martes, 13 de abril de 2021

La bruja y el espejo

Ixchel Juárez Montiel


Bruno no era un niño feliz. Su padre lo amaba profundamente; sin embargo, Greta, su madre, no paraba de repetirle que habría dado todo por concebir a una niña en su lugar.

Juan arropaba a Bruno con sumo cuidado cada noche mientras le contaba lo vacío y triste que era el mundo antes de que él naciera.

—¿Sabes? —dijo Juan antes de acariciar el cabello de su hijo—. Cada vez que veía a mis sobrinos me sentía muy celoso. Quería un hijo propio. Dios me bendijo con el mejor que pudiera desear.

—¿Por qué mi mamá no me quiere? —inquirió el niño al tiempo que sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas.

—¿De dónde sacas eso? Tu mamá te quiere mucho.

—Siempre me dice que sería más feliz si yo fuera una niña, ¿por qué? Trato de ser un buen hijo.

—Oh, Bruno, no es eso. ¿Tú prefieres jugar más con niños o con niñas?

—Con niños —respondió, y al hacerlo Juan notó que se le iluminaba el rostro, como si acabara de descubrir el máximo acertijo de la vida.

—Lo mismo pasa con mamá, pero eso no quiere decir que no te adore, ¿entiendes?

—Sí, papá.

—Descansa, hijo.

Juan le dio un beso en la frente, apagó la luz y salió de la habitación. Greta estaba en la cocina y en cuanto Juan entró, ella vertió en una taza negra el agua que hervía a borbotones sobre la estufa para después añadirle dos cucharadas de sal.

—¿Por qué tienes que ser así con Bruno? —le preguntó a su esposa.

—Bruno es como es. Es un varón y eso no me sirve. ¿Se supone que debo tratarlo diferente? —respondió ella, mientras bebía de un sorbo el agua hirviendo como si fuera una bebida refrescante.

Bruno quedó satisfecho con la explicación de su padre… por un par de años. Pero al pasar el tiempo y cuando el niño cumplió ocho, notaba que la conducta de su madre no era normal. No se portaba como las mamás de sus amigos, ni como sus tías o abuela. Para empezar, nunca comía nada. Se sentaba a la mesa con ellos, pero jamás probaba bocado. Lo único que bebía era agua hirviendo a la que le agregaba sal.

Nunca la veía dormir. No como a su abuela que, por su edad, se echaba una siesta en el sofá de cuando en cuando. No como él, que se ponía una pijama y dormía de un tirón toda la noche. Aparentemente siempre estaba despierta.

Era naturalmente hermosa. Nunca iba al salón de belleza ni se maquillaba, pero lucía como si lo hiciera. Ella lucía bella y joven todo el tiempo.

Y había otra cosa. Bruno había notado que el resto del mundo, al mirarse en un espejo, se veía al revés. La derecha era la izquierda y viceversa. El lunar que tenía arriba de la ceja izquierda aparecía reflejado en la derecha.

Greta no.

Su reflejo no se veía como tal, sino como una réplica exacta de su madre.

Un par de años después supo que esos comportamientos no eran casualidad. Su madre era una bruja.

Eso no le hubiera afectado, si ella lo quisiera. Greta no iba a festivales escolares, no se acordaba (o no le importaba) el cumpleaños del niño. Bruno trató por años de ganar el amor de su madre, pero ante su obvio fracaso, fue alimentando un rencor hacia ella que ni las palabras cariñosas de Juan podían detener.

Greta le hacía la vida miserable, pensaba. No solo no contaba con su cariño, sino que parecía que el niño le estorbaba. Los meses pasaban y él tenía que limitarse a oír los lamentos de la mujer por no haber concebido una hija.

La paciencia de Bruno llegó a su límite cuando él solo tenía once años. Su padre no pudo ir por él a la escuela y Greta dijo que iría en su lugar. Bruno esperó mientras observaba al resto de sus compañeros irse a casa con sus padres. Un sonido ensordecedor lo hizo temblar. Se avecinaba una tormenta colosal y no había señales de Greta.

El camino era largo y Bruno, aunque lo conocía, no tenía dinero para el autobús. Así que en cuanto sintió un par de gotas de lluvia sobre su cabeza, resopló y comenzó a caminar a casa. ¿Cómo una mujer, aunque fuera una bruja, podría olvidarse de su hijo? A cada paso, Bruno se convencía de que no era que Greta se hubiera olvidado, sino que poco le importaba lo que le sucediera.

Anduvo con la cabeza agachada por tres cuadras hasta que sintió que las gotas de lluvia tomaban forma de doloroso granizo rebotando en su cráneo. No tuvo más remedio que refugiarse en la biblioteca pública. Esperaría hasta que parara de llover, y si eso no sucedía, entonces llamaría a su papá a la oficina para que fuera por él.

Aguardó en el vestíbulo unos diez minutos. Apenas podía ver algo a través de la ventana. El viento soplaba con fuerza mientras el granizo comenzaba a pintar el pavimento de blanco. Bruno fue hacia la bibliotecaria.

—Disculpe, ¿podría usar su teléfono?

—Te prestaré mi celular. El teléfono de aquí nunca funciona cuando llueve, no sé por qué —respondió la mujer, bajita y obesa, cuyos ojos parecían desaparecer en su rostro redondo, mientras le daba el aparato al niño.

—¿Bueno? ¿Papá? —preguntó Bruno en cuanto le contestaron.

—¿Qué sucede, hijo?

—Tu esposa no pasó por mí. Estoy atrapado en la biblioteca pública por la lluvia, ¿podrías recogerme aquí?

—No te preocupes, Bruno. Iré inmediatamente. No te muevas de ahí, ¿de acuerdo?

—Sí, papá.

—Bruno, no te sientas mal. No olvides que tu mamá te ama.

—Ajá —respondió entornando los ojos.

«Sí, cómo no», pensó al tiempo que le regresaba el teléfono a la mujer. Greta no iba a amarlo sin importar qué hiciera el niño o el padre. Después de años de intentar ganársela, Bruno decidió que no valía la pena. Tenía a su papá y era lo único que importaba. Entonces una idea lo golpeó en el estómago: ¿y si Greta lo quería fuera? ¿Y si no podía concebir más hijos mientras no se deshiciera del que ya estaba? Con las brujas nunca se sabe, pero en ese momento Bruno supo que tenía que velar por su propia supervivencia. Y si quería seguir viviendo, tenía que eliminar a Greta.

—Perdón —se disculpó con la mujer bajita—. ¿Sabe dónde puedo encontrar libros sobre brujas?

—¿Cómo cuentos de hadas?

—Toda la información que pueda darme, por favor.

La mujer buscó en su computadora, apuntó el número de pasillo y estante en un papel y se lo extendió.

—Con esto tienes que mantenerte entretenido hasta que vengan por ti —bromeó la bibliotecaria guiñando un ojo.

—Gracias.

Bruno se dirigió a los anaqueles y comenzó a sacar todos los libros que pudo encontrar. Casi toda la información venía de cuentos de hadas. La bruja de La Sirenita; la de El Mago de Oz, la de Blancanieves. Muchos de esos relatos no los había escuchado más que a medias. La gran mayoría eran parte de la cultura popular, pero no sabía las historias completas.

—Las brujas son malas —sopesó—. En los textos es así. Y es en estos cuentos donde encontraré la forma de destruirla.

—Niño —anunció la bibliotecaria, asomando la cabeza por el pasillo y al hacerlo, Bruno pegó un brinco—. Tu papá está aquí.

—Gracias, perdón, ¿cuántos libros puedo sacar?

—Máximo cuatro, pero te sugiero que te lleves los cuentos de hadas en un compendio. Así no tendrías que sacar varios de diferentes autores.

—Muy bien.

Pasó el resto de la tarde estudiando. Eran muchísimos cuentos y no todos incluían brujas. Bruno tomó anotaciones y llegó a la conclusión (después de echarle un vistazo a El Mago de Oz) que podía desintegrar a la bruja arrojándole un cubo de agua. ¿Cómo podría echarle agua a Greta? ¿El agua debía ser fría o caliente? Tenía que averiguarlo, pues el texto no lo especificaba.

Probaría primero con agua fría. Greta siempre bebía el líquido hirviendo, por lo que Bruno asumió que no le haría mayor daño. Subió una cubeta hasta el balcón y esperó a que Greta regresara de la calle. Se mantuvo quieto y en silencio por un par de horas, asomando la cabeza de cuando en cuando para verificar que ella llegaría, y cuando lo hizo, Bruno arrojó el líquido sobre ella. Esperó a que se desintegrara lentamente como la malvada bruja de Oz, pero en vez de eso, Greta gritó de manera horrible y subió a zancadas a la habitación para abofetear al insolente mocoso.

El niño sintió una oleada de decepción cuando su plan no funcionó. Tenía que buscar otro medio. Miraba con ansiedad la lámina retratando aquella escena de Hansel y Gretel cuando la niña le dice a la bruja que no puede asomarse y la empuja al horno aprovechando que la malvada mujer tiene la cabeza dentro.

¿Y si la quemaba?

No sería la primera vez que había escuchado esa solución. Durante la inquisición, los curas acostumbraban quemar a las brujas. Eso podría funcionar.

Bruno planeó un incendio. Si prendía fuego justo cuando ella estaba sola en casa, tal vez encontraría los restos calcinados. Pero ¿cómo hacerlo sin que lo culparan?

Comenzó a documentarse acerca de la construcción de una bomba casera, situación que le resultó contraproducente pues Greta se dio cuenta y entendió que el niño quería deshacerse de ella.

—Sé lo que haces —gruñó, mientras el niño buscaba información en su computadora y Greta se preparaba agua caliente con sal—. Pero si crees que puedes eliminarme tan fácil, te equivocas. Esos cuentos no son más que fantasías; nada que aparezca ahí te servirá. Y yo en tu lugar comenzaba a dormir con un ojo abierto: matar a un niño resulta mucho más fácil que matar a una bruja.

En ese momento, Bruno sintió como si le arrojaran un balde de agua helada. Ahora el asunto no era opcional, debía destruirla antes de que ella se le adelantara, pero ¿cómo? No podía contarle a su padre, pues parecía hechizado por la mujer y aunque notaba el rechazo de la madre al hijo, no lo veía como algo peligroso.

Entonces algo sucedió.

Bruno jugaba con un camión a control remoto, cuando por accidente chocó contra el gran espejo que estaba al final del pasillo, en medio del baño y la habitación de sus padres. Justo en ese momento Greta salía del baño y se quejó como si algo la hubiera golpeado.

—¡Ten más cuidado, maldito niño! —vociferó, mientras se sostenía el tobillo.

Greta se fue rengueando a su habitación y azotó la puerta tras de sí. ¿Qué había sucedido? Bruno fue por su camión, justo frente al espejo. No la había tocado siquiera, pero a su reflejo sí.

Entonces comprendió que tenía que asegurarse de que la imagen de Greta estuviera en el espejo y luego destruirlo. Así podría deshacerse de la bruja.

Fue al jardín donde tomó una pesada roca y la llevó a casa. Se sentó en medio del pasillo, de frente al espejo. En cuanto saliera, le arrojaría la piedra al espejo y lo rompería en mil pedazos, llevándose a la bruja para siempre.

Esperó por mucho tiempo y Bruno comenzó a sentir que se le dormían las piernas, mas se rehusaba a moverse. De pronto, escuchó la puerta de la habitación abrirse y los inconfundibles tacones de Greta caminando. Era parte de su rutina: iba al baño, luego se encerraba en su habitación para vestirse y finalmente regresaba al baño a acomodar los artículos que usó.

El niño esperó a que el espejo tuviera la imagen de su madre y arrojó la piedra con todas sus fuerzas, pero entonces se dio cuenta de algo aterrador: el reflejo de Greta sujetaba el suyo y en esa fracción de segundo, Bruno supo que no podía moverse.

La piedra alcanzó al espejo y lo rompió, desintegrando a madre e hijo por igual. Lo último que vio Bruno en su vida fue la sonrisa cruel de la bruja.

Empezaba a anochecer cuando Juan llegó a casa, botó el saco en el sofá y se recostó. Se sentía más cansado que de costumbre.

—¿Juan? —dijo Greta desde la habitación.

—Sí, ya llegué.

—¿Quieres cenar?

—Eso me encantaría. Me muero de hambre.

Greta entró a la cocina, pero antes se contempló en el espejo intacto. El hechizo había resultado y Juan no recordaría a Bruno, como si nunca hubiera existido. Así como tampoco pudo recordar a Andrés, ni a Joaquín. Esos mocosos estaban en lo cierto cuando presentían que le estorbaban. Y ahora que su tercer hijo con Juan había muerto, también podía prescindir de su esposo, como lo hizo con los anteriores. Tres oportunidades para concebir a una niña era el límite para cualquier cónyuge.

Una bruja solo podía criar a un hijo. Eran las órdenes de la cofradía desde tiempos ancestrales. Y cuando el hijo creciera y se bastara a sí mismo, ella podía concebir a otro; pero había un obstáculo: las hijas crecían a un ritmo acelerado, sin embargo, los hijos crecían como el resto de los humanos y eso era mucho tiempo de espera. Debía asegurar su descendencia con mujeres poderosas en el menor tiempo posible. Conocía a brujas que ya tenían tataranietas y ella se estaba quedando atrás.

La solución era deshacerse del niño, cosa nada fácil cuando la cofradía había prohibido terminantemente asesinar niños. No querían que las leyendas oscuras sobre la maldad de las brujas se perpetuaran con mujeres capaces de matar a sus hijos. En cuanto alguna intentara eliminar a su propia sangre, la Gran Bruja lo sabría y ordenaría su inmediata destrucción.

¿Pero si el niño intentara matarla?

Una bruja debe protegerse a sí misma. Y era en esos momentos en los que ella aprovechaba para eliminar a los niños cuya presencia no le permitía concebir una hija. Sin sospechar nada, la atacaban y morían cada vez que intentaban matarla.

El plan nuevamente había funcionado. Prepararía la cena para su esposo y lo abandonaría sin ningún recuerdo de ella ni de sus vástagos. Después de todo, Juan ya se acercaba a los sesenta y cinco años. Era hora de buscar a su próximo marido y, tal vez, después de tantos intentos fallidos con dos esposos y seis hijos, finalmente podría concebir a la niña que anhelaba tanto.

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