todo el mundo tiene tíos, primos, abuelos. Algunos por varias generaciones. Saben de donde vienen. Yo no tengo nada. ¡Ni siquiera tenemos una foto de mi mamá! ¡No puede ser que venimos de la nada! 

Jhonny no estaba preparado para responder esos cuestionamientos. Se dio cuenta que su hijo sufría al sentirse como un desheredado. 

—Tienes abuelos —dijo finalmente. 

Le contó toda la historia o casi toda. Le dijo que había tomado la decisión de salir de Bolivia para que él tuviera un mejor futuro. Le contó que su abuelo se dedicaba al contrabando de mercancías y que atravesaba el desierto de Atacama burlando a las autoridades, alentando la corrupción y torciendo las leyes. Le dijo que cortó con su familia porque no quería tener nada que ver con cosas fuera de la ley. Tampoco deseaba eso para él. Quería que fuera una persona útil al prójimo y algún día, alguien importante. Michael pareció conformarse con la explicación, pero siempre guardó un sentimiento de necesidad de conocer sus orígenes. ¿Sería su abuelo como los dones que aparecían en las películas de mafiosos? Le provocaba sentimientos encontrados el pensar que su abuelo, tal vez, había mandado a matar a alguien, o quién sabe, el mismo lo habría hecho. Al día siguiente de sus reclamos, al retornar de la escuela, encontró una nueva foto en el mueble de la sala de estar donde había otras fotografías de Jhonny y de él. Era una mujer joven con una sonrisa franca. La miró largamente y se reconoció en ella. 

Michael creció como cualquier niño y adolescente estadounidense. En realidad tenía algo más: era muy inteligente y sagaz; tanto que sus maestros le dijeron que con seguridad habría espacio para él en cualquier universidad. Jhonny estaba muy orgulloso de su muchacho. Estaba seguro que su hijo llegaría muy lejos. ¿Qué hubiera sido de él en su tierra natal? Seguramente habría tomado las riendas del negocio familiar y sería otro de los comerciantes; uno más en el montón de mañosos que se mueven entre la informalidad y lo legal, buscando una y mil maneras de burlar la ley. Formaría parte de algún grupo corporativo que para lo único que se reúnen es para corromper el estado y luego emborracharse por días. 

El joven asumió todas las aspiraciones de su padre y las hizo suyas. Nunca olvidaría el día en que recibió la carta del MIT. Había mandado su solicitud para estudiar ingeniería aeroespacial y en sus manos estaba la confirmación de que había sido aceptado. La felicidad lo tenía en las nubes. Quería contarle todo a su padre, pero no por el celular; prefería hacerlo de frente para poder abrazarlo y agradecerle. Se sentó en la veranda de la casa y lo esperó con la carta en las manos.

Supo que algo andaba mal cuando un coche de la policía se parqueó frente a su casa, bajó un oficial y lo miró con lástima. Yoni había sufrido un accidente en la autopista. Falleció en la ambulancia camino al hospital. 

Migración se presentó en el funeral. Alguien en el hospital había reportado la muerte de un presunto ilegal. Los agentes esperaron que los presentes se retiraran y se acercaron al joven. Michael ignoraba que tanto su padre como él no tenían registros legales de permanencia en el país. Le dieron tres días para presentar la documentación respectiva o esperar a ser deportado. No podía entender cómo después de que toda su vida se considerara americano, de pronto en unos minutos se había convertido en un paria. 

Buscó y rebuscó en el escritorio de su padre y no encontró nada. Subió al ático y finalmente halló una caja de zapatos donde Jhonny había guardado sus recuerdos. Por primera vez vio a sus familiares. Había fotos de su padre con los que supuso eran sus abuelos. Se quedó mirando las imágenes de unos tiempos y lugares que tenían mucho que ver con él, pero que no los sentía propios. Reconoció a su madre en las instantáneas del matrimonio con la misma amplia sonrisa de la foto en la entrada de la casa. En otra observó que el embarazo no le sentaba bien. Intentaba una sonrisa, no obstante, se notaba que la forzaba. Seguramente la tomaron poco antes de que él naciera. Solo encontró fotos que indudablemente eran de él de bebé con su padre y con los que han debido ser sus abuelos. El señor no se asemejaba a las ideas que él se había hecho; a pesar de eso la mirada era fría y el semblante duro. No halló más imágenes de su madre. Se ensombreció al pensar que tal vez él había sido la causa de su fallecimiento. Seguramente por eso su papá no quería hablar del asunto. Se le cerró la garganta y por primera vez, que él se acordara, se le llenaron los ojos de agua. Entonces vio en el fondo del cajón una pequeña libreta azul. En la tapa decía República de Bolivia. Lo abrió y descubrió que su verdadero apellido era Machaca. El nombre real de su padre, Yoni. En una de las hojas encontró la visa de estudiante vencida hace más de doce años. No existían otros documentos. No encontró ni un solo documento suyo. Lo único que él poseía era la licencia de conducir que Yoni le había ayudado a sacar cuando tenía dieciséis años. 

Al día siguiente comunicó la situación a sus amigos y maestros. El director del colegio del que estaba por graduarse consiguió que un bufete de abogados tomara el caso. Michael había hecho muchos amigos y todos se juntaron para ayudarle. Reunieron dinero para pagar los gastos de los trámites y hasta organizaron una pequeña manifestación en la que pedían que no lo deportaran. A los tres días del entierro, un coche policía y uno de migración se presentaron en la casa y a pesar de las protestas de la gente que se había reunido, lo enmanillaron como criminal y se lo llevaron. 

En principio iban a dejarlo en la frontera mexicana. Los abogados demostraron que en realidad era de origen boliviano y lograron que lo embarcaran en un vuelo directo de Miami a la ciudad de La Paz. Ellos también se contactaron con la embajada boliviana y pudieron averiguar que Michael tenía todavía una tía en la ciudad de La Paz. Todo el proceso tomó varias semanas en las que estuvo detenido; algo que no se hubiera imaginado que podía ocurrir ni en las más terribles pesadillas. Al final un agente lo acompañó hasta la puerta misma del avión. Allí le sacó las esposas. Michael se moría de vergüenza. 

Lo primero que le impactó fue el aire liviano, punzante y frío de la madrugada. Caminando por lo frígidos corredores del aeropuerto sintió la falta de aire. Al llegar a la caseta de migración le pidieron sus documentos en español. No entendió nada. El oficial repitió la pregunta en aimara y finalmente en inglés. No tenía nada. 

—¿Name? 

—Michael MacChalk 

El hombre lo miró de pies a cabeza y soltó una risita burlona. Le indicó que esperara a un lado. Cuando la sala se vació, lo llevaron a una oficina. Allí le esperaba otro abogado que había sido contactado por los que habían contratado sus amigos en Detroit. Él firmó unos papeles y así pudo entrar al país que le vio nacer. 

Los abuelos ya no estaban; murieron años atrás en un accidente en los Yungas. Una mazamorra de lodo y rocas se había llevado su vehículo con ellos adentro. Nunca encontraron ni el coche ni los cuerpos. Sólo le quedaba una tía anciana que pensaba que él era Yoni. La primera vista de la ciudad desde las alturas le causó una impresión muy cercana al asombro. Un valle ancho, empinado y profundo lleno de casas que parecían estar colgando de barrancos; las quebradas escarpadas por las que subían serpenteantes calles; los rascacielos en el fondo elevándose vanamente orgullosos frente a las majestuosas montañas cubiertas con glaciares. Parecía un buen lugar para empezar una nueva vida, pero fue hasta ese punto que le duró esa esperanza. Al llegar a la casa que sería su hogar, la mezcla de olores de la materia en descomposición que deja el mercado, los orines de los borrachos, las cacas de los perros y los canales podridos, le impactaron como un martillazo en el cráneo. 

Soñaba siempre con el otoño boreal y sus caminatas por los bosques, los crujidos agradables bajo sus pies y los interminables planos de colores ocres. Se despertaba contrariado con el griterío, las bocinas, la música a todo volumen y el tráfico en una tierra donde no hay árboles. Abría los ojos y entraba en la verdadera pesadilla donde todo lo que le ofrecía esa nación foránea le causaba repugnancia. Su estómago no se acostumbraba a la comida local y sufría de una descomposición que se hacía crónica y que le obligaba, muy a su pesar, a ir al cuartucho que servía de baño. No había inodoro; solo un lavador de plástico, un balde y un hueco apestoso en el piso de cemento.  Para lavarse las manos tenía que cruzar un patio hasta una pila que servía tanto a la cocina como a la lavandería. Para tomar un baño era necesario salir de la casa y caminar dos cuadras hasta un baño púbico donde el agua de las duchas apenas llegaba a tibia; los pisos y los muros se sentían melosos y las cucarachas correteaban por los vestidores. Así como se aguantaba lo más que podía para entrar al baño a hacer sus necesidades, se resistía a tomar una ducha en ese lugar. Con el paso del tiempo sus cualidades americanas se fueron diluyendo e irónicamente se fue convirtiendo en lo que más odiaba. 

Dinero no le faltaba. Las tiendas del primer piso no le hacían rico, pero daban lo suficiente para alimentar a su tía anciana y a él, pagar una cocinera y financiar sus borracheras. Bebía casi todos los días. Compraba la bebida local: Singani. Un brandi transparente que superaba los cuarenta grados. La mayor parte de las veces se quedaba dormido en la mesa. Algunas otras prendía su equipo de sonido a todo volumen y cantaba a todo pulmón las letras de Rap y de Rock. Lo hacía por horas hasta caer inconsciente. Los vecinos no se molestaban por el escándalo y el ruido; sino por la frecuencia. Todos ellos organizaban borracheras bulliciosas, pero solamente los fines de semana y las fiestas especiales. 

El abogado que le ayudó a entrar en el país lo buscó reiteradas veces para pedirle que arreglara su situación de identidad en el país. Él tenía buenos contactos y le ayudaría a encontrar el certificado de nacimiento y sacar su cédula de identidad. Michael no quería hacer nada; ni siquiera quería aprender español. Se rehusaba a aceptar la realidad en la que vivía. 

Se alegraba mucho cuando recibía una carta de alguno de sus amigos. Las leía velozmente con las ansias de cualquier expatriado. Luego las releía, con más calma, para darse cuenta a la mitad, que una sombra pesada había oscurecido la jornada. Muy a su pesar, no lograba alegrarse de los logros y aventuras que sus compañeros. Entonces bebía por varios días. Una vez que se le pasaba la borrachera respondía con mentiras. No podía admitir su amarga realidad. Contarla a alguien hubiera sido como aceptarla; resignarse a la vida que llevaba. Con el tiempo dejó de leerlas. Las cartas se espaciaron cada vez más hasta que ya no llegó ninguna. 

Cuando los policías recibieron el monto acordado se fueron. El abogado le contó que el taxista estaba en una clínica con dos semanas de impedimento y que por poco no se convierte en homicida. Que él tendría que pagar las cuentas y arreglar con el hombre para que el asunto no pasara a los juzgados. 

En la tarde tocaron la puerta. Michael se sorprendió de ver una hermosa morena acompañada por un niño de unos doce años. Desde que llegó no quiso ver a la gente que le rodeaba. Miraba a la multitud, pero no veía a las personas. Todos le parecían semejantes. Todos le disgustaban. Fue grande su sorpresa al verla, sonriente en la puerta. 

—Yo soy Agustín y ella es mi hermana, se llama Marcela —dijo el niño con acento perfecto—. No sabe hablar inglés y quiere que sepas que ella te ha estado observando y quiere ayudarte. 

—¿Eso te ha dicho ella? —preguntó con curiosidad. 

—Mas o menos… En realidad me ha pedido que te diga que hay una gotera que está humedeciendo la pared de su casa y que sospecha viene de la tuya. Yo no he visto ninguna humedad. Creo que es solo un pretexto para hablar contigo. La he visto mirándote en varias ocasiones. 

Michael sonrió y la joven le devolvió la sonrisa. Era la primera vez que sonreía en este país. Inmediatamente fue a la casa de al lado para comprobar que efectivamente había algo de humedad. Se comprometió a solucionar el problema y aprovechando la ocasión le pidió que le ayudara a visitar al chofer que había herido. Ella aceptó muy dispuesta a pesar de que al hermano no le gustó estar de celestino. 

Al día siguiente visitaron la clínica y Michael se disculpó con el herido. Se comprometió a pagar las cuentas de la clínica y darle un monto para que cubriera lo que no estaba ganando mientras estaba convaleciente. No se acordaba cuándo fue la última vez que se sintió bien consigo mismo. Tal vez fue el momento que leyó la carta de aceptación en el MIT, es decir el mismo día que todo su mundo se vino abajo. 

En las siguientes semanas intentó aprender algunas frases para repetirlas a Marcela. Unos meses más tarde ya podía prescindir del hermanito para complacencia de los tres. Una noche, a poco más de un año de haber llegado, le mostró su pasaporte boliviano y dos pasajes a Miami. Uno para él y el otro a nombre de ella. Pedirían visa de turistas. Los dos tenían propiedades y negocios. Serían las garantías para hacer creer a las autoridades consulares que harían un viaje de vacación. El plan era quedarse y que él recupere su vida perdida. Ella aceptó entusiasmada. 

No les dieron las visas. Michael entró en otro periodo de depresión, aunque no volvió a la bebida. Marcela era una fuente de consuelo, pero empezó a alejarse de ella; no podía olvidar su proyecto de vida truncado. Unos meses más tarde se despidió prometiendo que volvería como ciudadano americano para pedirle matrimonio y retornar como ciudadanos legales a lo que él consideraba su verdadero país. Pensaba volar hasta el Salvador, atravesar Guatemala y México y entrar de ilegal en los Estados Unidos. 

Marcela lo esperó por casi un año sin ninguna noticia. Pensaba todos los días en cuál habría sido la suerte de su amado. Una tarde le instalaron el servicio de televisión por cable. Mirando sin mucho interés y pasando de canal en canal, llegó a uno de documentales. Anunciaban La Bestia. Le llamó la atención el título y se quedó mirando. Era el nombre de un tren de carga que lleva a través de México a los migrantes ilegales, la mayoría de Centro América, a la frontera con los Estados Unidos. La situación peligrosa y precaria de la gente que lo toma era verdaderamente espantosa. En una escena y sólo por un par de segundos pudo ver a Michael subiendo a la carrera a uno de los vagones. Esa noche lo lloró largamente y decidió continuar con su vida.

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